jueves, 19 de noviembre de 2020

Distorsiones Dalinianas: Otros Mundos



Si el Arte tuvo sus grandes precursores en figuras como Salvador Dalí, Paul Eluard o incluso Antonio Machado, también los pseudo-antropólogos como el misterioso Carlos Castaneda, se esforzaron, quién sabe si en vano, por hacernos entender que aun estando en éste, existen otros mundos.



Acceder a esos otros mundos implica, necesariamente, distorsionar la realidad, fatalistamente objetiva que nos rodea y darle una oportunidad a la imaginación.



De alguna manera, hemos de suponer que imaginar no deja de ser un recurso de la creación, orientado hacia la perspectiva de otras estéticas, que no por extrañar han de resultar, si cabe, también fascinantes.



O dicho de otra manera más acorde con la era espacial en la que nos encontramos: convertirnos empíricamente en pioneros de mundos artísticos todavía por explorar y definir.



Y al hacerlo, sin importarnos que el resultado marque necesariamente una compensación, y sí un sentimiento poético que justifique el utópico deseo de: la Imaginación al Poder.



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sábado, 14 de noviembre de 2020

Ensoñaciones Junguianas en el Parque del Retiro



Siempre que paso por ese rincón tan especial y recogido del Parque del Retiro, donde los madrileños rinden culto, entre otros muchos, a esos grandes maestros de la canción española, que fueron los hermanos Álvarez Quintero, no puedo evitar dejarme llevar por la ensoñación y recordar a aquél extraordinario mago del inconsciente colectivo, que fue el doctor C.G. Jung.



Al modo de la alegoría del Caballero y la Muerte, de aquél otro excelso, prolífico y melancólico grabador flamenco, Alberto Durero, el monumento en cuestión, románticamente hermoso donde los haya, reproduce, cual las fichas de un monumental tablero de ajedrez, a una dama y a un caballero.



La dama, apoyada en el alféizar de un balcón con inequívocos aires góticos, luce, además de ese divino tesoro que es siempre la juventud, la blanca pureza de un mármol, que sin ser originario de Ferrara, como los que utilizaba el excelso Miguel Ángel, se le aproxima lo suficiente, al menos como para disimular un parentesco cuando menos latino o si lo prefieren, mediterráneo.



El caballero, señorito y andaluz, despliega, fundido en negro, como su montura, el donjuanismo heredado de siglos de dominación de aquélla cultura mora, que entre geranios, alhelíes y flores de azahar levantó esos inolvidables poemas a la belleza y a la perfección, que son la Giralda de Sevilla y la Alhambra de Granada.



Él saluda, extendiendo el brazo hacia los cuartos traseros del caballo, con el sombrero de caporal remando al viento, imitando, quizás, a ese marinero en tierra de Rafael Alberti o a aquél otro de Antonio Machado, que soñaba con tener un jardín junto al mar y se metió a jardinero.



Ella, apoyada en el alféizar del gótico balcón, posa en él unos ojos, que de no haberlo impedido el artista que un día atrapó su alma en el frío corazón del mármol, hubieran sido tan hechizadores como los de aquéllas princesas moras, que según los rumores que todavía circulan por Al-Andalus, se convirtieron un día en fantasmas para no abandonar jamás los jardines de los palacios de los que un día fueron orgullosas dueñas y señoras



Sea porque así lo quiso el artista, cumpliendo con los mandamientos de las buenas costumbres o porque no puede haber paz donde no se ha encendido primero la llama de una guerra, la cuestión es que da la sensación de que ambos se desean, con la terrible paradoja de que nunca llegarán a acercarse lo suficiente.



Y en el fondo, yo no dejo de pensar, si entre ese ‘hola’ y ese ‘adiós’ –como diría en su momento, el cantante Joan Manuel Serrat- que los condena a mantener una prudencial distancia, no está resumido, a fin de cuentas, ese querer pero no poder, que enfrenta a esos dos amantes desquiciados –el complementario de Machado y la circunstancia de Ortega y Gasset- que nuestro buen doctor Jung, no menos poéticamente que los anteriores, denominó como ánima y ánimus.



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viernes, 13 de noviembre de 2020

Distorsiones Dalinianas: el Otoño



Cercana ya la fecha del Solsticio de Invierno, cuya solemnidad coincide con la Natividad, el otoño comienza a encogerse sobre sí mismo, hasta llegar a convertirse en un recuerdo más, escondido en el laberinto de la memoria.



