jueves, 18 de mayo de 2017

Una Virgen Negra de nombre Blanca


Toledo y su magia, siempre latente incluso en los más inesperados rincones. No en vano, podría considerarse como una pequeña Jerusalén, comparativamente hablando y pensando en un merecido término como es el de Axis Mundi, a la vera de cuyo río Jordán, ese Tajo melancólico, espejo tamizado de narcisos para recreo de una luna que cada noche medra bajo los suspiros primordiales de una cohorte de fieles ocas, los antiguos misterios renacen emparentados con la sombra de la infinidad de culturas que por o pro, buscando o empujados por Sophia, fueron asentándose en las escarpas de su fértil lomo de dragón dormido en un sueño eterno. Muchos son, precisamente, los enigmas y misterios, que aun provenientes de ese mundo donde habitan los sueños –terrible, pero al que se puede descender con un simple pisotón en el suelo, como afirmaba Mefistófeles-, aguardan impasibles, heridos quizás por el olvido pero paradójicamente respetados por el tiempo, a todo aquél que encarándose con ellos, no cometa el mismo error que Parsifal y reservándose para sí mismo la pregunta, continúe su camino sin mirar siquiera un momento atrás, ni despegar sus labios para pronunciarla.

Morena soy pero hermosa, decía la sulamita del Cantar de los Cantares, a unas hijas de Jerusalén que la miraban con recelo, condicionadas por la androlatría impuesta por un celoso Yahvéh, en una sociedad, la semita, que ya comenzaba a poner en práctica el más persistente y posiblemente el más cruel, también, de los grandes apartheids: la exclusión de la Diosa y su mundo. Procedentes de aquellos barros (1), donde se potenciaba el hemisferio dextrógiro –como demuestran las exclusivas referencias a la mano diestra de Dios-, vienen estos lodos levógiros, que en ocasiones llaman la atención, ejerciendo una fascinante seducción hacia el lado marginal de la poesía y la creatividad. Derecha e izquierda, poesía y creatividad, blanco y negro podría decirse que se tienden la mano en un fraternal abrazo, en ésta peculiar imagen mariana, en cuyas características podrían apreciarse esos caldos de cultivo bernardinos que caracterizan a las matres cistercienses, pero que incluso van mucho más allá de esa forzada afectividad con las que el gótico comenzó a mirar hacia otro lado, alejándose del intrínseco hieratismo de sus precedentes románicas.

Como el Sol de Andalucía, esa blanca manzanilla, o como la Blanca Paloma, que de sus orígenes negros todavía conserva, como muchas otras, el capirote o manto de forma triangular, la Virgen Blanca que domina el coro de la catedral de Toledo, nos invita a observar. En sus juegos con el Niño, hay picardía y deseo de tregua, en un pacto sin precedentes donde su sonrisa, que se podría calificar de leonardesca –es decir, singular, fascinadora y enigmática según manifiesta Sigmund Freud en su obra Psicoanálisis del Arte, quien además cita a Muther, con el añadido aplicado de demoníaco encanto-, se ve compensada por la concordia de la mano de aquél acariciando su mentón. Un mentón que, por añadidura y curiosamente, parece formar –o quizás sea un efecto óptico que depende del ángulo con que se mire-, esa bola que por derecho propio la corresponde y que, como menor de los males, se ve obligada a compartir.


(1) Con el permiso de mi querido amigo y Maestro, don Rafael Alarcón Herrera.

viernes, 28 de abril de 2017

Una brillante Epifanía, atribuida a Gil de Siloé


'Se ha dicho que el arte de Leonardo despojó a las imágenes divinas de sus últimos restos de rigidez eclesiástica y las humanizó para representar en ellas elevadas sensaciones humanas...'.`
[Sigmund Freud (1)]

