lunes, 31 de octubre de 2016

El Capricho: un paraíso esotérico


'Hay otros mundos, pero están en éste'.
[Paul Elouard]

Hablar de un lugar tan especial como éste, conlleva, cuando menos, remontarse a un tiempo y unos antecedentes en los que la magia, el esoterismo y el ocultismo constituían algo más que una tendencia pasajera entre las gentes pudientes de una sociedad europea, privilegiada y mercantilista, que se aislaba voluntariamente de esa revolución industrial que estaba transformando a los pueblos, en la piel de cuyos habitantes comenzaba a apreciarse el color gris ceniciento del polvillo que se desprendía del humo de las chimeneas de las fábricas o el rímel indeleble del hollín del carbón que se extraía de las entrañas de las minas. Un tiempo, en el que pasado el vendaval napoleónico y apenas recién estrenada la era moderna, arquitectos románticos y visionarios, como Viollet le Duc –aquél sabio intuitivo, que proclamaba con solvencia que los pintores modernos debían estudiar el arte medieval como una lengua, no sólo en las palabras sino también en su gramática y en su espíritu-,  y escritores románticos como Víctor Hugo, rescataban de la ruina parte de la brillante y milenaria magia de la catedral de Notre Dame de París, y en Madrid, entre la estación y la basílica, las ruedas de los carros todavía pasaban por encima de algún atochar, planta de tipo espinoso parecida al esparto, que había dado su nombre, así mismo, a una de las Vírgenes Negras más carismáticas de la ciudad: la Virgen de Atocha. Tiempos en los que, a pesar del analfabetismo popular generalizado –herencia, sin duda, de una Edad Media, cuyos estamentos se prolongaron más allá del tiempo-, el rito, el mito y la tradición –en definitiva, ese conjunto primigenio de arquetipos que Jung definió como el inconsciente colectivo-, subsistían en alegre convivencia –cual shakespirianas comadres de Windsor-, haciendo de lejanas charcas los lodos presentes en la época. Tiempos en los que, aparte del despertar de los movimientos obreros, de los sentimientos nacionalistas o del fragor sangriento de las primeras bombas anarquistas, el pasado, toda vez que el reinado de terror de la Inquisición comenzaba a vislumbrar su ocaso en los confines del horizonte, volvía a abrir la Caja de Pandora, latente en las oscuridades del útero de Proserpina, liberando embriones de heterodoxia, de cuyo líquido amniótico se nutrían sectas y agrupaciones que volvían a mostrar de cara al sol, entre otros, las columnas y los compases masónicos en sus mandiles o las cruces patadas en las hombreras inmaculadas de sus blancas capas.

Hecho milimétricamente a capricho –de ahí su nombre, que define al propio jardín, así como a todos sus elementos- por la propia duquesa de Osuna, Doña María Josefa Alonso Pimentel, es mucho más que otro simple conjunto histórico-artístico, como así lo declaró en 1934 –resulta evidente, que con todo merecimiento-, el Patronato para la Conservación y Protección de los Jardines de España, organismo dependiente de la Dirección General de Bellas Artes. Es un jardín, sí; es histórico, por supuesto; y es artístico, naturalmente. Pero a la vez, según uno se pierde por sus pintorescos rincones, se tiene la impresión, cuando menos, de que en realidad, lo que la duquesa dirigió personalmente con tantos detalles arquetípicos implícitos, fue algo más que un elegante y lujoso espacio de ocio en el que pasar largas temporadas y con el que cumplimentar el tedio y el aburrimiento de sus amistades más allegadas, independientemente de que entre éstas se contaran artistas e intelectuales de la época, algunos de los cuales había intervenido en su ejecución: un jardín especialmente diseñado como lugar iniciático. Pudiera darse el caso, perfectamente, de que bajo la apariencia de esas lujosas fiestas en las que no falta de nada y a las que el refranero popular suele referirse como tirar la casa por la ventana, los invitados, con o sin conocimiento, se vieran envueltos en todo un viaje lúdico pero a la vez iniciático, que en pequeña escala, desde luego, reprodujera el sentido de los grandes viajes espirituales. Un viaje, por añadidura, convenientemente indicado por los diferentes arquetipos marcados en su itinerario –a la manera, por ejemplo, del famoso Juego de la Oca-, sin importar por dónde los participantes comiencen el recorrido. De tal modo, que hay caminos solitarios, umbríos y en algún momento tenebrosos, que recuerdan a esa selva oscura, áspera y fuerte con la que comenzaba Dante los primeros versos de su Divina Comedia. Hay también algún claro, entre la frondosidad de un heterogéneo arbolado, donde una casita, denominada de la Vieja, nos recuerda aquella otra trampa mortal en la que residía la bruja malvada –otro de los aspectos encubiertos de la Triple Diosa- del famoso cuento de los Hermanos Grimm, titulado Hansel y Gretel, que podría representar, comparativamente hablando, esa cárcel de la que es difícil salir y en la que en el mencionado Juego de la Oca resultaría necesario que otro jugador recalara en ella y ocupara nuestro lugar. Parte de las espinas del Camino: lo imprevisto, las inconveniencias, el exceso de confianza. Siguiendo ese mismo sendero, a una centena de metros más adelante, otro claro nos descubre un curioso edificio cuya planta, de forma poligonal, nos recuerda ese tipo tan peculiar de arquitectura oriental, traída, entre otros, por los cruzados de Tierra Santa. Se trata del Casino o Salón de Baile –otro de los arquetipos que ha acompañado siempre la mayoría de rituales de la humanidad-, y en cada una de sus caras, una alegoría greco-latina nos remite a las antiguas ceremonias paganas. Curiosamente, para acceder a él, los invitados lo hacían en pequeñas falúas –recordemos a Caronte, el barquero del inframundo-, que partían de la denominada Casa de Cañas situada en el embarcadero del lago, accediendo al Casino por un pequeño canal, al final del cual, y situado en un pequeño túnel, les aguardaba otra figura arquetípica: el Guardián del Umbral. Llama la atención el aspecto de éste: un fiero jabalí recostado sobre sus cuartos traseros. Recordemos la importancia que su figura tuvo, sobre todo, en el arte románico, siendo, junto con el ciervo, los elementos principales del simbolismo cinegético medieval. Pero además, si echamos un vistazo a los grandes clásicos de la literatura medieval, observaremos, en la fascinante historia del hada Melusina, que uno de los más grandes linajes medievales, el de los Lusignan, comenzó, precisamente, con un desgraciado accidente cuando se intentaba dar caza a un jabalí.

