viernes, 30 de diciembre de 2016

Gaudí y el mito de la Creación: la Sagrada Familia


Sublime, como todo aquello que se hace con los parámetros del alma, penetrar en el corazón de la Sagrada Familia, constituye, no cabe duda, un viaje místico de proporciones tan desorbitadas, como la pasión de un hombre, Antonio Gaudí, cuya línea de pensamiento, de manera simplificada, no era otra que la ejecución de las Leyes de la Naturaleza, y por defecto, la aplicación de la Física de la Divinidad al servicio de ese pequeño pero genuino microverso al que el hombre se aferra con zarpazos de fiera, que es el Mundo del Espíritu. Hay quien sostiene, que el Maestro Antonio Gaudí era un ferviente cristiano. Un cristiano convencido y ortodoxo al uso, que aparentemente compartía todos y cada uno de los postulados de una Santa Madre Iglesia –católica, apostólica y romana- que, en algunos casos, compartía y financiaba -posiblemente, más capaz en su labor mefistofélica de conseguir mecenazgos ajenos, que abrir sus propias arcas- unas obras que, a pesar de la incomprensión de la época, ya medraban para ser consideradas como Maestras en un futuro que, paradójicamente, reconoce su genialidad, pero olvida el respeto que siempre mostró hacia el entorno. Un respeto, que le llevaba, en todos los casos, a solidarizarse con él, de manera que la acción humana se adecuara siempre antes de destruir. Por eso, y aunque me lluevan críticas o me tachen simplemente de hereje -digo como en el hospital de Roncesvalles, donde tanto cristianos como paganos tienen cabida-, no puedo por menos que dejarme llevar por la sensación que tuve en el interior de este inmenso corazón vital de la fe: la de haber penetrado en el mayor templo artificial que haya visto en mi vida; un templo que imita, en grandiosidad y perfección el mejor de los templos que el hombre, en su genética ceguera, no termina nunca de reconocer: el de la Naturaleza. Frente a ello, sólo me puedo hacer una pregunta vital: ¿cuál era, en definitiva, la verdadera devoción del Maestro Gaudí?.


lunes, 19 de diciembre de 2016

Feliz Navidad


Aún no ha cumplido el primer año de vida, pero incluso así, desde estas sencillas páginas, quisiera felicitar estas fiestas a todos aquellos lectores y visitantes y brindar porque el Nuevo Año sea un periodo de ricas actividades culturales, cuyos lazos, quizás mejor que otros, sirvan para unir y nunca para separar. Que el Arte, pues, nos ofrezca la posibilidad no sólo con la contemplación de la Belleza y las rimas que ésta pueda producirnos en esa doncella encantada que se llama Sensibilidad, sino que también, por encima de ello, sea juez y parte en esa hermosa utopía que se llama Entendimiento y Amistad.

Feliz Navidad y Próspero y Artístico Año Nuevo 2017



miércoles, 14 de diciembre de 2016

Nuestras Señoras de León


Proceden de santuarios, ermitas e iglesias de pequeñas parroquias que se extienden por infinitos montes, valles y llanuras. Algunas, quizás las menos, pues incluso a veces la memoria se convierte en sinónimo de olvido, todavía conservan su antigua advocación. Pero la mayoría, ese pandemonio sacro que rompe y rasga con su sola presencia los velos isíacos del misterio y de la tradición, son indefectiblemente anónimas. Tampoco todas están en las mismas condiciones de conservación, pero en su mayoría, en especial aquellas que pertenecen a los siglos XII y XIII, conservan, cuando menos, un detalle en común: su sobrenatural hieratismo. Entre sus atributos, también salvo excepciones, portan un objeto que, al fin y al cabo, ofrece una singular pista sobre su milenario origen: la bola. La bola o esfera que define la esencia y a la vez la presencia, nunca eliminada del todo, de los primigenios cultos matriarcales a la figura de la Gran Diosa Madre. O a la Triple Diosa, posteriormente camuflada bajo la forma de las Tres Madres Celtas –que bien se pueden apreciar, por ejemplo, en el maravilloso friso del pórtico de la iglesia jacobea y sanmiguelina de Estella- o de las Tres Marías Cristianas, cuyos santuarios se encontraban cercanos entre sí, formando, por regla general, un signo púbico perfecto: el triángulo con el vértice invertido. Aquél símbolo primordial, al que en tiempos del sabio rey Salomón, se le añadió otro triángulo superpuesto, con el vértice hacia arriba, que simbolizaba el falo fecundador, asociado con la figura del Padre, que posteriormente heredaría esa bola o ese atributo primigenio de la Madre. O lo que hubiera sido un equilibrio perfecto, como perfecto fue el equilibrio entre los dioses y diosas del Panteón griego, antes de que el iracundo Zeus diera un golpe de estado, haciéndose con el mando supremo y con el poder. Revolución divina, que posteriormente ocurrió con el celoso en extremo Yahvé de los judíos –que se lo pregunten a Ashera (1)- y el Dios paternalista de los cristianos, con la figura de María, aunque lejos, evidentemente, de la idea del hyerosgamos o matrimonio sagrado.