Se considera la obra cumbre de aquél pequeño conjunto de maravillas artísticas que, como ya se comentaba en la entrada anterior, conforman este pequeño pero genuino museo , contenido y continente, en algunas de las salas del claustro de ésta magnífica obra gótica, que es la Colegiata de los santos Cosme y Damián de Covarrubias: la Epifanía. O mejor dicho, puesto que hay dos y la otra, en mi opinión, tampoco desmerece en absoluto, la Epifanía atribuida a algún discípulo aventajado de Gil de Siloé –se especula con un anónimo personaje, por cuya actividad en la zona se le denomina como Maestro de Covarrubias-, cuando no al propio Gil de Siloé. La Epifanía a la que venimos haciendo referencia, conforma la parte central de un maravilloso tríptico, de autor igualmente desconocido, en cuyas características se aprecian, sin embargo, notables influencias de índole flamenca, cuyos pasajes desarrollan variadas temáticas, no obstante, incidiendo en ese alfa y omega, ciclo u ouroboros figurativo, del sacrificio divino, exponiendo las principales y conocidas pautas, que en este caso, corresponderían a la Natividad, al Bautismo y la Transfiguración, reservándose el último motivo, como referencia a los santos titulares de la Colegiata, a los que acompañan dos figuras: una, representando a San Antonio y otra que, se supone, corresponde al donante de la obra, en éste caso, también anónimo, aunque, por la tonsura que se aprecia en su cabeza, debió de ser algún miembro de la curia, y además, como patrocinador, de cierta relevancia o posición social. Extraordinaria escultura en madera, y conservando prácticamente inalterable su policromía original, la perfección de sus detalles, ciertamente emociona. La riqueza de expresión de los personajes, su naturalidad y también su complejidad hacen pensar en réplicas del natural, comparativamente hablando, sugiriendo el posado de personajes auténticos, comparable a algunas representaciones renacentistas italianas, como por ejemplo, aquélla realizada por Bottichelli en el año 1475 –año del nacimiento de Miguel Ángel-, pintando a Lorenzo de Médici y a los miembros de su corte, como testigos en esta misma escena de la Adoración (2).

Humana podría considerarse –siguiendo la afirmación de Sigmund Freud con respecto al arte de Leonardo da Vinci-, esa innata virtud que hizo al hombre avanzar, la curiosidad, que denota el Niño acercando su mano al borde de la copa abierta que le ofrece Melchor y atisbando en su interior, mientras la mirada de la Madre permanece ausente, ligeramente arrobado y a la vez regio el rostro, tal vez cohibida, inmerso su pensamiento en el papel que la ha correspondido interpretar en esta jugada divina de dados, en la que ha sido elegida, a su vez, también como receptáculo de la semilla divina. Su frente, despejada, recuerda en parte y comparativamente hablando, aquélla pariente, majestuosa y hierática, que en la catedral de Zamora conocen popularmente como la Virgen Calva y cuya característica –la frente, inconmensurablemente despejada-, parece corresponderse con ciertos rasgos que se aprecian en los principales personajes de gran número de pinturas flamencas de los siglos XIV al XVI. Llama la atención, así mismo, el críptico mensaje que se aprecia a todo lo largo del borde de su manto. Un manto, cuyos pliegues, por su forma, recuerdan a Filón de Alejandría y su teoría de los triángulos –detalle que se localiza en la ornamentación de no pocos templos románicos-, señalando hacia abajo, hacia la tierra, hacia ese útero natural que es la caverna, y por defecto, el mundo de Hécate, de Proserpina, de Cibeles…en definitiva, el mundo de la Diosa.

Ahora bien, por detalles, no deja de ser interesante y a la vez motivo de reflexión y detalle poco corriente, ver la cruz que cuelga del cuello del Fusco o rey negro, Baltasar, que sugiere una unificación de credos bajo tal símbolo, que lejos estuvo y está de haberse realizado o de llegar a realizarse. Interesante es, por otra parte, el atuendo de Gaspar, que recuerda a esos metafóricos reyes pescadores, los santiagos y los roques peregrinos, cuyas representaciones tanto abundan en las ermitas e iglesias de los caminos. Pero más que el atuendo, propiamente dicho, llama poderosamente la atención, su rosto: taurino, si se permite tal descripción, poblado de cabellera y barba, comparable, salvando las distancias, si no a esa testa de buey que se aprecia en el pesebre y que queda situada a la altura de la copa que sostiene en su mano, sí al menos recuerda las antiguas representaciones regias mesopotámicas.

Por último, e independientemente de lo que podríamos extendernos repasando la multitud de detalles, comentar la presencia, también en la presente Epifanía, de la figura de un perro, sentado sobre sus cuartos traseros y con la cabeza alzada: ¿ladrando al Sol?. ¿A la Luna?. En definitiva: una obra maestra, de la que no es extraño que se sientan tan orgullosos en Covarrubias.



