lunes, 3 de octubre de 2016

Monasterio de Santa María de Huerta: capilla de la Magdalena


Aun a la vista, pero sorprendentemente menos conocido por el público en general, uno de los mayores enigmas sobre los que se puede especular en relación a este imponente conjunto histórico-artístico que es el monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, no es otro que la temática de esas fascinantes pinturas románicas que, situadas en uno de los absidiolos de la iglesia, hacen referencia a uno de los temas que más quebraderos de cabeza ha proporcionado a la ortodoxia eclesiástica oficial –quien, también por otra parte y a su manera, evidentemente, supo sacarle un espléndido partido- a lo largo de los siglos, y que todavía, a estas alturas del siglo XXI, continúa vertiendo, como un inagotable manantial, verdaderos ríos de tinta: María Magdalena.

Los frescos, datados, quizás con algo de premura, en el siglo XIII, fueron descubiertos en 1970, cuando la casualidad quiso que salieran a la luz en el transcurso de una remodelación de la iglesia, y a pesar de no haberse conseguido su total recuperación, muestran, no obstante, los suficientes elementos como para considerarlos de una importancia bastante más que relativa. El tema principal y a la vez, podría decirse que novedoso, es la disposición del Pantocrátor ocupando el hueco del ventanal, con lo cual, además, se consigue el efecto de que éste constituya básicamente el primer foco de atención, dando la impresión al observador de que la figura hierática del Salvador le está bendiciendo, cuando no –en este sentido, puede ser revelador, si lo consideramos como un detalle no exento de intencionalidad, en el que quizás se quiso recalcar el simbolismo añadido al típico héroe solar-, la luz del propio Sol –el Sol invictus- colándose por la abertura, de tipo saetera, a primera hora de la mañana. Por debajo, y a ambos laterales, dos escenas, estrechamente relacionadas, merecen también su foco de atracción: a la derecha, parte de la Pasión, con un Cristo dirigiéndose al Calvario, portador de un tipo de cruz muy especial, como es la Tau y la presencia de los ángeles turifarios, portadores de los objetos relacionados con la tortura. Y a la izquierda, la escena más relevante: aquélla en la que Cristo, una vez resucitado, se aparece a María Magdalena y ante el intento de ella de abrazarse a Él, las palabras del Maestro han pasado a la Historia en su acepción latina de Noli me tangere; es decir, No me toques. Obviamente, lejos de constituir una escena más, su trasfondo emotivo radica, como muchas veces se ha discutido, en la importancia extraordinaria que tuvo esta figura para Cristo, hasta el punto de gozar del privilegio de ser la primera persona a quien se apareció y a quien, metafóricamente hablando por su sentido de mensajero, convirtió también en ese ángel que habría de llevar la buena nueva a unos discípulos, hombres, abatidos por el miedo y la vergüenza.

Tal vez, recogiendo en parte el guante de la metáfora que se acaba de presentar, el artista considerara como ha lugar, por su importancia, la escena inmediatamente inferior a ésta, que no es otra que la Anunciación, donde Gabriel a la izquierda y María a la derecha desempeñarían –comparativamente hablando, por supuesto- ese papel de Dióscuros con el drama desarrollado por encima de ellos. Pero, también en la parte superior, concretamente por encima de donde Cristo carga con la cruz, aparece representada otra Anunciación: ¿por qué?. He ahí otro enigma, pues en ésta pequeña representación, hay un objeto peculiar: una vasija o recipiente de tamaño desproporcionado. Por debajo, y como colofón a toda la escena, lo que podría ser una referencia a la muerte del padre espiritual del Císter: Bernardo de Claraval, padrino, además, de su brazo armado: la Orden del Temple.


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