miércoles, 15 de febrero de 2017

El cenotafio de los Santos Mártires de la iglesia de San Vicente de Ávila


'Dadme flores artificiales -gloria del metal y del esmalte-
que ni se marchitan ni se pudren, con formas que no envejecen.
Flores de jardines maravillosos, de otro mundo
donde moran Contemplaciones, Estilos y Saberes...'.
[Kavafis]

Aun considerando la ingenuidad de la historia de la persecución y el martirio, como afirmaba José María Azcárate (1), uno de los grandes teóricos españoles del arte en general y del gótico en particular, no cabe duda de que el cenotafio de los Santos Mártires de la iglesia-basilical de San Vicente, en Ávila capital, constituye una pequeña obra maestra. No es la única, evidentemente, pero probablemente sí una de las pocas que han llegado prácticamente indemnes hasta nuestros días, con el aliciente de conservar, poco menos que inalterable, su hermosa policromía original. Gracias a ello, posiblemente podamos observar –entre otros muchos-, un detalle que, sin ser tampoco exclusivo o singular, no carece, sin embargo, de cierta intencionalidad: el cabello y la barba dorada del Cristo in Maiestas, que domina, como Pantocrátor, uno de los laterales de un cenotafio que, comparativamente hablando, semejaría a gran escala, esas casitas de muñecas, miniaturistas y artesanales, que tanto éxito tuvieron hasta tiempos relativamente modernos y que todavía, como visión retrospectiva o vintage, continúan generando ideas para las fábricas de juguetes, auténticas espadas de Damocles para un país que siempre destacó por sus magníficos gremios artesanales. 

Políticas y economías aparte –aunque no puedo evitar pensar en ciertas comparaciones con el Grial, en cuanto que da pero también quita la vida-, si bien la obra podría calificarse de anónima en un principio, no obstante y en base a su estilo, hay quien ve la mano del propio Fruchel –Magister, posiblemente de origen franco al que se atribuye, cuando menos, la primera fase de la cercana catedral-, o de algún discípulo de su taller. Tal vez eso explique, en parte, la reseñada característica aria del Cristo –se me ocurre pensar en aquél otro Cristo dos barbas douradas, venerado por los peregrinos en la iglesia de Santa María de Fisterra o su réplica en la catedral de Orense, que arribó a la Costa da Morte, allende los mares-, así como la forma de la mandorla, una auténtica Piscis Vesica con inequívoco aspecto de concha marina –no olvidemos que Ávila es una ciudad peregrina y de peregrinos y que incluso la propia basílica de San Vicente posee influencias compostelanas en su estructura, como podría ser la portada bífora de poniente-, detalle mitológico restituido en el Renacimiento por Bottichelli, en su famosa obra el Nacimiento de Venus. Enigmático podría considerarse también, sin obviar, por supuesto, la probabilidad de adaptación al espacio, la cuestión de la elección del artista del león y del buey –símbolos de los Evangelistas Marcos y Lucas-, en detrimento del águila y del ángel o el hombre, que representarían a Juan y Mateo, respectivamente. ¿Nos ofrece este detalle alguna clave?. Es posible que sí, pero no ha lugar aquí para un debate profundo sobre simbolismo, aunque sí para recordar que estas figuras del león y del buey no son tan antagónicas como puedan parecer a priori y se localizan, enfrentadas y con cierta profusión, en multitud de umbrales de templos románicos, si bien es cierto que en ocasiones, se mezclan con los figuras simbólicas de los otros dos evangelistas aquí supuestamente descartados. Otra de las características, y quizás la imagen más encantadora y a la vez conocida, es aquélla –localizada de manera puede que tampoco casual, en el frontispicio contrario-, que muestra, aparte de la Adoración, el sueño de los Magos. ¿Ofrecería esta disposición, una clave: nacimiento-muerte-renacimiento?. Por otra parte, la leyenda del martirio y descuartizamiento de los santos mártires Vicente, Sabina y Cristeta nos ofrece también claves que, lejos de padecer de ingenuidad, como afirma Azcárate, no sólo nos introducen en ritos y mitos arcaicos, sino que además, nos proporcionan información sobre esa tremebunda literalidad con la que la Iglesia católica politizaba y a la vez demonizaba los antiguos lugares de culto pagano y por defecto, a sus practicantes.

Uno de los ejemplos más aberrantes de cómo en ocasiones,  el Arte puede ser un instrumento para fines mediáticos y religiosos, lo encontraríamos en el cuadro realizado hacia el año 1622 por Juan Andrés Ricci de Guevara, expuesto actualmente en la catedral de Cuenca, que muestra el martirio –o descuartizamiento- de San Serapio, tema y nombre que por sus especiales connotaciones, se tocará más adelante. Aunque han sobrevivido realmente pocos, todavía se puede afirmar que este tipo de cenotafios fue, después de todo, bastante corriente, localizándose, generalmente, en lugares de especial arraigo de culturas precristianas, pudiéndose citar, como ejemplo, el mausoleo de Santa Mariña, en la iglesia del pueblo orensano de Santa Mariña de Augas Santas, lugar de paso de un ramal del Camino de Santiago, de antigua y fuerte presencia celta o el pequeño cenotafio que todavía se conserva en la iglesia soriana de los Santos Mártires, en Garray, situada a escasos metros de distancia de las ruinas de Numancia, donde siempre se habían guardado las réplicas de las cabezas de los santos, hasta su traslado a la parroquial de San Juan Bautista.

De cualquier manera, el cenotafio de los Santos Mártires de la iglesia basilical de San Vicente, es una obra digna de admirarse, que no deben perderse los amantes del Arte en general.


(1) José María Azcárate: 'Arte gótico en España', Ediciones Cátedra (Grupo Anaya), 5ª edición, Madrid, 2010, página 142.