(1) Sigmund Freud: 'Psicoanálisis del Arte', Alianza Editorial, S.A., 2ª edición, Madrid, 1971.
(2) Benjamin Blech y Roy Doliner: 'Los secretos de la Capilla Sixtina', Santillana Ediciones Generales, S.L., 1ª edición, Madrid, enero de 2010.

sábado, 8 de abril de 2017

La Colegiata de Covarrubias: un legado histórico, artístico y cultural


'- ¿Qué es lo que tengo que buscar? -le preguntó Ileana.
- Escapar del Tiempo, salir del Tiempo. Mire bien a su alrededor: están haciéndole señales por todas partes. Fíese de ellas, sígalas...' (1)

Situada a la vera de un río legendario, el Arlanza, y en las proximidades de dos inestimables hitos históricos, como son Santo Domingo de Silos y el por desgracia arruinado monasterio de San Pedro -cuya portada principal, se expone en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, habiendo volado, no obstante, sus maravillosos dragones y otras extraordinarias pinturas románicas a los museos metropolitanos del Nuevo Mundo-, Covarrubias es uno de esos lugares privilegiados que ofrece -sin necesidad de sofisticados artilugios ni tampoco la obligación de recurrir a las excentricidades de H.G. Wells, pero sí haciendo caso de los consejos de los protagonistas de la fantástica novela de Mircea Eliade-, un pequeño viaje en el Tiempo. Su protagonismo, junto con Taranco -donde se hace mención por primera vez del término Castilla- y las figuras inolvidables -que para eso tenemos otra joya universal, como es el Romancero- del conde Fernán González y su esposa doña Sancha, en los orígenes de ese fenómeno potencial que fue y continúa siendo Castilla -incluso sin la figura en cuerpo presente de su más íntimo cronista, Miguel Delibes-, hacen de Covarrubias un lugar donde saborear algo más que buen pan, buen vino y mucho mejor cordero: saborear un suculento plato aderezado con una mezcla inaudita de Arte e Historia. Y uno de los lugares más completos, y desde luego, más recomendables para hacerlo, no es otro que la Colegiata -dedicada a las figuras de los santos gemelos y médicos, Cosme y Damián-, y ese pequeño pero valiosísimo tesoro que se custodia con celo en varias salas de su hermético claustro, detrás de una cabecera que todavía exhibe con orgullo los sepulcros de los referidos y carismáticos condes.

En efecto, dejados atrás esos arquetipos hermenéuticos amoldados al estilo gótico que define ésta hermosa construcción del siglo XV -no faltan en los capiteles de sus hercúleas columnas, granadas referencias a esa sumersión o emersión en el inconsciente, como probablemente C.G. Jung hubiera considerado a los conocidos green-men u hombres verdes que tantas alusiones contiene el estilo inmediatamente anterior, como es el románico; o la presencia, siempre amenazante de los dragones o las serpientes aladas, cuyo mito tanto influyó en muchas de las representaciones y leyendas medievales; o los rostros demoníacos, que observan vigilantes con los dientes apretados, seguramente hartos de mirar sin ver, como diría Machado; el magnífico púlpito policromado, con mensaje aleccionador incluido, sostenido por dos fieros pero a la vez ambiguos grifos; o incluso esa artística unión de los contrarios, genuinamente representada en el Sello de Salomón del óculo que se eleva por encima del coro, elaborado de tal forma, que en su centro se aprecia un octógono en el que está encajada una hermosa cruz patada-, y a escasos metros también del sepulcro donde los restos mortales de una desafortunada princesa vikinga -Cristina de Noruega-, duermen su eterno y legendario sueño, custodiada por la bandera del país que la vio nacer y la bandera del país donde la muerte la esperó, las antiguas dependencias capitulares acumulan un arte de siglos, proclamando en su carismática soledad, una atención que sin duda alguna merecen. No es, por tanto, baladí ni exagerado -y esto se comprende inmediatamente cuando se ve-, que en Covarrubias se sientan orgullosos de algunas de las valiosisimas piezas que conforman estas microcósmicas y comparativamente hablando Edades del Hombre, incidiendo, sobre todo, en ese magnífico retablo de la Adoración de los Magos, atribuido a Gil de Siloé -o a su taller-, o esa maravillosa Virgen de la Sabiduría, con mil y un detalles, obra de aquél notable maestro flamenco que fue Jan van Eyck.

