'Símbolos maternos casi tan frecuentes como el agua son el madero de la vida y el árbol de la vida. El árbol de la vida empezó seguramente siendo un árbol genealógico cargado de frutos, es decir, una suerte de madre genealógica...'.
[C.G.Jung (1)]
Añadía Jung, allá por noviembre
de 1937, en el prólogo a la tercera edición de ese fenomenal y recomendable ensayo
que es su libro Símbolos de
transformación –un libro sobre el que siempre comentaba, curiosamente, que
nunca le había hecho feliz y que había escrito muy a su pesar-, que la historia nos enseña una y otra vez que,
en contra de las expectativas de la racionalidad, eso que llamamos factores
irracionales desempeñan en todos los procesos de transformación anímica el
papel más importante y aun el decisivo. La sincronización, bajo mi punto de
vista, podría considerarse un buen ejemplo de cómo esos factores irracionales
en ocasiones interactúan sobre el individuo para conseguir que aquello que a
priori podría considerarse como una lección teórica, inesperadamente se convierta
en un encuentro real y práctico. Los antecedentes, no obstante, son muy
simples: la lectura de un libro –el anteriormente citado- en el que el
denominado brujo de los Alpes embarca
al neófito lector, en una formidable aventura, donde mito y subconsciente se
supeditan, principalmente, a ese gran arquetipo universal que es la figura de
la Madre. Embarcado, pues, en la lectura de tan exorbitante epopeya, poco podía
imaginar que aquello que se me estaba describiendo como parte de ese fascinante
universo simbólico por el que navega la humanidad a la vera de la figura siempre
mediática y primordial de la Madre,
se me iba a presentar, de una manera nítida, tangible y personal -bajo ese
hábil disfraz de don Casual con el
que a veces nos sorprende ese sibilino joker
o fatum con el que los antiguos
griegos conocían al destino-, a escasos kilómetros de distancia de mi lugar de
residencia y desde una perspectiva absolutamente lúdica y desenfadada, como es
una invitación a comer.
La Cabrera, pueblecito situado a unos sesenta
kilómetros aproximadamente de Madrid, en el corazón de esa zona privilegiada, a
la que, sin embargo y desafortunadamente se la suele denominar como sierra pobre o sierra de Madrid, oculta,
a la vera de los emblemáticos picos Cancho
Gordo y de la Miel, un verdadero
tesoro histórico-artístico, poco o escasamente conocido que, paradójicamente,
rompe los viejos tabúes acerca del inexistente románico madrileño: el convento
de San Antonio. Si bien muy reformado, mantiene, en excelente estado de
conservación, cuando menos una cabecera impresionante, similar,
comparativamente hablando, a modelos tan carismáticos y de franca importación,
como podría ser, por ejemplo, el desgraciadamente venido a menos monasterio de
Santa María de Moreruela, situado en pleno Camino
o Vía de la Plata, a una treintena de kilómetros de esa capital del románico como, en justicia,
se ha denominado a la histórica ciudad de Zamora. Es decir, consta de un ábside
principal y varios absidiolos secundarios. Conserva parte del claustro,
posiblemente de origen renacentista –del románico original, nada se sabe o
quizás nunca llegara a tenerlo, después de todo-, y no pocos arquetipos dignos
de una delirante hermenéutica, distribuidos, casual o causalmente, en los terrenos
aledaños: jardines, eremitorios, fuentes, etc.
Cerca del arruinado claustro, y
haciendo espejo de esas imaginarias escamas
de dragón que identifican a ese Pico
de la Miel, cuya forma se reconoce a la distancia se venga o se vaya en
cualquiera de las direcciones de la Autovía de Burgos, hay una fuente circular,
ouroboros perfecto y símbolo con el
que en la Edad Media se identificaba a Dios. Y a escasos metros de ésta, en
dirección a esos jardines, que al caer la tarde, semejan esa selva oscura con la que comienza la
aventura sobrenatural del genial poeta italiano Dante Alighieri, la primera
referencia en ese árbol o arbusto denominado Thuja orientalis o árbol de
la vida, cuya madera, paradójicamente, se ha utilizado desde tiempo
inmemorial para la fabricación de esos metafóricos caballos de San Miguel o ataúdes, cabalgadura psicopompa hacia el Más Allá
–como reconoce Jung (2)-, y por defecto, regreso al seno de la Madre. Una Madre
que, con todos sus atributos y rodeada de buena parte de esos arquetipos tan
contundentemente desarrollados por C.G. Jung, se nos presenta a continuación,
dentro de esa selva oscura y dantesca
a la que se hacía referencia anteriormente, de una manera, si no única (3), sí
al menos original y poco o nada corriente: hierática, entronizada y negra, como
Teothokos o Trono de Dios, utilizando como soporte precisamente el tronco de un
árbol. ¿Una Thuja orientalis?. Un
árbol, que además, en sus ramas no es difícil apreciar otro arquetipo ancestral
y muy ligado al Camino y las peregrinaciones: la pata de oca. Quizás para recordarnos, que si todos los caminos
llevan a Roma, también lo hacen a Santiago. Y uno de esos caminos,
precisamente, pasó y continúa pasando por aquí.
Arte, mitos y arquetipos...y otros enigmas de la Sincronización.
(1) C.G. Jung: 'Símbolos de transformación', Editorial Trotta, S.A., Madrid, 2012, página 247.
(2) Op. citado, página 323.
(3) Un antecedente similar, por ejemplo, sería la imagen de San Bieito (San Benito) colocada en el tronco de un impresionante carballo, frente a la iglesia del monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil, en la Rovoyra Sacrata orensana. Eso, por no mencionar las numerosas tradiciones y leyendas de apariciones virginales, ocultas las imágenes en el interior de ciertos árboles, siendo, significativamente, uno de los más prolíficos la carrasca o encina.