miércoles, 27 de abril de 2016

Reflexiones sobre un Calvario de la Escuela Castellana del siglo XVI


'...la naturaleza de la cosa misma: cuanto más dentro se penetra, tanto más amplio se vuelve el fundamento...'.
[Carl Gustav Jung]

Soria fría, Soria pura, cabeza de Extremadura. O si se prefiere, de una forma más poética, aquélla misma Soria que, cual novia recobrada después de una larga ausencia, hicieran brotar del alma de su enamorado Don Antonio, unos sentidos versos que dicen -hállome en la obligación de citarlos textualmente- aquello de: He vuelto a ver los álamos dorados, álamos del camino en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio, tras las murallas viejas de Soria -barbacana hacia Aragón, en castellana tierra... Soria, vieja alma castellana, no deja de ser, en el fondo y como muchos otros lugares de la vieja estirpe de Gárgoris y Habidis, una desolada Dama, fatalmente ultrajada. No obstante mirando para otro lado, frente a tragedias como las de la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga -que ya habrá ocasión de tratar más intensamente en un futuro-, resulta difícil que el viajero que un día acude a su recogida capital –o al menos, en referencia a ese en particular, de tipo cultural que afortunadamente parece que comienza a despertar-, no se deje arrullar por la dulce canción del viento que mece suavemente la cuna de hoja y campanilla que las ramas de los álamos forman sobre la ribera del viejo Duero, allá, extramuros de la vieja barbacana, por debajo de ese imaginario cuerno lunar que forman los montes de Santa Ana y de las Ánimas, en cuya vereda vegetan, henchidas de melancolía, aunque siempre bajo la atenta mirada del Santo Patrón, las viejas glorias de San Polo y de San Juan. Antes o después de visitar San Saturio, San Polo, San Juan, el claustro románico de la concatedral de San Pedro, Santo Domingo y San Juan de Rabanera (1) –aunque éstos últimos, el poeta no los mencione en éstos versos-, que menos que recalar, como digno colofón, en ese cementerio de nostalgias, que después de todo es el Museo Numantino. De grandes o de pequeñas dimensiones, el Numantino, como todo museo, implica, sine quanum, una invitación a viajar en el tiempo, llevando como único neceser en el equipaje, esa muda providencial y eminentemente humana que es la imaginación. Un viaje fabuloso, desde luego, que va desde esa oscura noche prehistórica, hasta tiempos relativamente modernos y donde no resulta difícil –otra cosa es la interpretación- intuir cómo los diferentes arquetipos fueron amoldándose a las circunstancias particulares de cada época y a las habilidades individuales de aquellas manos, generalmente anónimas, que los representaron, independientemente, también, de cuál fuera el soporte físico que utilizaran para hacerlo. Tomemos al respecto un atajo, dejando para otro momento y lugar multitud de épocas e infinidad de objetos –incluidas las exquisiteces celtíberas, que para eso Numancia, sus ruinas y su gloria distan apenas una docena de kilómetros- y pasemos directamente y sin llamar, a esa pequeña sala de la planta baja, donde visigodos, árabes y cristianos continúan dirimiendo diferencias en fragmentos de hermenéutica cuyo trasfondo la gente, por lo general, obvia en considerar, embelesada bien en su singularidad bien en su estética o bien en una dosis proporcional de las dos. Es precisamente al lado de uno de estos fragmentos –parte infinitesimal de un artesonado de madera procedente de Caltójar, seguramente de la iglesia de San Miguel, que representa con delineados trazos románicos una extraordinaria fiera, posiblemente un león, surgido de la fértil imaginación del desconocido artista- donde un objeto de singular belleza y regulares proporciones ha de atraer irremisiblemente su atención, con el poder de seducción de  la perfección y el drama que representa. Se trata de una tabla del siglo XVI, anónima, por supuesto, considerada como de la Escuela Castellana y donada por el pueblo de Peroniel del Campo, interesante lugar situado en las proximidades, a tres kilómetros de distancia de Almenar, en cuyo término se eleva el castillo donde vivió Leonor, la primera esposa de Antonio Machado y donde se levanta uno de los santuarios más milagrosos de Soria, el de la Virgen de la Llana, en pleno Camino de Santiago castellano-aragonés. La tabla en cuestión, reproduce un Calvario, una escena aparentemente conocida y tratada en el Arte hasta la saciedad, pero en cuyo trasfondo se advierte ya uno de los mitos más antiguos de la Humanidad: el sacrificio del dios.