Pero en esta línea,  capaz, así mismo, de hacer aflorar el más obstinado espíritu de la sensibilidad, otra Adoración de los Magos, menos espectacular, quizás, que la atribuida a Siloé, pero hermosa también como pocas -independientemente de haber sido, podría decirse que re-policromada en época relativamente moderna-, llama poderosamente la atención por la riqueza de sus detalles y arquetipos -donde puede hacerse mención especial a la presencia de un perro, animal emblemático y generalmente acompañante de diosas de complejo carácter ctónico, como Proserpina, además de ser la forma ideada por Goethe, para que se apareciera el Mefistófeles de su Fausto, es decir, ese espíritu del mal que, paradójicamente, siempre termina haciendo el bien-, que se localiza muy cerca de donde varias vírgenes románicas -entre ellas la Virgen de Redonda y la Virgen de Mamblas-, observan inmutables y hieráticas, auténticas Theotokos o Trono de Dios, hacia universos mitológicos que se pierden en la noche de los tiempos, por delante de algunas figuras deterioradas, románicas también, que representan, entre otros relevantes personajes, a San Antón y Santa María Magdalena. Claro que, apenas inadvertido y con poco pronunciamiento por parte de los poderes fácticos, otro óleo, anónimo y posiblemente de origen flamenco, como muchas otras obras conservadas en este lugar, llama poderosamente la atención, no precisamente porque sea inusual su temática, la Santa Cena, sino porque en ella, de una forma sorprendente, inesperada y totalmente escapista a ese auténtico gran hermano que fue la Santa Inquisición, nos invita ampliamente a especular. Pero eso será parte de la próxima historia.


(1) Mircea Eliade: 'La noche de San Juan', Empresa Editorial Herder, S.A., 2ª edición, Barcelona, 2001.

miércoles, 15 de febrero de 2017

El cenotafio de los Santos Mártires de la iglesia de San Vicente de Ávila


'Dadme flores artificiales -gloria del metal y del esmalte-
que ni se marchitan ni se pudren, con formas que no envejecen.
Flores de jardines maravillosos, de otro mundo
donde moran Contemplaciones, Estilos y Saberes...'.
[Kavafis]

Aun considerando la ingenuidad de la historia de la persecución y el martirio, como afirmaba José María Azcárate (1), uno de los grandes teóricos españoles del arte en general y del gótico en particular, no cabe duda de que el cenotafio de los Santos Mártires de la iglesia-basilical de San Vicente, en Ávila capital, constituye una pequeña obra maestra. No es la única, evidentemente, pero probablemente sí una de las pocas que han llegado prácticamente indemnes hasta nuestros días, con el aliciente de conservar, poco menos que inalterable, su hermosa policromía original. Gracias a ello, posiblemente podamos observar –entre otros muchos-, un detalle que, sin ser tampoco exclusivo o singular, no carece, sin embargo, de cierta intencionalidad: el cabello y la barba dorada del Cristo in Maiestas, que domina, como Pantocrátor, uno de los laterales de un cenotafio que, comparativamente hablando, semejaría a gran escala, esas casitas de muñecas, miniaturistas y artesanales, que tanto éxito tuvieron hasta tiempos relativamente modernos y que todavía, como visión retrospectiva o vintage, continúan generando ideas para las fábricas de juguetes, auténticas espadas de Damocles para un país que siempre destacó por sus magníficos gremios artesanales. 