Alguna de ellas, simplemente con su advocación, por ejemplo, de la Blanca o del Alba o de las Nieves, hacen que algún peregrino sagaz –con probabilidad, aquél que dentro de la vía de las estrellas, toma el peligroso camino de la Serpiente, que en el fondo, es el verdadero Camino de Santiago- piense en esos Montes Albos o en aquellos Montes Albanes, tan abundantes en los caminos y en cuyas inmediaciones, casual o causalmente, solía establecer posiciones una orden de caballería, religioso-militar, que sentía una más que ferviente devoción por aquélla figura, Nuestra Señora, cuyo término ya comenzara a acuñar San Bernardo, su padrino espiritual, hasta el punto de llegar a afirmar aquello de que con Ella empezó y con Ella terminaría su Religión: los caballeros templarios. En otras, anónimas, salvo una escueta nomenclatura, se vislumbran símbolos de heterodoxa trascendencia, como las serpientes -o esas wouivres celtas, que a la vez definían las cualidades telúricas del lugar- dibujadas en el manto; detalle, que posiblemente diera sentido y finalidad a esa tenaz y legendaria obstinación de algunas imágenes a ser trasladadas del lugar donde fueron encontradas.

Por otra parte, no deja de ser curiosa la tradición asociada a algunas de ellas, que ven en su tosca ejecución la mano apostólica de Lucas e incluso del propio Santiago Boanerges –o Hijo del Trueno, título que con anterioridad, ya ostentara Zeus-, personaje glorificado y elevado al patronazgo patrio después de su muerte en un país en el que, tal y como refiere de la Vorágine en su Leyenda Dorada, sus intentos de evangelización obtuvieron siempre un rotundo fracaso y donde, curiosamente, triunfaron otros héroes de la Antigüedad, como Hércules-Herakles.


(1) Tal vez de esta interesante y poco conocida divinidad femenina semita, sacara la idea el escritor inglés Sir Henry Rider-Haggard, para la creación de la diosa Ayesha o She, sobrenatural deidad protagonista de uno de sus ciclos narrativos más apasionantes.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

¿El Evangelista o la Magdalena?


'Los estudiosos del Arte han reconocido durante siglos que los maestros medievales recurrieron a los símbolos en sus obras. También reconocieron que nada aparece en sus pinturas, que no haya sido cuidadosamente puesto allí para transmitir un mensaje. La única controversia gira en torno a la cuestión de qué es realmente lo que aquellos artistas intentaron'.
[Margaret Starbird (1)]