Partiendo de este mito primigenio y suponiendo que no nos encontramos en condiciones o con la suficiente cualificación técnica para hacernos una idea mental aproximada de la geometría sagrada que determinan la posición, longitud y anchura de cada uno de los personajes y objetos hasta conseguir el milagro del ritmo y la perfección, tratemos, al menos, de vislumbrar, detrás de lo aparente, parte de esa hermenéutica de la imagen –como diría Castelli-, dejándonos seducir voluntariamente por el veneno heterodoxo de la serpiente que se oculta detrás de esa aparente normalidad. Normal podría parecer, a priori, ese cielo gris oscuro que va tornándose negro, preludio del eclipse que mencionan los Evangelios y que, supuestamente, coincidió con el momento de la expiación, y que además, en la escena contrasta con la blancura de los edificios que se encuentran al fondo, convenientemente protegidos por torreones amurallados que, simbólicamente, representarían la ciudad de Jerusalén. Pero el paisaje, si lo observamos con atención, es extraño, fecundo, primaveral –detalle éste, coincidente con el momento en el que se realizaban numerosas celebraciones paganas de la fertilidad-, como así lo demuestran árboles y tierra en plena expansión vital, incluido el río que se aprecia a la izquierda, que denota cierto alegre caudal. Extraña podría parecer, por otra parte, la forma del pequeño montículo que se aprecia justamente a la derecha, delante del árbol situado entre las caderas del Crucificado y el Evangelista, el cual que parece adoptar la forma de una pavorosa bestia cornuda, con sus cuartos delanteros apoyados sobre aquél, como se puede apreciar en numerosos capiteles románicos. No niego que pueda tratarse de una coincidencia, pero me parece significativo resaltarlo. El objeto martirial, también es interesante, pues se trata de una cruz Tau, modelo adoptado por antonianos y templarios –para éstos, era una de sus cruces más sagradas-, y como firma por San Francisco de Asís, siendo el símbolo que protegía las casas de los israelitas en tiempos inmediatamente precedentes al Éxodo, cuando Dios envió al ángel de la muerte a llevarse consigo –preferible a decir exterminar, puesto que se trata de otra matanza de inocentes- a los primogénitos de Egipto. Otro de los símbolos interesantes, que aunque bastante corriente en su diseño, suele pasar también muy desapercibido, es la corona de espinas, que adquiere la forma inequívoca de un símbolo universal: la doble espiral. Dentro del drama escénico, pero lejos de otras brutales representaciones, el Cristo ejecutado no es un Cristo doloroso, sino que, por el contrario, obviando el detalle de la herida del costado y los clavos de pies y manos –tres, a diferencia de las representaciones románicas que presentaban cuatro-, el artista compuso una esbeltez perfecta, ajena por completo al sufrimiento y la tortura, resaltando las rótulas –a la altura del rostro de María Magdalena- que permanecen incólumes, ajenas a las terribles fracturas de numerosas representaciones. No parece haber consanguineidad entre los rasgos de Madre e Hijo, detalle que precisamente caracterizaba a las antiguas representaciones románicas. Profundizando en el tema, y observando las facciones de los personajes, cabe preguntarse, en primer lugar, el por qué de esa mirada de la de Magdala, fija e inmutable en su mano izquierda, que muestra cuatro dedos y sujeta parte del lienzo mortuorio, que se despliega, ayudado por la mano derecha, adoptando la forma de una serpiente. Sí parece existir, sin embargo, un cierto parecido entre los rasgos faciales de ésta y el Evangelista -¿una referencia a aquello que, psicológicamente y siglos más tarde, Jung definió como anima y animus, aplicable en otros casos, a los ladrones que los Evangelios afirman que fueron también crucificados junto a Jesús?-, que ocupa la parte derecha de la tabla. Obviando el simbolismo anexo a los colores –que en parte, también coinciden en ambos personajes-, otro detalle interesante es esa tibia, de tamaño desproporcionado, que se aprecia por encima de la calavera. Una calavera, que se mantiene apartada de la base del madero, como si el autor –a propósito o por ignorancia- hubiera obviado la referencia simbólica al cráneo de Adán, del que, según la tradición, brotó el árbol cuya madera habría de formar precisamente la cruz en la que realizar el sacrificio expiatorio del Pecado Original.