El lago, si bien no muy grande, sí resulta, no obstante, embriagador. De forma circular, tiene un pequeño islote en su centro –el círculo y un punto en el centro, como se representaba la perfección y por defecto a Dios, también en la Edad Media-, en el que por encima de una pequeña cascada, un bloque rectangular de granito nos recuerda la figura del duque de Osuna. En la Casa de Cañas, situada, como se ha dicho, junto al embarcadero –en la parte interior de éste, un cuadro nos muestra un bucólico paisaje en el que destaca un templo pagano-, encontramos otro símbolo primordial: ese Yin-Yang hebraico conocido como Estrella o Sello de Salomón, que nos remite a la antigua sabiduría cabalística. Las hermosas palmípedas que evolucionan en las aguas del lago, si bien no son ocas, sí son familia de éstas: cisnes, patos y ánades, animales con características ctónicas, que ya figuraban en la decoración de los antiguos ninfeos, como lo demuestra el de Santa Eulalia de Bóveda. Junto al lago y el embarcadero, se localiza un fortín con forma de estrella. Y no muy lejos de éstos, casi oculta por la vegetación y los árboles, una pequeña ermita constituye todo un gran enigma. Realizada en parte con una técnica que ya utilizaban los grandes genios del Renacimiento, como Miguel Ángel y Leonardo, la del trampantojo –uno de los sitios más conocidos y espectaculares donde Miguel Ángel la puso en práctica, fue precisamente la Capilla Sixtina-, llama la atención la puerta de entrada, que reproduce otro gran símbolo arquetípico: el pie de druida o pentágono o estrella de cinco puntas. Así mismo, entre los símbolos que se aprecian en el suelo, junto a la puerta, destaca uno en particular: la cruz patada. Pero el gran enigma de este pequeño conjunto, reside en el jardincillo anexo al porticado lateral sur: una pequeña pirámide de granito que, al parecer, constituye no sólo otro símbolo arquetípico de perfección, sino además, la tumba de un misterioso y anónimo ermitaño, figura clave en otro conjunto monumental de arquetipos: las láminas o cartas del Tarot. Siguiendo el sendero y cercano a ésta, hay un pequeño estanque, con forma de riñón, donde se aprecia como referencia un torso clásico, en la base de cuyo soporte o columna, aparece otro arquetipo esencial, apenas perceptible: la rosa. De regreso a la explanada principal, aquella que desemboca en el palacio o mansión, un pequeño templete de forma semiesférica, en cuya parte central sobresale un busto de la duquesa, la magia de los números, unida a los arquetipos mitológicos, nos sorprende: ocho son las esfinges que lo custodian. A pesar de haber varios más pequeños y de diversa forma repartidos por los diferentes rincones de las 14 hectáreas que conforman este monumental jardín, el Laberinto principal, enorme y grandioso en su diseño –émulo de aquéllos otros, como el de la catedral de Chartres-, representa, con su inquietante presencia, no sólo uno de los arquetipos más antiguos que han acompañado a ese inconsciente colectivo desde el alba de los tiempos, sino también, uno de los elementos que más expectación genera entre los visitantes, y de hecho, como muy bien afirmaba Mircea Eliade, representa también al Ulises que todos llevamos dentro y a esa Ítaca -centro, ombligo o cordón umbilical-, a la que todos anhelamos regresar.