Más de dos mil años después de unos sucesos cada día más cuestionables pero a la vez espeso mortero donde se asientan los fusionados cimientos de ese insólito, misógino y anti-sobrenatural edificio que es la Iglesia católica, apostólica y romana, su figura continúa no sólo desconcertando, sino también provocando una amplia gama de hipotéticas y polémicas reflexiones, encaminadas a iluminar ese otro lado del espejo que, como en la historia de Alicia, contiene un mundo paralelo, en cuyo fondo subyace, posiblemente, una gran verdad, escamoteada a los fieles mediante el conservador pase de verónica, acompañamiento de peinetas y banderillas, previos al estoque final de la más depurada de las ortodoxias: María Magdalena. No en vano tildada en más de un ámbito como segunda Eva, aunque más conocida, quizás, por su apodo medieval de la bella penitente o la hermosa llorona, María Magdalena se nos revela no sólo como un extraordinario mito, sino además, como uno de los personajes neo-testamentarios más carismáticos, relevantes y misteriosos asociados con la figura de Jesús, el Cristo. De hecho, de la cercanía de dicha asociación surge –dejando para mejor ocasión, sus hipotéticos desposorios con Jesús y una no menos hipotética dinastía divina y real, una vez arribada e instalada en Marsella, como refiere la leyenda dorada de Santiago de la Vorágine-, omitido por los Evangelios canónigos, la siempre discutida figura del discípulo amado y esa curiosa disociación, Magdalena-Juan –se dejan, así mismo, para otra ocasión, aquellas versiones que ven en ellos los desposados en el famoso episodio de las bodas de Canaá-, donde el Arte tiende a ser, figurativa y casualmente hablando, ese auténtico generador de polémica y controversia, hasta tal punto, que para justificar ese aspecto remarcadamente femenino que acompaña una gran mayoría de representaciones del Evangelista, se ha recurrido a la presunta juventud o lozana adolescencia del personaje en cuestión. Recurso que, contemplado desde otra perspectiva, o desde luego, desde un punto de vista notoriamente heterodoxo, no tendría otro leit motif, que el de enmascarar al más aventajado de los discípulos; aquél cuya inteligencia estaba por encima del analfabetismo característico del resto y que además, tuvo el privilegio de ser el primero en ver al Maestro resucitado: María Magdalena. El problema, es que fue mujer. Y posiblemente, con intención de que se viera este aspecto femenino, este yang complementario y apenas sin disimulo alguno, es lo que el maestro anónimo quiso dejar reflejado en este extraordinario retablo gótico que se localiza en una de las catedrales más enigmáticas y a la vez más defenestradas de todas las existentes en suelo peninsular: la de Cuenca. Un detalle, posiblemente muy bien velado, si tenemos en cuenta que Cristo y el apostolado ocupan la parte inferior y más pequeña, atrayendo menos la atención, sobre todo cuando en la parte superior, y destacando por su inconmensurable tamaño, tres personajes atraen poderosamente la atención, siendo el central, una Virgen ofreciéndole el pecho al Niño, sin duda el más relevante de todos y el que concentra todas las miradas. A los pies, diminutos en comparación, los presuntos donantes.


(1) Margaret Starbird: 'María Magdalena y el Santo Grial', licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Editorial Planeta, S.A., Barcelona, 2005, página 157.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Arte funerario: los sepulcros de Villalcázar de Sirga


Refiere una antigua leyenda que se cuenta por estas tierras de Villalcázar de Sirga y referida al magnífico Pantocrátor (1) de la insuperable iglesia de Santa María la Blanca, que el día del equinoccio de primavera, si se golpea el punto exacto en el que un rayo de sol alcanza al toro, animal simbólico que representa a San Lucas, entonces las cabezas que se encuentran a cada lado de Cristo en Majestad, revelarán el lugar donde los templarios ocultaron su formidable tesoro. En realidad, y si de tesoros hablamos, no será muy difícil llegar a la certera conclusión de que el mayor tesoro templario que se puede encontrar por estas tierras de campos –o por cualquier otra tierra relacionada con ellos-, no es otro que la propia iglesia, único resto que sobrevive, junto con el que fuera hospital y hoy en día reconvertido en mesón pero conservando el nombre de sus antiguos propietarios, de la encomienda templaria establecida en el lugar, situada no lejos de Frómista y en pleno itinerario del Camino de Santiago. La única del Reino de Castilla, según parece, situada al norte de la frontera del Duero y de la que queda constancia, además, de al menos uno de sus comendadores –Frei Gómez de Patiño, que estuvo presente en el Fuero de Ceheguín de 1307-, así como de los últimos hermanos de la Orden que la habitaron, antes de que pasara a manos de los caballeros santiaguistas: los freires Johanni, Luce y Roderico; o lo que viene a ser lo mismo: Juan, Lucas y Rodrigo.