En fin, como dijera D. Antonio Machado: -Yo no sé de leyendas de antigua alegría, sino historias viejas de melancolía.

(1) Reconstruida con gran parte de los sillares y la ornamentación de la iglesia de San Nicolás, cuyas ruinas han de situarse en las proximidades y donde todavía se conservan, a duras penas, unas genuinas pinturas románicas que representan el asesinato del Arzobispo de Canterbury.

martes, 19 de abril de 2016

Leache, un precedente románico del Hombre Universal de Da Vinci


'Prosiguiendo con el lenguaje de la geometría oculta, el pentalfa y el hexagrama surgen del inconsciente colectivo y hablan en el idioma de los sueños a la conciencia despierta. Su significado universal y atemporal los convierte en umbrales que nos comunican con nuestro ser más profundo y auténtico'.
[Xavier Musquera (1)]

El idioma de los sueños. Posiblemente, no haya existido una época y un estilo artístico que mejor lo definan, como la Edad Media y el que quizás sea, con diferencia, su modo expresivo más generalizado: el románico. Xavier Musquera -infatigable amigo e investigador, desgraciadamente fallecido en diciembre de 2009- fue, no me cabe la menor duda, uno de esos pocos afortunados -cuando no, románticos buscadores- que mejor supo penetrar en el universo de este milenario idioma al que hacemos referencia, cuyo incombustible vehículo de expresión, aunque huelgue precisarlo, no es otro que el propio símbolo.

Tampoco cabe duda, de que Navarra, a la postre, es también una tierra afortunada; una tierra que ofrece, bien en conjunto bien individualmente, una rica variedad artística y por añadidura, simbólica, donde posiblemente influyera en el pasado su estratégica situación dentro de las principales rutas de peregrinación del Camino de Santiago. Si el descubrimiento de los restos del Apóstol supuso un espectacular revulsivo para el comercio y el desarrollo de las ciudades, no lo fue menos para la introducción, en una Península Ibérica prácticamente dominada por el poder musulmán, de conocimientos, ideas y formas de expresión, que habrían de conseguir su máxima exponencia en el conjunto global del Arte. Un Arte, eminentemente religioso, que intentaba imitar a Dios, aspirando a la perfección como modelo base de sublimidad y expresión. Hasta qué punto se consiguió, basta echar un sólo vistazo a numerosas iglesias y catedrales, para darse cuenta de ello. Para alcanzar tan sublimes niveles, Magisters y canteros no tuvieron mejor opción que aprender el lenguaje de Dios: la voz del mundo, la voz del símbolo, Matemática y Geometría. El poder de la Creación, complementado, a su vez, por otras disciplinas, como la Música. No debe resultarnos extraño, por tanto, que el pensamiento medieval considerara a estos lugares, sobre todo a las catedrales, como auténticas universidades donde la piedra manifestaba un saber profundo, capaz de hacernos enmudecer hoy en día.

Leache, es un municipio situado dentro de la denominada Merindad de Sangüesa, en la vertiente meridional de la Sierra de Izco -relativamente cerca de Olleta y el Alto de Lerga-, y dista, aproximadamente, unos cincuenta kilómetros de Pamplona, capital de la Comunidad Foral de Navarra. Su historia, al menos a partir de agosto de 1195, está ligada a la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén, habiéndole sido donada por uno de los reyes más carismáticos de la historia de Navarra: Sancho VII, apodado el Fuerte, a quien se recuerda, principalmente, por haber tomado parte en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa -llamada también, Batalla de los Tres Reyes-, acaecida en julio de 1212. De hecho, su sepulcro ocupa un lugar relevante en la Capilla de San Agustín, anexa al claustro de la Colegiata de Santa María, en Roncesvalles, donde también se conservan las cadenas que quitó de la tienda del Miramamolín almohade, las cuales, a partir de entonces, comenzaron a formar parte del escudo de Navarra.