No obstante, incluso en este momento en el que progresivamente el árbol de hoja peremne comienza a estremecerse en la lenta agonía que ha de llevarle inevitablemente a su desnudez, todavía se aprecian en él gloriosos destellos de belleza, capaces de sublimar a los veleidosos sentidos.



Girando en los torbellinos del tiempo, desvirtuándose en oleadas que giran inevitablemente sobre sí mismas, esparciéndose como se expande una galaxia en el Universo, su efímero esplendor nos señala, también, la promesa futura de un nuevo retoño.



Porque sujeto también a las leyes universales, incluso el otoño representa de facto esa energía que ni se crea ni se destruye, puesto que tan sólo se transforma.



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jueves, 12 de noviembre de 2020

Tánatos y Arte: una reflexión



Generalmente, amnésico a todo aquello cuanto hace referencia a lo que el escritor checo Milan Kundera denominaba como la insoportable levedad del ser, el hombre suele mirar hacia otro lado, toda vez que el más persistente y de hecho, el más antiguo de sus tabúes le planta cara, con toda la consistencia de su inefabilidad: la Muerte.



Y sin embargo, por paradójico que nos parezca, existe en él un instinto gótico, irreprimible, que le empuja irremediablemente a sentirse fascinado por Ella, hasta el punto de rendirla todo un infinito cultual.



Nada mejor para comprender parte de dicha fascinación, que embarcarse en la metafórica nave del Arte y dejarse arrastrar por esas ambiguas corrientes mitológicas, para adentrarse con ellas en los profundos océanos que alimentan las sagradas lágrimas de la piedad.



Suele representarse la piedad, en el arte cristiano, como esa Mater inconsolable, de mandíbulas atenazadas por el más insoportable de los sufrimientos y ríos de lágrimas que se derraman como un torrente sobre el cuerpo inerte del hijo muerto que mantiene sobre su regazo.



En este sentido, resulta curioso observar cómo el fondo permanece, con toda la fuerza de su significado, mientras la figura cambia, según sean las inclinaciones político-religiosas del finado –conservadoras o liberales- lo que vendría a confirmar, y el Arte así lo entendió –al menos en este madrileño Panteón de Hombres Ilustres- que la Muerte, después de todo, no era, si no, el regreso al origen de los orígenes: el seno materno.



Y en ésta otra concepción, la Madre es representada como una Dama solitaria, con un velo que le oculta parcialmente la cabeza, pero deja al descubierto parte de un rostro inescrutable, con los ojos cerrados, plantada con vaporosa prestancia en el umbral que separa los mundos ambivalentes de la existencia, aguardando conmiserativa la llegada a casa del hijo pródigo.



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martes, 10 de noviembre de 2020

Ánade: sueños de agua y fuego



No cabe duda de que el otoño encuentra en el agua un espejo de complicidad, que alienta las más brillantes fantasías.



La Naturaleza y los extraordinarios seres que en ella habitan, tienen la facultad de ofrecer, no sólo las más extraordinarias de las imágenes, sino también toda la fuerza de las grandes expresiones artísticas, como pueden ser, por ejemplo, el impresionismo, el realismo y también el surrealismo.



Por tanto, no deja de ser una escena realista, impresionista y a la vez surrealista, ver que el reflejo del intenso color rojizo de las hojas peremnes de una secoya de agua, plasmado sobre la tranquila superficie de un lago, induzcan la sensación de un inesperado incendio que se abatiera sobre el plácido sueño de este hermoso ánade.



Vídeo Relacionado:



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lunes, 9 de noviembre de 2020

Las catedrales de San Más Allá



Leí este concepto hace muchos años, cuando la censura en España comenzaba incluso a adormilarse con las paparruchas del NODO y la Santa Inquisición parecía haberse adormilado también en los laureles, soñando, posiblemente, con el nacimiento de nuevos fuegos que continuaran alimentando las viejas y patrióticas hogueras.



La Transición, esa misma hada madrina que algunos critican hoy despiadadamente pero que ayer fue como agua de mayo para un país de voces mutiladas y sueños frustrados de libertad, abrió las puertas a que ciertas editoriales se lanzaran a la edición de ciertas obras de carácter heterodoxo y en la vieja Hesperia se comenzaran a recuperar conceptos como realismo fantástico o la España mágica.



Plaza & Janés, Bruguera o Martínez Roca fueron, entre otras, ese metafórico bastión, El Álamo, que se enfrentó con hidalguía a un muro de intolerancia, donde incluso los eminentes psicólogos del Régimen, veían todavía elevadas a los altares sus disparatadas teorías, que hasta entonces habían dado lugar a demenciales absurdos, como los promulgados por López Ibor respecto a la pandemia que él denominaba como ‘el gen rojo’.