viernes, 21 de octubre de 2016

Canteros de Santa María de Huerta: el Lenguaje de los Pájaros


Aparte de las excéntricas ambigüedades simbólicas de un arte como el de la Alquimia, si existe algo comparable a esa forma de aludir algo lo suficientemente complicado de entender o interpretar como para responder a la perfección a esa calificación de lenguaje de los pájaros, no es otra cosa que las marcas que los canteros medievales fueron grabando en los sillares de aquellos edificios que de manera tan sabia, artesana y perdurable fueron levantando en su azaroso camino. El monasterio de Santa María de Huerta, aun no siendo, evidentemente una excepción, sí es, no obstante, uno de esos felices lugares depositarios de un ameno e interesante conjunto gliptográfico, digno de figurar, cuando menos, entre los más desconcertantes. Posiblemente más desconcertante, todavía, que las numerosas marcas de cantería que constituyen otro aliciente enigmático-cultural de otro monasterio cisterciense, no demasiado lejano, como es el de Santa María de Veruela, que, por el contrario, sí recibió, afortunadamente, la atención de un excelente artista, como fue Valeriano Bécquer, hermano y compañero de viaje y de aventura de aquél poeta que tan bien glosara el simbolismo de la mano y cuya poesía, en palabras de Eugenio d’Ors, era comparable a un acordeón tocado por un ángel: Gustavo Adolfo Bécquer. De hecho y como homenaje de buen gusto, durante mi última visita a Veruela, acaecida a finales de julio, tuve ocasión de disfrutar de una pequeña aunque agradable exposición de los dibujos realizados por aquél durante su estancia en el monasterio.

Es curioso, pero si tuviéramos que recurrir al símil de la fantasía, exponiendo como argumento lo prolífico que fue el trabajo de Gustavo Adolfo, aún enfermo desde su celda, podría sugerir la posibilidad de que permaneciendo cierto tiempo recorriendo esos solitarios y chinescos claustros, pasando sin miedo la yema de los dedos por la gélida superficie de unos sillares encajados con milimétrica maestría; dejándonos estremecer por la mirada puesta en nuestra nuca de esas fantásticas esculturas que contemplan impertérritas el paso de los siglos desde su aparentemente burlona eternidad, quizás la Musa podría sugerirnos -siquiera fuera lanzándonos un dardo dorado para abrir una brecha en el hemisferio creativo de nuestro cerebro-, algunas recomendaciones que nos permitieran intuir siquiera parte de ese gran misterio. Quizás la clave nos la diera Jung, cuando reflexionaba, en un ciclo de conferencias pronunciadas en Viena en 1931, sobre ese choque existencial entre un abuso de espiritualidad que caracterizó a esas épocas –el punto de inflexión, lo marcaron la caída del gótico y el nacimiento de la Reforma-, y el abuso de materialidad que nos caracteriza ahora a nosotros.

Frente a esto e independientemente de las numerosas teorías que han querido ver en esos grafismos un símil de nómina con vistas a un jornal o el distintivo de un gremio en particular -por ejemplo, se comenta que gremios muy activos, sobre todo en el Camino de Santiago, como los Hijos del Maestro Jacques o los Hijos de Salomón, firmaban sus obras con la pata de oca o con el Sello de Salomón-, o, en aquellos muy intrincados, con ramificaciones, el sello particular de un oficio artesano heredado de padres a hijos o, ya puestos en materia, instrucciones sobre el plano para ir completando la obra -una buena muestra, se encontraría en el ábside principal del monasterio de Santa María de Moreruela, en Zamora, o dentro de la galería de la preciosísima ermita mozárabe de Santa Cecilia, situada en el entorno del monasterio de Santo Domingo de Silos-, o, teniendo en cuenta la mentalidad también de la época, símbolos mágicos de protección, tal vez debamos recurrir a los aspectos espirituales de la época para intentar ver en ellas, el símbolo particular que definía al cantero en la trascendencia de una aventura que, al fin y al cabo, constituía todo un viaje espiritual. Sea como sea, lleguemos algún día a entender, si no todo, parte al menos de ese lenguaje de los pájaros, lo que no deja de ser cierto, es que contemplar esas antiquísimas reseñas constituye, después de todo, un atractivo añadido a la visita de lo que es ya de por sí, un lugar eminentemente sorprendente: el monasterio de Santa María de Huerta.


