sábado, 31 de octubre de 2020

Fantasías Fotográficas: interpretando libremente a Whitman



Alguien, posiblemente algún anónimo sabio popular, dijo una vez aquello de: la Imaginación al Poder, de la misma manera que un extraordinario poeta, Gabriel Celaya, afirmó contemplativamente, que ‘la poesía es un arma cargada de futuro’.



Otro poeta, Gabriel Celaya, introdujo el concepto del ‘síndrome de Bizancio’, para referirse al paso inefable del tiempo.



Y Walt Whitman, nos abrió su pecho para describirnos el desgarro de un mundo, donde tan importante era el nacimiento de un brote de hierba, como el último suspiro de una hoja, arrancada de su rama por el viento inexorable del otoño.



Por eso, creo que la fotografía, sin imaginación y sin poesía, tendría el mismo valor que una simple fotocopia.



AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.



viernes, 30 de octubre de 2020

Explorando el Surrealismo: los Laberintos de la Memoria



Borges, metafórico sacerdote consagrado al literario culto del Tiempo, fue el primero en ofrecernos parte de la liturgia del voraz Cronos –el Saturno de los romanos- cuando nos habló de los Laberintos de la Memoria.



Y es que la memoria, como los diferentes estratos de esa soberbia Torre de Babel, que el pintor flamenco Cranach pintó con la inconfundible forma de los zigguraths mesopotámicos, es también un complejo entramado de inexpugnables Laberintos.



Laberintos, donde las mareas de la existencia suben y bajan a la vera de un puerto imposible, en cuya misteriosa lonja los pescadores de eternidades subastan Ayeres que son Aúnes y también Todavías.



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jueves, 29 de octubre de 2020

Camino de Santiago: Puente la Reina. El puente de los peregrinos



Belleza y simbolismo, forman parte de ese conjunto de mágicas implicaciones, que es el Camino de Santiago. No importa si uno hace los 790 kilómetros que hay que recorrer siguiendo el trazado del denominado Camino Antiguo o Camino Francés, que lleva desde Roncesvalles hasta Santiago, o sigue cualquiera otra de las rutas alternativas –por ejemplo, atravesando el peligroso puerto de San Adrián, atravesando posteriormente la Llanada Alavesa-, pues todos los caminos, como se le hace saber al peregrino, confluyen en un lugar muy determinado, donde Historia, Leyenda y Tradición se dan un abrazo tan estrecho, que a veces el peregrino, dejándose llevar por la ensoñación, no es capaz de separar.



Este lugar tan especial, no es otro que la localidad navarra de Puente la Reina. Aquélla donde los templarios tuvieron una iglesia y un hospital –que siguen en pie, y en el caso del segundo, funcionando todavía, al menos como albergue-, llamada Santa María de los Huertos, aunque conocida popularmente como la iglesia del Crucifijo -el por qué de dicha denominación, lo dejaremos para la próxima entrada-, donde todavía perviven rastros de un espléndido y diríase que histriónico esoterismo.



Quizás, uno de los rastros más hermosos y esotéricos a la vez, por el que merece la pena comenzar hablando, no sea otro que el puente románico, denominado ‘de los peregrinos’, que conecta la ciudad con la otra orilla del río Arga. Ya saben, el río donde el simpático pájaro Txori recogía agua con su pico para limpiar la imagen desaparecida de la Virgen que había junto a éste, hoy día desaparecida, según cuenta una florida leyenda.



Un río, el Arga y unas gentes, las navarras, que por los motivos personales que fueran, no gustaron a Aymeric Picaud y así lo consignó en su famoso Codex Calistinus o Guía del peregrino que se dirige a Santiago. De la barbarie de los navarros, no creo que fuera en absoluto diferente a la que podría encontrarse cualquiera, peregrino o no, en otras regiones, en una Edad Media que luchaba a brazo partido contra esa mitad peninsular gobernada desde el Califato de Córdoba y quizás también con menos celo pero con más orgullo propio, con la otra mitad que buscaba una unificación bajo reinados a los que todos pensaban tener derechos consanguíneos. Las aguas del río Arga, puede que hoy en día, seducidas por ese canallesco donjuán industrial llamado polución, no sean muy recomendables para su consumo, pero dudo mucho, también, que fuera así en los tiempos medievales en los que Picaud escribió su Códex.