A los hospitalarios se atribuye la construcción de la iglesia de San Martín de Tours, situada en la parte más alta del pueblo, de la que sólo se conserva el hueco vacío de su planta y parte del muro que constituía su espadaña, reaprovechado en la actualidad como frontón. De hecho, la casona más cercana, situada justamente enfrente, fue en tiempos la casa y posiblemente también el recinto hospitalario de estos monjes guerreros, cuya historia tomó derroteros muy diferentes a la de los templarios, convirtiéndoles, de hecho, en receptores y herederos de muchos de los bienes de aquéllos, una vez suprimida la orden a comienzos del siglo XIV.

Todavía se comenta en el pueblo, la antigua creencia de que existe un túnel que conectaría dicha casa con la defenestrada iglesia de San Martín, aunque, como en muchos otros casos, tengan que ver con templarios o con hospitalarios, nunca se hallado tal. Por lo demás, no sólo la piedra, inapreciable tesoro de la época, sino también muchos de los ornamentos que en aquéllas postrimerías del siglo XII debieron hacer de éste un templo hermoso y de cierta relevancia, han corrido una suerte desigual, repartidos entre las casas del pueblo, la iglesia de la Asunción y el Museo de Navarra. Es precisamente en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, demasiado transformada a lo largo de su también longeva historia, donde han ido a parar una o dos de las portadas principales del templo de San Martín. La primera, cegada, luce en su tímpano un crismón y hermosos entrelazados de posibles connotaciones célticas que, a juzgar por los restos de arena, debió de permanecer enterrada durante mucho tiempo, detalle que, como en el caso de la portada oeste de la iglesia vallisoletana de Santa María de Wamba, contribuyó al menos a mantenerla en relativo buen estado. La segunda portada, aquélla que se corresponde con el acceso principal al templo, luce también un crismón en la parte central, mostrando en uno de los lados, con todo detalle, el magicum perpetuum o estrella de cinco puntas, que incluye una figurita humana en su centro, comparable, en buena medida, a la idea del hombre universal posteriormente utilizada  por Leonardo Da Vinci en su denominada obra, el hombre de Vitrubio.

Este arcano símbolo de perfección -no olvidemos que su forma tiene numerosos antecedentes en la Naturaleza- ha sido conocido por muchos nombres a lo largo de la Historia: pentagulum o pentaculum; signum Phytagoricum -porque representaba a sus seguidores, los denominados pitagóricos- e incluso también, en ciertos ambientes europeos, como se aventuraba en la entrada anterior, pie de druida.

Tal vez su presencia en el tímpano del pórtico principal de acceso a un templo cristiano no sea tan descabellada, como pudiera pensarse a priori, y mucho menos asociativa con las fuerzas oscuras, como se ha llegado a considerar en épocas de superstición y oscurantismo, una vez desvirtuada y demonizada su representatividad original, y tenga una relación con esa filosofía pitagórica, bajo la que representaría la armonía del cuerpo y del alma, constituyendo, por otra parte, un emblema de salud. Y su presencia en un templo cristiano indique, como opinaban los grandes filósofos de la Antigüedad men sana in corpore sano: cuerpo sano y espíritu -mente- sano.


(1) Xavier Musquera: 'Ocultismo Medieval', Ediciones Nowtilus, 1ª edición, junio de 2009, página 233.