Declarada Monumento Histórico Nacional en 1919, y aunque muy afectada por los efectos del impresionante terremoto que sacudió la ciudad de Lisboa en 1755, este formidable templo, con planta de cruz patriarcal, según Rafael Alarcón Herrera (2), constituye, después de todo, y tal y como se afirmaba al principio, un auténtico compendio de sabiduría que, bien mirado, recoge el mayor legado y a la vez el mejor tesoro que se puede encontrar. Pero lejos de tratar en la presente entrada los numerosos aspectos que hacen de este templo un lugar pródigo en claves y enigmas –los cuales, se posponen para mejor ocasión-, existe la intención, de admirar y plantearse algún que otro interrogante relacionado con parte de ese inconmensurable tesoro artístico, como sin duda son los sarcófagos policromados que aún se pueden contemplar, en buena parte de su primitivo esplendor, en la denominada Capilla de Santiago, obra, según parece, atribuible, así mismo, a los extraordinarios talleres medievales establecidos en Carrión de los Condes y alrededores, cuyos mejores exponentes se localizarían en los templos de Santa María del Camino, Santiago, el casi irreconocible monasterio de San Zoilo, e incluso más allá de Carrión, en lugares como Moarves de Ojeda y su iglesia de San Juan Bautista. Los sarcófagos en cuestión, son tres, que colocados en fila y realizados, según se cree, por un tal Pedro el Pintor, se supone que pertenecen, por el siguiente orden, al Infante Don Felipe, hijo de Fernando III el Santo y de Dª Beatriz de Suabia y hermano de Alfonso X el Sabio, autor, como sabemos, de las famosas Cantigas a Santa María, de las cuales, al menos una decena hacen referencia, precisamente, a los milagros atribuidos a la Virgen Blanca, titular de esta antigua iglesia de Villalcázar de Sirga (3).


Muerto en 1274, estudió en la Universidad de París, siendo alumno de San Alberto Magno y compañero de San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino. Su primera esposa, fue la princesa Cristina de Noruega, cuyo recuerdo se mantiene aún vivo en otra ciudad castellana, cercana al entorno de Santo Domingo de Silos y las ruinas del monasterio de San Pedro de Arlanza, donde fue enterrada: Covarrubias. El sarcófago que se encuentra a continuación, se cree que es el de Dª Inés Rodríguez Girón, dama que fuera la segunda esposa del Infante Real, aunque siempre ha existido una cierta confusión a este respecto, siendo numerosas las fuentes que abogaban por Dª Leonor Ruiz de Castro, quien, al parecer, fue enterrada, tal y como pedía en su testamento, en el monasterio de San Felices de Amaya, cercano a Burgos (4). A continuación del presunto sarcófago de Doña Inés, se localiza la sepultura de un misterioso personaje, del que no se sabe a ciencia cierta quién fue, pero cuya personalidad gira, también, en torno a la historia y la leyenda. Aunque generalmente, se piensa que en él reposan los restos de un caballero santiaguista, de nombre Juan de Pereira, no son pocas las fuentes que lo consideran como el sepulcro de un caballero templario, e incluso, con el sepulcro del maestro cantero o magister murii que construyó la iglesia. Resulta significativo, no obstante llegados a este punto, observar que el personaje labrado en la tapa del sarcófago, mantiene un ave entre las manos. Si bien es cierto, que la verja metálica que protege el acceso a la capilla de Santiago, apenas permite vislumbrar qué tipo de ave es en cuestión, resulta igualmente significativa, la presencia de una ave muy especial, la oca, representativa de las antiguas hermandades canteriles y animal estrechamente vinculado, así mismo, con el Camino de Santiago y el tránsito al inframundo, siendo su simbolismo rico y variado. Este animal, figura al menos en dos escudos nobiliarios que se localizan, uno en la propia fachada exterior de ésta iglesia de Santa María la Blanca, y el otro, justo enfrente, en un antiguo palacio, reconvertido en Casa Consistorial. Junto a dicho escudo, también se encuentran algunos canes de cabezas, que probablemente pertenecieran en origen al templo. Dada la relación del rebelde Infante Don Felipe con la Orden del Temple, en la que encontró refugio después de los prolongados enfrentamientos con su hermano, el rey Alfonso X, quizás no resulte tan significativo, sin embargo, el detalle de que entre los personajes que tan abundante y ricamente ofrecen un detallado conjunto antropológico de costumbres -incluidas las plañideras, figuras todavía existentes hasta tiempos relativamente modernos-, situaciones y rituales de la época, se localicen varios hermanos de la Orden del Temple, acompañando al hermano finado en el sepelio. Tampoco hubiera sido extraño, que tales caballeros hubieran aparecido también en el sepulcro de su mujer, Doña Inés, en virtud de los estrechos contactos que los templarios tuvieron con las familias más antiguas y poderosas, de las que no sólo obtuvieron suculentas rentas, sino de las que también fueron requeridos para salvaguarda y defensa de sus territorios, como ocurrió en Galicia, con la misteriosa bailía de Faro. Y digo misteriosa, porque a pesar de su probada existencia histórica, aún queda por determinar el sitio exacto en el que ésta se encontraba, no descartándose, incluso, la famosa Torre de Hércules, precedente romano y estratégico punto de observación. 