lunes, 17 de octubre de 2016

Una Virgen para una batalla: la de las Navas de Tolosa


Otro de los numerosos enigmas que hacen que la visita a este monasterio de Santa María de Huerta se convierta en toda una aventura, no es otro que aquél que se refiere a la supuesta historia de una curiosa imagen mariana medieval, cuya advocación original, perdida para siempre en esos charcos insondables de la historia donde posiblemente se perdieran también las aguas de las nieves de antaño a las que evocaba ebrio de nostalgia el poeta François Villon, ha querido que en el futuro se la asocie con un personaje relevante del siglo XII –el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada- y una batalla que fue crucial para las reivindicaciones reconquistadoras de unos reinos cristianos en plena expansión, una vez superada la espantosa derrota de Alarcos: la de los Tres Reyes, más conocida, sin embargo, como la de las Navas de Tolosa. Viene a colación al respecto, comentar, siquiera sea por la simpatía de forma, que ésta atribución, dejada caer de manera hipotética por el marqués de Cerralbo, fue considerada posteriormente con literalidad, de la misma manera que muchas fuentes consideran como un hecho inconstatable que las iglesias de planta circular u octogonal, constituyen un modelo inequívoco de arquitectura templaria, desde que en las postrimerías del siglo XIX el gran arquitecto francés Viollet le Duc –restaurador, entre otros importantes conjuntos medievales, de la catedral de Notre Dame de París-, dejara caer una afirmación similar, seguramente inconsciente del revuelo que levantaría en el futuro.

Esto no quiere decir, sin embargo, que ambas afirmaciones no pudieran haber sido plausibles, siempre y cuando, claro está, se mantenga la oportuna cautela de la duda mientras no se demuestre lo contrario. Dejando a un lado la réplica de dicha imagen, que en la actualidad se puede ver en una de las alacenas del claustro, es muy probable que la imagen original, custodiada en las dependencias privadas monacales, pudiera haber sido concebida en origen, por su tamaño y características –le falta la pieza trasera, utilizada, con toda probabilidad, para el alojo de reliquias, como solía ser habitual-, como una imagen de campaña, fácil de transportar y con la que poder oficiar misa antes de la entrada en combate. Bajo este punto de vista, pudiera ser, que hubiera acompañado al arzobispo Jiménez de Rada en tan importante contienda, siendo, como fue, uno de los principales artífices de la misma. Pero se sabe, que hubo otro prelado que también tuvo cierto protagonismo en la batalla: el obispo Martín de Finojosa. Curiosamente, ambos personajes, están representados en las magníficas pinturas laterales del ábside mayor de la iglesia, realizadas en 1580 por Bartolomé Matarana, pintor manierista genovés, que estuvo especialmente activo en Cuenca y en Valencia. Y en ambas representaciones –he aquí, tema añadido para la polémica-, se aprecia la presencia estatuaria mariana, si bien, de manera significativamente diferente.

En la parte izquierda, según estamos situados frente a la capilla mayor, tenemos una sensacional imagen de Martín de Finojosa oficiando misa ante las tropas. Unas tropas, cuyos primeros exponentes, sabemos que se correspondían con las órdenes militares; caballeros que, en este caso, lucen una cruz roja en sus cascos, detalle que puede ser incluso alegórico, no sólo de las referidas órdenes militares –templarios, hospitalarios o santiaguistas, por citar a las principales-, sino también del conjunto cruzado en general, pues no olvidemos, que España fue el precedente de las Cruzadas. La figura mariana que se aprecia en el altar, es una figura entronizada, que bien pudiera hacer referencia a la imagen de la que estamos tratando o, en su defecto, a una imagen de similares características, al uso de la época. Por el contrario, la escena de la derecha, ya nos muestra un detalle cuando menos significativo: el arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada, cargando contra los musulmanes al frente de la vanguardia cristiana. Lo curioso, es que el portaestandarte que cabalga inmediatamente detrás de él, mantiene en alto una banderola de color encarnado en la que se aprecia a una figura mariana, con el Niño en brazos, pero de pie, perdida ya esa disposición hierática y de teothokos, o trono de Dios, de la imagen que estamos tratando, más parecida a la virgen gótica y también oculta en las dependencias privadas del monasterio que, no obstante, se puede ver en los libros a la venta que tratan de la historia de tan interesante cenobio.

