'- ¿Qué es lo que tengo que buscar? -le preguntó Ileana.
- Escapar del Tiempo, salir del Tiempo. Mire bien a su alrededor: están haciéndole señales por todas partes. Fíese de ellas, sígalas...' (1)
Situada a la vera de un río legendario, el Arlanza, y en las proximidades de dos inestimables hitos históricos, como son Santo Domingo de Silos y el por desgracia arruinado monasterio de San Pedro -cuya portada principal, se expone en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, habiendo volado, no obstante, sus maravillosos dragones y otras extraordinarias pinturas románicas a los museos metropolitanos del Nuevo Mundo-, Covarrubias es uno de esos lugares privilegiados que ofrece -sin necesidad de sofisticados artilugios ni tampoco la obligación de recurrir a las excentricidades de H.G. Wells, pero sí haciendo caso de los consejos de los protagonistas de la fantástica novela de Mircea Eliade-, un pequeño viaje en el Tiempo. Su protagonismo, junto con Taranco -donde se hace mención por primera vez del término Castilla- y las figuras inolvidables -que para eso tenemos otra joya universal, como es el Romancero- del conde Fernán González y su esposa doña Sancha, en los orígenes de ese fenómeno potencial que fue y continúa siendo Castilla -incluso sin la figura en cuerpo presente de su más íntimo cronista, Miguel Delibes-, hacen de Covarrubias un lugar donde saborear algo más que buen pan, buen vino y mucho mejor cordero: saborear un suculento plato aderezado con una mezcla inaudita de Arte e Historia. Y uno de los lugares más completos, y desde luego, más recomendables para hacerlo, no es otro que la Colegiata -dedicada a las figuras de los santos gemelos y médicos, Cosme y Damián-, y ese pequeño pero valiosísimo tesoro que se custodia con celo en varias salas de su hermético claustro, detrás de una cabecera que todavía exhibe con orgullo los sepulcros de los referidos y carismáticos condes.
En efecto, dejados atrás esos arquetipos hermenéuticos amoldados al estilo gótico que define ésta hermosa construcción del siglo XV -no faltan en los capiteles de sus hercúleas columnas, granadas referencias a esa sumersión o emersión en el inconsciente, como probablemente C.G. Jung hubiera considerado a los conocidos green-men u hombres verdes que tantas alusiones contiene el estilo inmediatamente anterior, como es el románico; o la presencia, siempre amenazante de los dragones o las serpientes aladas, cuyo mito tanto influyó en muchas de las representaciones y leyendas medievales; o los rostros demoníacos, que observan vigilantes con los dientes apretados, seguramente hartos de mirar sin ver, como diría Machado; el magnífico púlpito policromado, con mensaje aleccionador incluido, sostenido por dos fieros pero a la vez ambiguos grifos; o incluso esa artística unión de los contrarios, genuinamente representada en el Sello de Salomón del óculo que se eleva por encima del coro, elaborado de tal forma, que en su centro se aprecia un octógono en el que está encajada una hermosa cruz patada-, y a escasos metros también del sepulcro donde los restos mortales de una desafortunada princesa vikinga -Cristina de Noruega-, duermen su eterno y legendario sueño, custodiada por la bandera del país que la vio nacer y la bandera del país donde la muerte la esperó, las antiguas dependencias capitulares acumulan un arte de siglos, proclamando en su carismática soledad, una atención que sin duda alguna merecen. No es, por tanto, baladí ni exagerado -y esto se comprende inmediatamente cuando se ve-, que en Covarrubias se sientan orgullosos de algunas de las valiosisimas piezas que conforman estas microcósmicas y comparativamente hablando Edades del Hombre, incidiendo, sobre todo, en ese magnífico retablo de la Adoración de los Magos, atribuido a Gil de Siloé -o a su taller-, o esa maravillosa Virgen de la Sabiduría, con mil y un detalles, obra de aquél notable maestro flamenco que fue Jan van Eyck.
Pero en esta línea, capaz, así mismo, de hacer aflorar el más obstinado espíritu de la sensibilidad, otra Adoración de los Magos, menos espectacular, quizás, que la atribuida a Siloé, pero hermosa también como pocas -independientemente de haber sido, podría decirse que re-policromada en época relativamente moderna-, llama poderosamente la atención por la riqueza de sus detalles y arquetipos -donde puede hacerse mención especial a la presencia de un perro, animal emblemático y generalmente acompañante de diosas de complejo carácter ctónico, como Proserpina, además de ser la forma ideada por Goethe, para que se apareciera el Mefistófeles de su Fausto, es decir, ese espíritu del mal que, paradójicamente, siempre termina haciendo el bien-, que se localiza muy cerca de donde varias vírgenes románicas -entre ellas la Virgen de Redonda y la Virgen de Mamblas-, observan inmutables y hieráticas, auténticas Theotokos o Trono de Dios, hacia universos mitológicos que se pierden en la noche de los tiempos, por delante de algunas figuras deterioradas, románicas también, que representan, entre otros relevantes personajes, a San Antón y Santa María Magdalena. Claro que, apenas inadvertido y con poco pronunciamiento por parte de los poderes fácticos, otro óleo, anónimo y posiblemente de origen flamenco, como muchas otras obras conservadas en este lugar, llama poderosamente la atención, no precisamente porque sea inusual su temática, la Santa Cena, sino porque en ella, de una forma sorprendente, inesperada y totalmente escapista a ese auténtico gran hermano que fue la Santa Inquisición, nos invita ampliamente a especular. Pero eso será parte de la próxima historia.
(1) Mircea Eliade: 'La noche de San Juan', Empresa Editorial Herder, S.A., 2ª edición, Barcelona, 2001.
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