De cualquier manera, e independientemente de los numerosos enigmas que todavía subsisten en esta vieja encomienda, de lo que no cabe duda es de que todavía, se mire por donde se mire, plantea no sólo numerosos retos al investigador, sino innumerables detalles histórico-artísticos y culturales, como para hacer de una visita uno de los más gratos atractivos del Camino de Santiago a su paso por la provincia de Palencia. Y un dato más: ¿son imaginaciones mías, o existe cierto parecido razonable entre la portada que da precisamente a la Capilla de Santiago y esa otra que todavía se puede ver, aunque a duras penas, en las ruinas del convento de San Antón, en la no demasiado lejana población burgalesa de Castrojeriz?. Buen tema para meditar en un futuro.


(1) Con respecto a la simbólica figura del Pantocrátor, no olvidemos que en Palencia existen unos antecedentes sublimes, como conoce muy bien todo aquel que haya visitado la iglesia-museo de Santiago, en Carrión de los Condes o la de San Juan Bautista, en Moarves de Ojeda. Por añadidura, y también por su razonable parecido, se podría mencionar el parecido entre éstos y otro que se localiza en la catedral de Lugo, tema que, desde luego, puede inducir a la especulación sobre el origen de los canteros y su hacer a uno y otro lado de ambas provincias.
(2) Rafael Alarcón Herrera: 'La otra España del Temple', Ediciones Martínez Roca, S.A., 1988, páginas 256-257. En la página 257 y a pie de foto, Alarcón, así mismo, comenta, y lo cito textualmente como dato para todo aquel que desee indagar más en el tema de la leyenda del tesoro de los templarios: 'El fabuloso convento templario de Villasirga (Palencia) conserva el recuerdo de un tesoro cuyo secreto solo conoce el animal del Pantocrátor, llamado popularmente "cerdito sabio de San Lucas"'.
(3) Otro de los misterios añadidos al lugar es, precisamente, la dificultad para identificar cuál es, entre las variadas imágenes marianas que se pueden encontrar en la iglesia, incluida la que se localiza en la magnífica portada principal de acceso al templo, por debajo, precisamente, del Pantocrátor al que se aludía como señalado por la leyenda como contenedor de la clave para localizar el supuesto tesoro de los templarios, si bien es cierto, que la mayoría de los investigadores tienden a señalar una hermosa talla gótica, que se encuentra dentro del recinto de la Capilla de Santiago, enfrente de los sarcófagos y terriblemente mutilada, puesto que le falta el brazo derecho, portador del atributo, siendo el daño, no obstante, mucho mayor en el caso del Niño, pues aparte del mismo brazo que la Madre, le falta también la cabeza.

(4) Información obtenida de parte de la conferencia que Cristina Partearroyo ofreció el día 10 de marzo de 1994 en el Museo Arqueológico Nacional y que se puede consultar en el siguiente blog; http://tomasalo.blogspot.com.es/2010/09/sepulcro-de-dona-leonor-ruiz-de-cartro.HTML

lunes, 31 de octubre de 2016

El Capricho: un paraíso esotérico


'Hay otros mundos, pero están en éste'.
[Paul Elouard]