Políticas y economías aparte –aunque no puedo evitar pensar en ciertas comparaciones con el Grial, en cuanto que da pero también quita la vida-, si bien la obra podría calificarse de anónima en un principio, no obstante y en base a su estilo, hay quien ve la mano del propio Fruchel –Magister, posiblemente de origen franco al que se atribuye, cuando menos, la primera fase de la cercana catedral-, o de algún discípulo de su taller. Tal vez eso explique, en parte, la reseñada característica aria del Cristo –se me ocurre pensar en aquél otro Cristo dos barbas douradas, venerado por los peregrinos en la iglesia de Santa María de Fisterra o su réplica en la catedral de Orense, que arribó a la Costa da Morte, allende los mares-, así como la forma de la mandorla, una auténtica Piscis Vesica con inequívoco aspecto de concha marina –no olvidemos que Ávila es una ciudad peregrina y de peregrinos y que incluso la propia basílica de San Vicente posee influencias compostelanas en su estructura, como podría ser la portada bífora de poniente-, detalle mitológico restituido en el Renacimiento por Bottichelli, en su famosa obra el Nacimiento de Venus. Enigmático podría considerarse también, sin obviar, por supuesto, la probabilidad de adaptación al espacio, la cuestión de la elección del artista del león y del buey –símbolos de los Evangelistas Marcos y Lucas-, en detrimento del águila y del ángel o el hombre, que representarían a Juan y Mateo, respectivamente. ¿Nos ofrece este detalle alguna clave?. Es posible que sí, pero no ha lugar aquí para un debate profundo sobre simbolismo, aunque sí para recordar que estas figuras del león y del buey no son tan antagónicas como puedan parecer a priori y se localizan, enfrentadas y con cierta profusión, en multitud de umbrales de templos románicos, si bien es cierto que en ocasiones, se mezclan con los figuras simbólicas de los otros dos evangelistas aquí supuestamente descartados. Otra de las características, y quizás la imagen más encantadora y a la vez conocida, es aquélla –localizada de manera puede que tampoco casual, en el frontispicio contrario-, que muestra, aparte de la Adoración, el sueño de los Magos. ¿Ofrecería esta disposición, una clave: nacimiento-muerte-renacimiento?. Por otra parte, la leyenda del martirio y descuartizamiento de los santos mártires Vicente, Sabina y Cristeta nos ofrece también claves que, lejos de padecer de ingenuidad, como afirma Azcárate, no sólo nos introducen en ritos y mitos arcaicos, sino que además, nos proporcionan información sobre esa tremebunda literalidad con la que la Iglesia católica politizaba y a la vez demonizaba los antiguos lugares de culto pagano y por defecto, a sus practicantes.

Uno de los ejemplos más aberrantes de cómo en ocasiones,  el Arte puede ser un instrumento para fines mediáticos y religiosos, lo encontraríamos en el cuadro realizado hacia el año 1622 por Juan Andrés Ricci de Guevara, expuesto actualmente en la catedral de Cuenca, que muestra el martirio –o descuartizamiento- de San Serapio, tema y nombre que por sus especiales connotaciones, se tocará más adelante. Aunque han sobrevivido realmente pocos, todavía se puede afirmar que este tipo de cenotafios fue, después de todo, bastante corriente, localizándose, generalmente, en lugares de especial arraigo de culturas precristianas, pudiéndose citar, como ejemplo, el mausoleo de Santa Mariña, en la iglesia del pueblo orensano de Santa Mariña de Augas Santas, lugar de paso de un ramal del Camino de Santiago, de antigua y fuerte presencia celta o el pequeño cenotafio que todavía se conserva en la iglesia soriana de los Santos Mártires, en Garray, situada a escasos metros de distancia de las ruinas de Numancia, donde siempre se habían guardado las réplicas de las cabezas de los santos, hasta su traslado a la parroquial de San Juan Bautista.

De cualquier manera, el cenotafio de los Santos Mártires de la iglesia basilical de San Vicente, es una obra digna de admirarse, que no deben perderse los amantes del Arte en general.


(1) José María Azcárate: 'Arte gótico en España', Ediciones Cátedra (Grupo Anaya), 5ª edición, Madrid, 2010, página 142.

jueves, 5 de enero de 2017

El Árbol y la Madre


'Símbolos maternos casi tan frecuentes como el agua son el madero de la vida y el árbol de la vida. El árbol de la vida empezó seguramente siendo un árbol genealógico cargado de frutos, es decir, una suerte de madre genealógica...'.
[C.G.Jung (1)]

Añadía Jung, allá por noviembre de 1937, en el prólogo a la tercera edición de ese fenomenal y recomendable ensayo que es su libro Símbolos de transformación –un libro sobre el que siempre comentaba, curiosamente, que nunca le había hecho feliz y que había escrito muy a su pesar-, que la historia nos enseña una y otra vez que, en contra de las expectativas de la racionalidad, eso que llamamos factores irracionales desempeñan en todos los procesos de transformación anímica el papel más importante y aun el decisivo. La sincronización, bajo mi punto de vista, podría considerarse un buen ejemplo de cómo esos factores irracionales en ocasiones interactúan sobre el individuo para conseguir que aquello que a priori podría considerarse como una lección teórica, inesperadamente se convierta en un encuentro real y práctico. Los antecedentes, no obstante, son muy simples: la lectura de un libro –el anteriormente citado- en el que el denominado brujo de los Alpes embarca al neófito lector, en una formidable aventura, donde mito y subconsciente se supeditan, principalmente, a ese gran arquetipo universal que es la figura de la Madre. Embarcado, pues, en la lectura de tan exorbitante epopeya, poco podía imaginar que aquello que se me estaba describiendo como parte de ese fascinante universo simbólico por el que navega la humanidad a la vera de la figura siempre mediática y primordial de la Madre, se me iba a presentar, de una manera nítida, tangible y personal -bajo ese hábil disfraz de don Casual con el que a veces nos sorprende ese sibilino joker o fatum con el que los antiguos griegos conocían al destino-, a escasos kilómetros de distancia de mi lugar de residencia y desde una perspectiva absolutamente lúdica y desenfadada, como es una invitación a comer.