A este respecto, conviene mencionar, que en el monasterio burgalés de las Huelgas, aparte de otros significativos recuerdos de tan celebérrima batalla, se conserva la figura de una Virgen pequeñísima, de apenas 10 centímetros de altura, también denominada de las Navas o del Tovar, que formaba parte del pomo de la silla de montar del obispo Don Tello. Y otro dato significativo: no muy lejos del monasterio de monjas cistercienses de Buenafuente del Sistal, y en el vecino término de Cobeta, se localiza un curioso y aislado santuario mariano, de cuya titular, la Virgen de Montesinos –de igual nombre que la cueva donde Don Quijote protagonizó una de sus maravillosas aventuras-, se sabe que fue trasladada, precisamente, al monasterio de Santa María de Huerta y de cuyo rastro, nada se ha vuelto a saber.


lunes, 3 de octubre de 2016

Monasterio de Santa María de Huerta: capilla de la Magdalena


Aun a la vista, pero sorprendentemente menos conocido por el público en general, uno de los mayores enigmas sobre los que se puede especular en relación a este imponente conjunto histórico-artístico que es el monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, no es otro que la temática de esas fascinantes pinturas románicas que, situadas en uno de los absidiolos de la iglesia, hacen referencia a uno de los temas que más quebraderos de cabeza ha proporcionado a la ortodoxia eclesiástica oficial –quien, también por otra parte y a su manera, evidentemente, supo sacarle un espléndido partido- a lo largo de los siglos, y que todavía, a estas alturas del siglo XXI, continúa vertiendo, como un inagotable manantial, verdaderos ríos de tinta: María Magdalena.

Los frescos, datados, quizás con algo de premura, en el siglo XIII, fueron descubiertos en 1970, cuando la casualidad quiso que salieran a la luz en el transcurso de una remodelación de la iglesia, y a pesar de no haberse conseguido su total recuperación, muestran, no obstante, los suficientes elementos como para considerarlos de una importancia bastante más que relativa. El tema principal y a la vez, podría decirse que novedoso, es la disposición del Pantocrátor ocupando el hueco del ventanal, con lo cual, además, se consigue el efecto de que éste constituya básicamente el primer foco de atención, dando la impresión al observador de que la figura hierática del Salvador le está bendiciendo, cuando no –en este sentido, puede ser revelador, si lo consideramos como un detalle no exento de intencionalidad, en el que quizás se quiso recalcar el simbolismo añadido al típico héroe solar-, la luz del propio Sol –el Sol invictus- colándose por la abertura, de tipo saetera, a primera hora de la mañana. Por debajo, y a ambos laterales, dos escenas, estrechamente relacionadas, merecen también su foco de atracción: a la derecha, parte de la Pasión, con un Cristo dirigiéndose al Calvario, portador de un tipo de cruz muy especial, como es la Tau y la presencia de los ángeles turifarios, portadores de los objetos relacionados con la tortura. Y a la izquierda, la escena más relevante: aquélla en la que Cristo, una vez resucitado, se aparece a María Magdalena y ante el intento de ella de abrazarse a Él, las palabras del Maestro han pasado a la Historia en su acepción latina de Noli me tangere; es decir, No me toques. Obviamente, lejos de constituir una escena más, su trasfondo emotivo radica, como muchas veces se ha discutido, en la importancia extraordinaria que tuvo esta figura para Cristo, hasta el punto de gozar del privilegio de ser la primera persona a quien se apareció y a quien, metafóricamente hablando por su sentido de mensajero, convirtió también en ese ángel que habría de llevar la buena nueva a unos discípulos, hombres, abatidos por el miedo y la vergüenza.

Tal vez, recogiendo en parte el guante de la metáfora que se acaba de presentar, el artista considerara como ha lugar, por su importancia, la escena inmediatamente inferior a ésta, que no es otra que la Anunciación, donde Gabriel a la izquierda y María a la derecha desempeñarían –comparativamente hablando, por supuesto- ese papel de Dióscuros con el drama desarrollado por encima de ellos. Pero, también en la parte superior, concretamente por encima de donde Cristo carga con la cruz, aparece representada otra Anunciación: ¿por qué?. He ahí otro enigma, pues en ésta pequeña representación, hay un objeto peculiar: una vasija o recipiente de tamaño desproporcionado. Por debajo, y como colofón a toda la escena, lo que podría ser una referencia a la muerte del padre espiritual del Císter: Bernardo de Claraval, padrino, además, de su brazo armado: la Orden del Temple.