Su situación, podría definir, a la perfección, cualquiera de
esos pintorescos pueblecitos montañeses que tanta ensoñación provocaban en el
ánimo de Hermann Hesse durante sus liberadores paseos por los Alpes, hasta el
punto de inspirarle un hermoso librito, de textos y poemas, que, como no podía
ser de otra manera, lleva por título el cariñoso apodo por el que yo mismo fui
conocido, hace ya, en cuanto a mis recuerdos se refiere, toda una eternidad: el
Caminante. Pero no tengo constancia de que Hesse, como aquél otro inolvidable
navegante del inconsciente colectivo, C.G. Jung, se tropezaran, en su camino,
con algo tan artístico, tan simbólico y tan fundamental, como ésta maravillosa
pila bautismal, que todavía ejerce su sana y resiliente labor, apartada en un
oscuro rincón, entre la nave y el coro de la vieja iglesia de un pueblo venido
a menos, perdido en las infinitas soledades de la ardua e inexorable meseta
castellana.
Por supuesto, nada se sabe del anónimo cantero que la labró, salvo -y esto son especulaciones propias- que debió de ser, en una era tan temprana, como el siglo XII, otro navegante de los mares de lo Incognoscible, que, con una habilidad casi infantil, labró en ella los dos símbolos más representativos, a mi juicio, de la vida: el laberinto y el báculo de la maestría. La vida, que para un cristiano comienza con las aguas del bautismo y cuya travesía, como la del héroe Ulises, supone un cúmulo de situaciones laberínticas, donde existir ya se convierten en una apasionante aventura, cuyos caminos no siempre llevan al centro y donde cada traspiés puede servir como impulso para volver a empezar y continuar avanzando, siendo, los triunfos y los fracasos, esa dura prueba de selectividad que te hace alcanzar el báculo de maestro, si bien es cierto, que, como dijo muy acertadamente Antonio Machado, tarde sabemos lo que se puede llegar a aprender.
Its situation could perfectly define any of those picturesque little mountain villages that provoked so much reverie in the spirit of Hermann Hesse during his liberating walks through the Alps, to the point of inspiring him a beautiful little book of texts and poems, which, as it could not be otherwise, its title is the affectionate nickname by which I myself was known, as far as my memories are concerned, an eternity ago: the Walker. But I am not aware that Hesse, like that other unforgettable navigator of the collective unconscious, C.G. Jung, they will stumble upon, on their way, something as artistic, so symbolic and so fundamental, as this wonderful baptismal font, which still carries out its healthy and resilient work, secluded in a dark corner, between the nave and the choir of the old church of a town that has fallen into disrepair, lost in the infinite solitudes of the arduous and inexorable Castilian plateau.
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