lunes, 18 de abril de 2016

Cuando un arquetipo se desdobla



En ocasiones la óptica, un rayo de sol y un momento idóneo –casual o causal-, nos ofrecen la oportunidad de contemplar, in situ, lo que, metafórica o comparativamente hablando, se podría definir como el desdoblamiento de un arquetipo. Hace algunos años que tuve la oportunidad de descubrirlo, jugando con la cámara y la perspectiva, en un lugar que además de llamar la atención por la fascinante belleza de su entorno natural, habría que añadirle la genialidad de una ermita románica del siglo XIII que apuntaba ya maneras góticas, así como también la mediática aureola de misterio y leyenda que envuelve siempre todo aquello relacionado con una orden de caballería medieval de monjes-guerreros, que escribieron gloriosas páginas en la Historia bajo el nombre de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón: la ermita de San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos. El arquetipo en cuestión, presente en prácticamente en todo recinto sagrado –objetiva e intencionadamente a la vista, o bien oculto en esa dimensión geométrica en la que se conjugan espacios, volúmenes, dimensiones, diseño, mitos y ritos-, no es otra que la estrella de cinco puntas, pentalfa o estrella remfan, cuya trascendencia arquetípica ha generado numerosas referencias y asociaciones a lo largo del tiempo, constituyendo una parte interesante de todo símbolo primordial, que en forma de ornamento –recojo en esto, parte de las valiosas opiniones de Titus Burckhart- terminan integrándose en el folklore popular. Desde este punto de vista, es precisamente este folklore, rico y variado, el que nos ofrece, cuando menos, una visión dual, que recoge esos dos extremos contrarios pero complementarios, puesto que sería impensable suponer la existencia del uno sin el otro, siendo básicamente los pilares centrales de todo mito: bien y mal, positivo y negativo, blanco y negro, arriba y abajo, etc. Desde esta perspectiva, y como símbolo positivo, este primigenio arquetipo –al que en algunos países europeos, se denomina pie de druida, y que además algunas fuentes identifican como el símbolo de reconocimiento que otorgó Dios a Caín para que se respetara su vida, después de consumar el asesinato de su hermano Abel, siendo utilizado como distintivo por los pitagóricos o seguidores de Pitágoras-, ha tenido una generalizada asociación, no sólo con la idea de perfección, sino además, con la de vitalidad y salud o magicum perpetuum.

Uno de los grandes genios del Renacimiento, Leonardo Da Vinci, lo utilizó para representar, en su denominado Hombre de Vitrubio, la idea del Hombre Universal, si bien es cierto que ese mismo diseño –más primitivo, evidentemente, pero tal vez con el mismo sentido y finalidad-, sirvió, sorprendentemente, como parte creativa de la ornamentación de una portada románica del siglo XII que, cambiada de su emplazamiento original, se puede contemplar actualmente en la iglesia de la Asunción, situada en la localidad navarra de Leache. Como contrapartida negativa, su asociación con la brujería y la magia negra, dependiendo de la inversión de su polo central, ha desvirtuado por completo su imagen, sirviendo, así mismo y en épocas medievales, para señalar al avaro y al judío (1), de igual manera que otros símbolos primordiales, como la pata de oca o runa de la vida, se utilizó para señalar, con fines netamente discriminatorios, a un colectivo muy particular del Valle del Baztán: los agotes. Curiosamente, la literatura artúrica medieval –consentida, pero a la vez bastante desprestigiada por la ortodoxia eclesial por su rica abundancia en símbolos paganos- lo utilizó, como distintivo de uno de sus mejores caballeros, Sir Gawain, como así se narra en la aventura del Caballero Verde.

Poco menos que único en su género –el pentaculum de San Bartolomé, está conformado por corazones entrelazados- es un símbolo que localizado a ambos lados del transepto de la nave, abre y cierra dos significativas capillas: la de la Virgen de la Salud y la del Santo Cristo de la Agonía. Se supone, que durante el solsticio de invierno, un rayo penetra precisamente por la estrella situada en el lado sur del transepto e ilumina una losa del suelo, a pie de la capilla de la Virgen de la Salud, marcada con una cruz patada. Un centro que señalaría un foco telúrico de gran intensidad, donde generalmente la gente se descalza para beneficiarse de sus supuestos efectos benéficos y donde, al parecer, también antaño se situaba a los enfermos, incluidos los paralíticos, a los que se colgaba de una polea situada en el techo. En la actualidad, dicha polea está descolgada y oculta detrás del retablo de la Virgen. Situados en este punto, es donde se consigue el efecto con la cámara, mucho mejor y más definido que si se hace desde el lado contrario, es decir, desde el pie de la capilla del Santo Cristo de la Agonía. La particularidad radica en que, si bien el cantero realizó el pentáculo con la punta principal orientada hacia abajo, hacia la tierra, el efecto óptico, a través de la cámara consigue que ésta, perfectamente definida, como se aprecia en el vídeo, apunte hacia arriba, hacia el cielo. Es decir, como es arriba, así también es abajo. Serpientes en la tierra, dragones en el cielo. Cabe suponer, por tanto, una intencionalidad digna de una obra de arte.

(1) Tal sugerencia, me fue realizada en el año 2010 por Laura Alberich y Manuel Gila, amigos del grupo Salud y Románico, contemplando uno de los magníficos capiteles del interior de la iglesia de San Martín, en Frómista, Palencia.