Entonces llegaron Pauwels & Bergier, con su libro ‘El retorno de los brujos’ y con ellos, España conoció también a Fulcanelli y su ‘El misterio de las catedrales’ y comenzó a mirar a éstas y a su inmenso patrimonio histórico y cultural, con ojos de mancebo enamorado.



Muchos españoles, sin duda ilusionados, comenzaron a presentir en las catedrales un mundo alternativo –más allá de los púlpitos encendidos, donde sacerdotes exaltados todavía gritaban a viva voz el ‘Santiago y cierra España’- hecho a ‘imagen y semejanza’ del mundo celestial, sumidos en la misma y trascendente curiosidad que indujo al gran poeta alemán, Goethe, a decir aquello de que los constructores góticos buscaban a Dios en las alturas.



Y al hacerlo, comenzaron a entrever el mundo sobrenatural que en realidad se escondía detrás de éstas impresionantes construcciones, que no eran, sino el receptor que comunicaba el espíritu con la profunda voz de las estrellas.



Las catedrales de San Más Allá.

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miércoles, 4 de noviembre de 2020

Arte y Erotismo: la Colegiata de San Pedro de Cervatos



En su conocido ensayo ‘Psicoanálisis del Arte’, advertía Freud, dentro del interesante capítulo dedicado a la extraordinaria y compleja figura de Leonardo da Vinci, sobre la frecuencia con la que los grandes artistas se complacían en desahogar su fantasía en representaciones eróticas y hasta obscenas.



En realidad, lo que pudiera haber de obsceno en el arte del Renacimiento, del que Leonardo, qué duda cabe, no fue el único representante pero sí uno de los más prolíficos maestros, no era otra cosa, al menos de cara a la galería, que esa regresión a los patrones clásicos y por lo tanto, ‘paganos’, a los que había que añadir ese ‘daño colateral’, por denominarlo de alguna manera, del culto al cuerpo, apenas dejada atrás una época, tachada de oscura quizás con demasiada vehemencia, como fue la medieval, donde precisamente éste encarnaba, comparativamente hablando, a la lombriz, cebo del que se servía el diablo para hacer entrar en su red a unos peces demasiado apegados a sus voraces instintos naturales. 



Unos peces, dicho sea de paso, que apenas entendían nada del complejo mundo del espíritu y mucho menos compartían la idea de la mortificación y el cilicio, como sellos de garantía, comparativamente hablando, que habrían de implantarse en el pasaporte de su alma para traspasar las fronteras de un reino, el de los Cielos –y no pretendo, en absoluto, plagiar a Ridley Scott y su interesante película- que cada vez exigía más garantías de pureza, sacrificio y perfección, según los considerandos de un estamento que brillaba por la ostentación y conservación de privilegios, la Ecclesia, que no sólo era la primera transgresora de la regla, sino que además, política, ladina e incorrecta como poco –y me quedo corto, pero no es cuestión de imitar a los Hermanos Marx en el Oeste, echando más leña al fuego- sabía mirar para otro lado cuando la interesaba o las circunstancias así lo recomendaban.



Erwin Panofsky, de origen alemán y uno de los grandes historiadores de Arte del siglo XX, decía que ‘todo aquél que se encare con una obra de arte, ya sea que la recree estéticamente o bien la investigue racionalmente, ha de sentirse interesado por sus tres elementos constitutivos: la forma materializada, la idea (esto es, en las artes plásticas, el tema) y por supuesto, el contenido’. Y en referencia al tema que nos ocupa, la sexualidad implícita en los templos, el gran hermeneuta o historiador de las religiones Mircea Eliade, refiere un interesante episodio sobre el erotismo subyacente en las formidables pinturas del templo hindú de Ajanta, preguntándose cómo un monje budista podía liberarse de ‘las tentaciones de la carne’, rodeado de tantas desnudeces soberbias, respondiéndose a continuación, que mediante la vía del tantrismo; o lo que viene a ser lo mismo, si bien libre y escuetamente interpretado: el sexo como vehículo hacia una sagrada trascendencia.