La Cabrera, pueblecito situado a unos sesenta kilómetros aproximadamente de Madrid, en el corazón de esa zona privilegiada, a la que, sin embargo y desafortunadamente se la suele denominar como sierra pobre o sierra de Madrid, oculta, a la vera de los emblemáticos picos Cancho Gordo y de la Miel, un verdadero tesoro histórico-artístico, poco o escasamente conocido que, paradójicamente, rompe los viejos tabúes acerca del inexistente románico madrileño: el convento de San Antonio. Si bien muy reformado, mantiene, en excelente estado de conservación, cuando menos una cabecera impresionante, similar, comparativamente hablando, a modelos tan carismáticos y de franca importación, como podría ser, por ejemplo, el desgraciadamente venido a menos monasterio de Santa María de Moreruela, situado en pleno Camino o Vía de la Plata, a una treintena de kilómetros de esa capital del románico como, en justicia, se ha denominado a la histórica ciudad de Zamora. Es decir, consta de un ábside principal y varios absidiolos secundarios. Conserva parte del claustro, posiblemente de origen renacentista –del románico original, nada se sabe o quizás nunca llegara a tenerlo, después de todo-, y no pocos arquetipos dignos de una delirante hermenéutica, distribuidos, casual o causalmente, en los terrenos aledaños: jardines, eremitorios, fuentes, etc.

Cerca del arruinado claustro, y haciendo espejo de esas imaginarias escamas de dragón que identifican a ese Pico de la Miel, cuya forma se reconoce a la distancia se venga o se vaya en cualquiera de las direcciones de la Autovía de Burgos, hay una fuente circular, ouroboros perfecto y símbolo con el que en la Edad Media se identificaba a Dios. Y a escasos metros de ésta, en dirección a esos jardines, que al caer la tarde, semejan esa selva oscura con la que comienza la aventura sobrenatural del genial poeta italiano Dante Alighieri, la primera referencia en ese árbol o arbusto denominado Thuja orientalis o árbol de la vida, cuya madera, paradójicamente, se ha utilizado desde tiempo inmemorial para la fabricación de esos metafóricos caballos de San Miguel o ataúdes, cabalgadura psicopompa hacia el Más Allá –como reconoce Jung (2)-, y por defecto, regreso al seno de la Madre. Una Madre que, con todos sus atributos y rodeada de buena parte de esos arquetipos tan contundentemente desarrollados por C.G. Jung, se nos presenta a continuación, dentro de esa selva oscura y dantesca a la que se hacía referencia anteriormente, de una manera, si no única (3), sí al menos original y poco o nada corriente: hierática, entronizada y negra, como Teothokos o Trono de Dios, utilizando como soporte precisamente el tronco de un árbol. ¿Una Thuja orientalis?. Un árbol, que además, en sus ramas no es difícil apreciar otro arquetipo ancestral y muy ligado al Camino y las peregrinaciones: la pata de oca. Quizás para recordarnos, que si todos los caminos llevan a Roma, también lo hacen a Santiago. Y uno de esos caminos, precisamente, pasó y continúa pasando por aquí.

Arte, mitos y arquetipos...y otros enigmas de la Sincronización.



(1) C.G. Jung: 'Símbolos de transformación', Editorial Trotta, S.A., Madrid, 2012, página 247.
(2) Op. citado, página 323.
(3) Un antecedente similar, por ejemplo, sería la imagen de San Bieito (San Benito) colocada en el tronco de un impresionante carballo, frente a la iglesia del monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil, en la Rovoyra Sacrata orensana. Eso, por no mencionar las numerosas tradiciones y leyendas de apariciones virginales, ocultas las imágenes en el interior de ciertos árboles, siendo, significativamente, uno de los más prolíficos la carrasca o encina.