El puente, sin embargo, es toda una obra de arte y continúa más o menos igual que cuando fue levantado, allá por los siglos XI y XII. Es uno de los puentes típicos del Camino, con su forma de joroba de ‘asno’ característica, en la que el peregrino, cuando sale de la ciudad para continuar su largo viaje, asciende por una orilla y desciende por la otra, en lo que simbólicamente podría considerarse como ‘alcanzar el cielo y descender a la tierra’.



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miércoles, 28 de octubre de 2020

Abstracto: Arte Artificial y Natural



Los caminos del Arte, como los caminos del Señor, son totalmente imprevisibles, es cierto, pero tanto uno como otro me derivan siempre a las exposiciones magistrales de la más soberbia, impactante, creativa y perfecta de todas las artistas: la Naturaleza.



Si hace unos días hablaba del Impresionismo Natural, hoy quiero invitarles a presenciar dos exposiciones de Arte Abstracto, que tuve ocasión de presenciar recientemente.



Dentro de las instalaciones del denominado Palacio de Velázquez y apenas recién inaugurada, se exponía parte de la prolífica obra de la artista noruega Ana-Eva Bergman, fallecida en 1987, bajo el llamativo título de ‘De norte a sur, ritmos’, donde, desde un punto de vista agresivamente magnético, la artista ofrecía una visión eminentemente abstracta de la vida, el mundo y su rítmica circunstancia.



La exposición de Bergman, artista enamorada de España, donde estuvo afincada largos periodos de su vida, estaba basada en parte de su obra, realizada en los años setenta, cuando recorrió de norte a sur la Península Ibérica, definiéndola bajo el evocador título de Piedras de Castilla y donde tenía, como principal premisa, aparte del ritmo, la rica variedad cromática de unas tierras en cuyas soledades, con anterioridad, ya se habían inspirado poetas, como Antonio Machado.



Paradójicamente, en el exterior del recinto, apenas a una centena de metros –distancia más que suficiente, se lo aseguro, para localizar, cuando menos, uno de esos otros mundos que están dentro de éste, como aludía el poeta surrealista francés Paul Eluard- otra gran artista, de nombre Gaia, se valía de un pequeño lago para ofrecer, sin necesidad de titulares, carteles o recordatorios en los principales medios de comunicación, su visión abstracta de la armonía, del equilibrio y de la danza hechicera de un cromatismo que se dejaba llevar, seductoramente, por las armoniosas notas de un auténtico maestro de la percusión, como es el viento.



Precisamente por eso y sin intención de desmerecer la obra y la visión de nadie, siempre me consideraré, no sólo partidario sino también alumno y eterno admirador de quien lleva millones de años sorprendiéndonos con la magistral belleza de sus composiciones: la Naturaleza.



Gaia.



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Vídeo Relacionado:



martes, 27 de octubre de 2020

Gaudí y su eterno Capricho



Hablar de Antoni Gaudí, es elevar la imaginación a la enésima potencia y burlar los obsoletos límites de lo tradicional, para embarcarse en un viaje de placentera mediatez por los fascinantes océanos de la fantasía.



Referirse, pues, a su arte, a esa impronta personal que fue dejando en todas y cada una de sus maravillosas creaciones, obliga, ciertamente, a recapitular; a romper en mil pedazos el espejo de cualquier molde, a obviar, así mismo, cualquier tipo de complejo y darse el gusto de reconocer, sin necesidad de separar los pies del suelo, que la Magia –o si lo prefieren en su aspecto más técnico, la Goecia- después de todo, existe y que puede ser aplicada, con toda la fuerza de su expresividad, a una disciplina tan severa, como pueda considerarse hoy en día a la arquitectura.



En base a ello, cualquiera podría pensar que la arquitectura, tal y como la concebía el Maestro Gaudí, es una poderosa fuerza automotriz, que juega con la creatividad y con la fantasía, con el único objeto de concebir edificios fascinantes, cuya visión y contemplación, van mucho más allá de los obsoletos límites impuestos por esa severa señorita Rotenmeyer que, metafóricamente hablando, podríamos considerar a ese mal moderno, que en el fondo es la funcionalidad.



Cualquiera que haya visto parte o la totalidad de la obra de Gaudí, estará de acuerdo en que no ha contemplado nada igual en cualquier otro lugar del mundo, y hasta es muy posible que una palabra, excentricidad, acuda a sus labios como una sentencia. Y quizás no le falte razón, al fin y al cabo, si yendo todavía más allá de los límites de la excentricidad, consideramos la palabra ‘capricho’, en su caso, no con esa carga negativa y egótica a la que estamos acostumbrados, sino más bien como esa natural predisposición a dejarse llevar por una imperiosa corriente creadora, no sujeta a otro dique, que no sea el propio placer de la creatividad.