No cabe duda, de que todas estas consideraciones, podrían formar la base sobre la que se asienta un tema tan complejo. Pero quizás, después de todo, no lo sea tanto, si a estos considerandos les añadimos una serie de factores, convenientemente más humanos y mundanos, como son aquellos que nos acercan a situarnos en la época de la que estamos hablando –siglos XII y XIII-; el duro entorno norteño donde se levanta éste templo, así como algunos otros templos de similares características y contenido; las especiales circunstancias de la vida en esos lugares; el carácter ‘festivo’ y transgresor de las gentes, que a pesar de todo no faltaba, como contrapunto a las férreas condiciones de vida, donde hasta la Iglesia, que no era tonta, –no en vano, lleva sobreviviendo cómodamente durante dos mil años- miraba para otro lado echando mano de rosario y paciencia, permitiendo la ‘liberación’ de cierta dosis libidinal reprimida –que venga Freud y opine al respecto- y no por último, menos importante, el periodo de inseguridad y de guerra, con la perentoria necesidad de traer hijos al mundo para sostener a una comunidad sometida a sus designios y los designios de reyes y señores, útil y necesaria carne de cañón, que contribuía además, de manera objetivamente espiritual, a sostener la no menos encarnizada batalla del Diablo y San Miguel, como así consta en las psicostasis o pesaje de las almas, presentes y bien a la vista, en numerosos templos de similar época y condición.



Los canteros, independientemente de otras alusiones y complejidades, también representaban, de una manera no exenta de fantasía, la función de ‘cronistas’ de su época. Y como tales, bien por iniciativa propia o bien por encargo, con su maza y su cincel daban forma a ese conjunto de mitos y de arquetipos, así como de exteriorizaciones libidinosas –considérenlas si quieren, como parte de los ‘vicios’ de la época-, que rondaban las conciencias y las relaciones de dicho periodo histórico.



Y no olvidemos, que San Pedro de Cervatos, después de todo, era una Colegiata; y como su nombre indica, en la idea de ‘colegio’, caben múltiples disciplinas, métodos y enseñanzas. Esto no quita, desde luego, para ocultar los numerosos misterios añadidos a éste lugar y sus peculiares representaciones –no sólo las de carácter sexual- y quizás, como pudiera haberse dado el caso, de sugerir la presencia de alguna orden militar determinada, pues hay un dato ciertamente relevante: uno de los capiteles interiores de la iglesia de San Pedro de Cervatos, por su orgiástica y antinatural temática –hombres y animales, copulando a la par- recuerda aquél otro situado en similar lugar, en la iglesia, mucho más humilde, de Santiago de los Caballeros, a la vera del Duero y extramuros de Zamora capital.



Una iglesia, por añadidura, donde se velaban armas y se armaban caballeros –que la fanfarronería, el sexo y lo militar, nunca han estado peleados- que tiene además añadido el honor de haber sido el lugar de la consagración como tal, de todo un mito de la historia de España, como fue don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. También cabría especular, con ciertas conexiones ‘orientalizantes’, como demuestra la presencia de cierto asceta de aspecto hindú, que se localiza en uno de los capiteles de un curioso templo situado en las vecinas Merindades burgalesas.



Pero dejando enigmas, misterios y conexiones más o menos asombrosas para mejor ocasión, otra cosa, es como lo veamos nosotros ahora, desde nuestra época, nuestro conocimiento y nuestras perspectivas morales de catalogación. A tal respecto, y quizás por conveniencia propia, me quedo con una frase de Camilo José Cela, quien en su segundo viaje a la Alcarria y motivado, quién sabe, si por algo similar a lo que se puede contemplar aquí, en San Pedro de Cervatos, escribió aquello de: ‘El viajero se percata de que se está quedando carrozón y de que de joven ya no le quedan más que las tres subpotencias del alma –recuerdo, sentimiento y ganas- y las tres subvirtudes teologales: cachondez (contenida), suerte y algo de salud para mantener el tipo’. Eso sí, teniendo siempre presente lo que afirmaba Pablo Picasso: ‘el arte es la mentira que nos hace comprender la verdad, al menos la verdad comprensible’. 



Bibliografía recomendada:

- Sigmund Freud: ‘Psicoanálisis del Arte’, Alianza Editorial, S.A., segunda edición, Madrid, 1971.

- Erwin Panofsky: ‘El significado en las artes visuales’, Alianza Editorial, S.A., quinta reimpresión, Madrid, 2016.

- Mircea Eliade: ‘La prueba del laberinto’, Ediciones Cristiandad, S.L., Madrid, 1980.

- Camilo José Cela: ‘Nuevo viaje a la Alcarria’, Plaza & Janés Editores, S.A., primera edición, diciembre de 1986.

- Carlos Rojas: ‘El mundo mítico y mágico de Picasso’, Editorial Planeta, S.A., Barcelona, 1984.




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