Hablar de un lugar tan especial como éste, conlleva, cuando menos, remontarse a un tiempo y unos antecedentes en los que la magia, el esoterismo y el ocultismo constituían algo más que una tendencia pasajera entre las gentes pudientes de una sociedad europea, privilegiada y mercantilista, que se aislaba voluntariamente de esa revolución industrial que estaba transformando a los pueblos, en la piel de cuyos habitantes comenzaba a apreciarse el color gris ceniciento del polvillo que se desprendía del humo de las chimeneas de las fábricas o el rímel indeleble del hollín del carbón que se extraía de las entrañas de las minas. Un tiempo, en el que pasado el vendaval napoleónico y apenas recién estrenada la era moderna, arquitectos románticos y visionarios, como Viollet le Duc –aquél sabio intuitivo, que proclamaba con solvencia que los pintores modernos debían estudiar el arte medieval como una lengua, no sólo en las palabras sino también en su gramática y en su espíritu-,  y escritores románticos como Víctor Hugo, rescataban de la ruina parte de la brillante y milenaria magia de la catedral de Notre Dame de París, y en Madrid, entre la estación y la basílica, las ruedas de los carros todavía pasaban por encima de algún atochar, planta de tipo espinoso parecida al esparto, que había dado su nombre, así mismo, a una de las Vírgenes Negras más carismáticas de la ciudad: la Virgen de Atocha. Tiempos en los que, a pesar del analfabetismo popular generalizado –herencia, sin duda, de una Edad Media, cuyos estamentos se prolongaron más allá del tiempo-, el rito, el mito y la tradición –en definitiva, ese conjunto primigenio de arquetipos que Jung definió como el inconsciente colectivo-, subsistían en alegre convivencia –cual shakespirianas comadres de Windsor-, haciendo de lejanas charcas los lodos presentes en la época. Tiempos en los que, aparte del despertar de los movimientos obreros, de los sentimientos nacionalistas o del fragor sangriento de las primeras bombas anarquistas, el pasado, toda vez que el reinado de terror de la Inquisición comenzaba a vislumbrar su ocaso en los confines del horizonte, volvía a abrir la Caja de Pandora, latente en las oscuridades del útero de Proserpina, liberando embriones de heterodoxia, de cuyo líquido amniótico se nutrían sectas y agrupaciones que volvían a mostrar de cara al sol, entre otros, las columnas y los compases masónicos en sus mandiles o las cruces patadas en las hombreras inmaculadas de sus blancas capas.

Hecho milimétricamente a capricho –de ahí su nombre, que define al propio jardín, así como a todos sus elementos- por la propia duquesa de Osuna, Doña María Josefa Alonso Pimentel, es mucho más que otro simple conjunto histórico-artístico, como así lo declaró en 1934 –resulta evidente, que con todo merecimiento-, el Patronato para la Conservación y Protección de los Jardines de España, organismo dependiente de la Dirección General de Bellas Artes. Es un jardín, sí; es histórico, por supuesto; y es artístico, naturalmente. Pero a la vez, según uno se pierde por sus pintorescos rincones, se tiene la impresión, cuando menos, de que en realidad, lo que la duquesa dirigió personalmente con tantos detalles arquetípicos implícitos, fue algo más que un elegante y lujoso espacio de ocio en el que pasar largas temporadas y con el que cumplimentar el tedio y el aburrimiento de sus amistades más allegadas, independientemente de que entre éstas se contaran artistas e intelectuales de la época, algunos de los cuales había intervenido en su ejecución: un jardín especialmente diseñado como lugar iniciático. Pudiera darse el caso, perfectamente, de que bajo la apariencia de esas lujosas fiestas en las que no falta de nada y a las que el refranero popular suele referirse como tirar la casa por la ventana, los invitados, con o sin conocimiento, se vieran envueltos en todo un viaje lúdico pero a la vez iniciático, que en pequeña escala, desde luego, reprodujera el sentido de los grandes viajes espirituales. Un viaje, por añadidura, convenientemente indicado por los diferentes arquetipos marcados en su itinerario –a la manera, por ejemplo, del famoso Juego de la Oca-, sin importar por dónde los participantes comiencen el recorrido. De tal modo, que hay caminos solitarios, umbríos y en algún momento tenebrosos, que recuerdan a esa selva oscura, áspera y fuerte con la que comenzaba Dante los primeros versos de su Divina Comedia. Hay también algún claro, entre la frondosidad de un heterogéneo arbolado, donde una casita, denominada de la Vieja, nos recuerda aquella otra trampa mortal en la que residía la bruja malvada –otro de los aspectos encubiertos de la Triple Diosa- del famoso cuento de los Hermanos Grimm, titulado Hansel y Gretel, que podría representar, comparativamente hablando, esa cárcel de la que es difícil salir y en la que en el mencionado Juego de la Oca resultaría necesario que otro jugador recalara en ella y ocupara nuestro lugar. Parte de las espinas del Camino: lo imprevisto, las inconveniencias, el exceso de confianza. Siguiendo ese mismo sendero, a una centena de metros más adelante, otro claro nos descubre un curioso edificio cuya planta, de forma poligonal, nos recuerda ese tipo tan peculiar de arquitectura oriental, traída, entre otros, por los cruzados de Tierra Santa. Se trata del Casino o Salón de Baile –otro de los arquetipos que ha acompañado siempre la mayoría de rituales de la humanidad-, y en cada una de sus caras, una alegoría greco-latina nos remite a las antiguas ceremonias paganas. Curiosamente, para acceder a él, los invitados lo hacían en pequeñas falúas –recordemos a Caronte, el barquero del inframundo-, que partían de la denominada Casa de Cañas situada en el embarcadero del lago, accediendo al Casino por un pequeño canal, al final del cual, y situado en un pequeño túnel, les aguardaba otra figura arquetípica: el Guardián del Umbral. Llama la atención el aspecto de éste: un fiero jabalí recostado sobre sus cuartos traseros. Recordemos la importancia que su figura tuvo, sobre todo, en el arte románico, siendo, junto con el ciervo, los elementos principales del simbolismo cinegético medieval. Pero además, si echamos un vistazo a los grandes clásicos de la literatura medieval, observaremos, en la fascinante historia del hada Melusina, que uno de los más grandes linajes medievales, el de los Lusignan, comenzó, precisamente, con un desgraciado accidente cuando se intentaba dar caza a un jabalí.