Por otra parte, podría llegar a considerarse que ver uno de los edificios de Gaudí, es haberlos visto todos, determinación que sería un completo error, pues igual que cualquiera que lleve, por ejemplo, un diario de sueños, verá que las situaciones cambian constantemente, que los arquetipos varían, que se camuflan, que adoptan nuevas personalidades, que van adaptándose a los distintos escenarios, resolviendo problemas y ofreciendo soluciones detrás de ese aparente e impenetrable muro entre bambalinas detrás del que se esconden.



A tal respecto, se ha especulado mucho sobre si Gaudí tomaba alucinógenos, y en concreto ese alimento de los dioses, que es la amanita muscaria, dado que la presencia de ésta ocupa un lugar relevante en la práctica totalidad de sus creaciones. Al menos –acotando lo inacotable- en las más importantes. Quién sabe.



Pero lo que parece evidente, dados los detalles, es que los arquetipos fundamentales de ese inconsciente colectivo promulgado por C.G. Jung, actuaban de revulsivo y aunque no se han conservado documentos o diarios personales que puedan demostrarlo, posiblemente el Maestro fuera uno de esos felices practicantes de la ‘apnea interior’, capaz de exteriorizar sobre el plano todo aquello cuanto sus sueños o incursiones en el Anima Mundi le sugerían, de la misma manera que escritores y poetas, como Dante Alighieri, lo hacían en sus respectivas sinfonías literarias, siendo, quizás, uno de los más famosos la ‘Sinfonía del Diablo’, del músico Tartini.



Lejos de diabólicas artimañas, y continuando con las metáforas, podría considerarse, a este magistral Capricho de Comillas, como una simple partitura en la compleja sinfonía vitae de Gaudí. Una simple y no obstante, grandiosa pieza, dotada con la fuerza de una forma y volumen propios, cuyas notas, alegres y sostenidas, armonizan a la perfección con un conjunto elegante y armónico, cuyos ecos son reflejo de una espontánea naturalidad.



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lunes, 26 de octubre de 2020

La Capilla de San Blas de la catedral de Toledo



Se lo aseguro, porque es completamente cierto: toda vez que mis inquietudes me llevan a emprender el camino de Toledo, vuelvo a casa enfebrecido a causa de ese cortocircuito provocado por un exceso de Arte, que los especialistas tienden a denominar como síndrome de Stendhal, quien recíprocamente lo experimentara también, de ahí su nombre, en un paraíso artístico sin parangón, como es Florencia.



Aun así, lo diré de otra manera, para que no piensen que exagero: si Toledo fuera la Arabia Feliz, su catedral, no les quepa duda alguna, se adaptaría perfectamente a la magnífica cueva del tesoro, de la fantástica historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones.



Si dejamos aparte el latrocinio –común tanto a la Arabia Feliz, como a Florencia, como a Toledo- de tener que pagar la nada despreciable cantidad de doce euros por la entrada, y nos ponemos en la piel de Alí Babá, tendremos un auténtico problema al decidirnos por qué lugar empezar nuestra maravillosa aventura artística y a qué capilla, sala, ornamento, departamento o cripta, dedicarle la famosa frase de ‘¡ábrete, sésamo!’ para comenzar a entrever algunos de sus exponenciales secretos.



A tal respecto, si conocen ustedes una obra extraordinaria, deliciosamente escrita y con una fascinante variedad de personajes, como es la novela de Wenceslao Fernández Flórez, ‘El bosque animado’, entenderán mucho mejor aún mi punto de vista, si comparo la presente catedral –dicen y yo lo creo a pies juntillas, que es la más grande y rica de las catedrales españolas- con una fraga.



Una fraga, sin llegar a alcanzar exactamente el calificativo de paraíso, tiene la suficiente intensidad idílica, no obstante, como para llegar a asimilársele. Leyendo a Wenceslao Fernández Flórez, no me cabe duda alguna, de que el primer edén que conoció el hombre, era una fraga. Porque lo fundamental de una fraga, después de todo, es la armonía. Es a partir de este sentido, como me gustaría que entendieran a esta catedral: como un lugar eminentemente armónico, donde todos los elementos tienen fundamento y todo su conjunto se resume en belleza, equilibrio y proporción.



