viernes, 28 de abril de 2017

Una brillante Epifanía, atribuida a Gil de Siloé


'Se ha dicho que el arte de Leonardo despojó a las imágenes divinas de sus últimos restos de rigidez eclesiástica y las humanizó para representar en ellas elevadas sensaciones humanas...'.`
[Sigmund Freud (1)]

Se considera la obra cumbre de aquél pequeño conjunto de maravillas artísticas que, como ya se comentaba en la entrada anterior, conforman este pequeño pero genuino museo , contenido y continente, en algunas de las salas del claustro de ésta magnífica obra gótica, que es la Colegiata de los santos Cosme y Damián de Covarrubias: la Epifanía. O mejor dicho, puesto que hay dos y la otra, en mi opinión, tampoco desmerece en absoluto, la Epifanía atribuida a algún discípulo aventajado de Gil de Siloé –se especula con un anónimo personaje, por cuya actividad en la zona se le denomina como Maestro de Covarrubias-, cuando no al propio Gil de Siloé. La Epifanía a la que venimos haciendo referencia, conforma la parte central de un maravilloso tríptico, de autor igualmente desconocido, en cuyas características se aprecian, sin embargo, notables influencias de índole flamenca, cuyos pasajes desarrollan variadas temáticas, no obstante, incidiendo en ese alfa y omega, ciclo u ouroboros figurativo, del sacrificio divino, exponiendo las principales y conocidas pautas, que en este caso, corresponderían a la Natividad, al Bautismo y la Transfiguración, reservándose el último motivo, como referencia a los santos titulares de la Colegiata, a los que acompañan dos figuras: una, representando a San Antonio y otra que, se supone, corresponde al donante de la obra, en éste caso, también anónimo, aunque, por la tonsura que se aprecia en su cabeza, debió de ser algún miembro de la curia, y además, como patrocinador, de cierta relevancia o posición social. Extraordinaria escultura en madera, y conservando prácticamente inalterable su policromía original, la perfección de sus detalles, ciertamente emociona. La riqueza de expresión de los personajes, su naturalidad y también su complejidad hacen pensar en réplicas del natural, comparativamente hablando, sugiriendo el posado de personajes auténticos, comparable a algunas representaciones renacentistas italianas, como por ejemplo, aquélla realizada por Bottichelli en el año 1475 –año del nacimiento de Miguel Ángel-, pintando a Lorenzo de Médici y a los miembros de su corte, como testigos en esta misma escena de la Adoración (2).

Humana podría considerarse –siguiendo la afirmación de Sigmund Freud con respecto al arte de Leonardo da Vinci-, esa innata virtud que hizo al hombre avanzar, la curiosidad, que denota el Niño acercando su mano al borde de la copa abierta que le ofrece Melchor y atisbando en su interior, mientras la mirada de la Madre permanece ausente, ligeramente arrobado y a la vez regio el rostro, tal vez cohibida, inmerso su pensamiento en el papel que la ha correspondido interpretar en esta jugada divina de dados, en la que ha sido elegida, a su vez, también como receptáculo de la semilla divina. Su frente, despejada, recuerda en parte y comparativamente hablando, aquélla pariente, majestuosa y hierática, que en la catedral de Zamora conocen popularmente como la Virgen Calva y cuya característica –la frente, inconmensurablemente despejada-, parece corresponderse con ciertos rasgos que se aprecian en los principales personajes de gran número de pinturas flamencas de los siglos XIV al XVI. Llama la atención, así mismo, el críptico mensaje que se aprecia a todo lo largo del borde de su manto. Un manto, cuyos pliegues, por su forma, recuerdan a Filón de Alejandría y su teoría de los triángulos –detalle que se localiza en la ornamentación de no pocos templos románicos-, señalando hacia abajo, hacia la tierra, hacia ese útero natural que es la caverna, y por defecto, el mundo de Hécate, de Proserpina, de Cibeles…en definitiva, el mundo de la Diosa.

Ahora bien, por detalles, no deja de ser interesante y a la vez motivo de reflexión y detalle poco corriente, ver la cruz que cuelga del cuello del Fusco o rey negro, Baltasar, que sugiere una unificación de credos bajo tal símbolo, que lejos estuvo y está de haberse realizado o de llegar a realizarse. Interesante es, por otra parte, el atuendo de Gaspar, que recuerda a esos metafóricos reyes pescadores, los santiagos y los roques peregrinos, cuyas representaciones tanto abundan en las ermitas e iglesias de los caminos. Pero más que el atuendo, propiamente dicho, llama poderosamente la atención, su rosto: taurino, si se permite tal descripción, poblado de cabellera y barba, comparable, salvando las distancias, si no a esa testa de buey que se aprecia en el pesebre y que queda situada a la altura de la copa que sostiene en su mano, sí al menos recuerda las antiguas representaciones regias mesopotámicas.

Por último, e independientemente de lo que podríamos extendernos repasando la multitud de detalles, comentar la presencia, también en la presente Epifanía, de la figura de un perro, sentado sobre sus cuartos traseros y con la cabeza alzada: ¿ladrando al Sol?. ¿A la Luna?. En definitiva: una obra maestra, de la que no es extraño que se sientan tan orgullosos en Covarrubias.



(1) Sigmund Freud: 'Psicoanálisis del Arte', Alianza Editorial, S.A., 2ª edición, Madrid, 1971.
(2) Benjamin Blech y Roy Doliner: 'Los secretos de la Capilla Sixtina', Santillana Ediciones Generales, S.L., 1ª edición, Madrid, enero de 2010.

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