El lago, si bien no muy grande, sí resulta, no obstante, embriagador. De forma circular, tiene un pequeño islote en su centro –el círculo y un punto en el centro, como se representaba la perfección y por defecto a Dios, también en la Edad Media-, en el que por encima de una pequeña cascada, un bloque rectangular de granito nos recuerda la figura del duque de Osuna. En la Casa de Cañas, situada, como se ha dicho, junto al embarcadero –en la parte interior de éste, un cuadro nos muestra un bucólico paisaje en el que destaca un templo pagano-, encontramos otro símbolo primordial: ese Yin-Yang hebraico conocido como Estrella o Sello de Salomón, que nos remite a la antigua sabiduría cabalística. Las hermosas palmípedas que evolucionan en las aguas del lago, si bien no son ocas, sí son familia de éstas: cisnes, patos y ánades, animales con características ctónicas, que ya figuraban en la decoración de los antiguos ninfeos, como lo demuestra el de Santa Eulalia de Bóveda. Junto al lago y el embarcadero, se localiza un fortín con forma de estrella. Y no muy lejos de éstos, casi oculta por la vegetación y los árboles, una pequeña ermita constituye todo un gran enigma. Realizada en parte con una técnica que ya utilizaban los grandes genios del Renacimiento, como Miguel Ángel y Leonardo, la del trampantojo –uno de los sitios más conocidos y espectaculares donde Miguel Ángel la puso en práctica, fue precisamente la Capilla Sixtina-, llama la atención la puerta de entrada, que reproduce otro gran símbolo arquetípico: el pie de druida o pentágono o estrella de cinco puntas. Así mismo, entre los símbolos que se aprecian en el suelo, junto a la puerta, destaca uno en particular: la cruz patada. Pero el gran enigma de este pequeño conjunto, reside en el jardincillo anexo al porticado lateral sur: una pequeña pirámide de granito que, al parecer, constituye no sólo otro símbolo arquetípico de perfección, sino además, la tumba de un misterioso y anónimo ermitaño, figura clave en otro conjunto monumental de arquetipos: las láminas o cartas del Tarot. Siguiendo el sendero y cercano a ésta, hay un pequeño estanque, con forma de riñón, donde se aprecia como referencia un torso clásico, en la base de cuyo soporte o columna, aparece otro arquetipo esencial, apenas perceptible: la rosa. De regreso a la explanada principal, aquella que desemboca en el palacio o mansión, un pequeño templete de forma semiesférica, en cuya parte central sobresale un busto de la duquesa, la magia de los números, unida a los arquetipos mitológicos, nos sorprende: ocho son las esfinges que lo custodian. A pesar de haber varios más pequeños y de diversa forma repartidos por los diferentes rincones de las 14 hectáreas que conforman este monumental jardín, el Laberinto principal, enorme y grandioso en su diseño –émulo de aquéllos otros, como el de la catedral de Chartres-, representa, con su inquietante presencia, no sólo uno de los arquetipos más antiguos que han acompañado a ese inconsciente colectivo desde el alba de los tiempos, sino también, uno de los elementos que más expectación genera entre los visitantes, y de hecho, como muy bien afirmaba Mircea Eliade, representa también al Ulises que todos llevamos dentro y a esa Ítaca -centro, ombligo o cordón umbilical-, a la que todos anhelamos regresar.