Bella como pocas, armónica en su diseño y espectacularmente equilibrada en su conjunto, la Capilla de San Blas resulta, metafóricamente hablando, como ese vino añejo que hay que saborear sin pausa pero sin prisa, permitiendo que el maridaje con los papilares ejerza su seductora influencia.



Dejando aparte sus singulares, cuando no enigmáticos orígenes, que a fin de cuentas, podría decirse que resultan intranscendentes cuando es el espíritu quien se apunta voluntario a dejarse seducir, este genuino lugar, mandado construir por el arzobispo Tenorio –no sean frívolos y dejen tranquilo al seductor Don Juan, que no tiene nada que ver en ésta historia- como morada eterna, tiene todo el merecimiento –y si no, compruébenlo ustedes mismos- para ser considerada, a menor escala y comparativamente hablando, como otra pequeña Capilla Sixtina.



De hecho, en su ejecución y estilo, se adivinan manos italianas, barajándose nombre artísticos de la talla de los florentinos Gerardo Stamina y Nicolás de Antonio, de los que queda constancia que anduvieron desarrollando su arte, por ciudades como Toledo y Valencia, a finales del Trecento.



Las temáticas, como era habitual en la época, reproducen los más relevantes y conocidos pasajes evangélicos, referidos al ciclo de nacimiento, vida y muerte de Jesús de Nazareth, si bien algunas escenas se han perdido irremediablemente, víctimas de la humedad y de una desidia de los poderes fácticos, realmente incomprensible.



En el centro de la sala, junto al sepulcro del arzobispo Tenorio, figura también el sepulcro de Vicente Arias, que fuera obispo de Plasencia y amigo y consejero del anterior, atribuyéndose su magnífica ejecución, al escultor Ferrán González, escultor gótico de cierta experiencia, quien se supone que encabezaba el taller de escultores, pintores y entalladores que acometió ésta y algunas otras obras en la catedral, a finales del siglo XIV.



Merece la pena detenerse junto a estos y elevar la mirada hacia el techo, para admirar su magnífica bóveda –algunos autores, también le atribuyen a Ferrán González su ejecución- y una vez recuperados de ese fascinante magnetismo ejercido sobre los sentidos por la magnífica policromía, percatarse de unos elementos intrigantes, cuya presencia queda patente en numerosas obras de similares características, que se localizan, curiosamente, a ésta parte de esa frontera natural, la Sierra de Guadarrama, que divide a las dos Castillas: los dragones.



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sábado, 24 de octubre de 2020

Catedrales: el prozac de la Edad Media



De una forma surrealista, como ese lenguaje que utiliza el inconsciente para comunicarse a través  del vehículo de los sueños, el arte gótico surgió en Occidente como un viento nuevo que habría de revolucionar los conceptos de la arquitectura espiritual que habían proliferado hasta entonces.



El máximo exponente de este súbito pandemonio de arte, simbolismo y lógica matemática –conceptos, entre otros, que para San Bernardo contenían la idea esencial de Dios- fueron las grandes y a la vez enigmáticas catedrales.



Siguiendo los patrones de la arquitectura mística y orientadas de una forma sublime hacia constelaciones de especial relevancia –si, por ejemplo, las pirámides de Gizeh estaban orientadas hacia la constelación de Orión, se ha comprobado que las catedrales francesas tenían su equivalencia en la constelación de Virgo, la Virgen- fueron, de una manera comparativa, el prozac que había de liberar la depresiva incertidumbre en la que estaba sumergido el espíritu medieval.



Utilizando el lenguaje de los pájaros –metáfora que no deja de ser una referencia al ya mencionado lenguaje que el inconsciente transmite a través de los sueños- los canteros medievales crearon verdaderos divanes de psicólogo –y continúo con las comparaciones- cuyos efectos actuaban directamente sobre la psique de los fieles, induciéndoles, en muchos casos, verdaderos estados alterados de conciencia, que actuaban como la mejor de las terapias.



Y en ese sentido, ninguna terapia mejor que la adecuada combinación de sonido, luz y color, que hacían de su interior un decorado universal de primera magnitud.



De sonido, porque eran auténticas cajas de resonancia; de luz, porque los fieles asistían, cada amanecer, al tránsito de unos rayos solares que iban despejando progresivamente las tinieblas –la eterna batalla de la Luz contra la Sombra- y de color, porque al filtrarse a través de los vidrios, especialmente tintados mediante desconocidas técnicas en modo alguno ajenas a la Alquimia, dotaban a nave, columnas, bóvedas y arquivoltas de una irisación tan especial, que brotaban chispas en el espíritu.



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