viernes, 21 de octubre de 2016

Canteros de Santa María de Huerta: el Lenguaje de los Pájaros


Aparte de las excéntricas ambigüedades simbólicas de un arte como el de la Alquimia, si existe algo comparable a esa forma de aludir algo lo suficientemente complicado de entender o interpretar como para responder a la perfección a esa calificación de lenguaje de los pájaros, no es otra cosa que las marcas que los canteros medievales fueron grabando en los sillares de aquellos edificios que de manera tan sabia, artesana y perdurable fueron levantando en su azaroso camino. El monasterio de Santa María de Huerta, aun no siendo, evidentemente una excepción, sí es, no obstante, uno de esos felices lugares depositarios de un ameno e interesante conjunto gliptográfico, digno de figurar, cuando menos, entre los más desconcertantes. Posiblemente más desconcertante, todavía, que las numerosas marcas de cantería que constituyen otro aliciente enigmático-cultural de otro monasterio cisterciense, no demasiado lejano, como es el de Santa María de Veruela, que, por el contrario, sí recibió, afortunadamente, la atención de un excelente artista, como fue Valeriano Bécquer, hermano y compañero de viaje y de aventura de aquél poeta que tan bien glosara el simbolismo de la mano y cuya poesía, en palabras de Eugenio d’Ors, era comparable a un acordeón tocado por un ángel: Gustavo Adolfo Bécquer. De hecho y como homenaje de buen gusto, durante mi última visita a Veruela, acaecida a finales de julio, tuve ocasión de disfrutar de una pequeña aunque agradable exposición de los dibujos realizados por aquél durante su estancia en el monasterio.

Es curioso, pero si tuviéramos que recurrir al símil de la fantasía, exponiendo como argumento lo prolífico que fue el trabajo de Gustavo Adolfo, aún enfermo desde su celda, podría sugerir la posibilidad de que permaneciendo cierto tiempo recorriendo esos solitarios y chinescos claustros, pasando sin miedo la yema de los dedos por la gélida superficie de unos sillares encajados con milimétrica maestría; dejándonos estremecer por la mirada puesta en nuestra nuca de esas fantásticas esculturas que contemplan impertérritas el paso de los siglos desde su aparentemente burlona eternidad, quizás la Musa podría sugerirnos -siquiera fuera lanzándonos un dardo dorado para abrir una brecha en el hemisferio creativo de nuestro cerebro-, algunas recomendaciones que nos permitieran intuir siquiera parte de ese gran misterio. Quizás la clave nos la diera Jung, cuando reflexionaba, en un ciclo de conferencias pronunciadas en Viena en 1931, sobre ese choque existencial entre un abuso de espiritualidad que caracterizó a esas épocas –el punto de inflexión, lo marcaron la caída del gótico y el nacimiento de la Reforma-, y el abuso de materialidad que nos caracteriza ahora a nosotros.

Frente a esto e independientemente de las numerosas teorías que han querido ver en esos grafismos un símil de nómina con vistas a un jornal o el distintivo de un gremio en particular -por ejemplo, se comenta que gremios muy activos, sobre todo en el Camino de Santiago, como los Hijos del Maestro Jacques o los Hijos de Salomón, firmaban sus obras con la pata de oca o con el Sello de Salomón-, o, en aquellos muy intrincados, con ramificaciones, el sello particular de un oficio artesano heredado de padres a hijos o, ya puestos en materia, instrucciones sobre el plano para ir completando la obra -una buena muestra, se encontraría en el ábside principal del monasterio de Santa María de Moreruela, en Zamora, o dentro de la galería de la preciosísima ermita mozárabe de Santa Cecilia, situada en el entorno del monasterio de Santo Domingo de Silos-, o, teniendo en cuenta la mentalidad también de la época, símbolos mágicos de protección, tal vez debamos recurrir a los aspectos espirituales de la época para intentar ver en ellas, el símbolo particular que definía al cantero en la trascendencia de una aventura que, al fin y al cabo, constituía todo un viaje espiritual. Sea como sea, lleguemos algún día a entender, si no todo, parte al menos de ese lenguaje de los pájaros, lo que no deja de ser cierto, es que contemplar esas antiquísimas reseñas constituye, después de todo, un atractivo añadido a la visita de lo que es ya de por sí, un lugar eminentemente sorprendente: el monasterio de Santa María de Huerta.


lunes, 17 de octubre de 2016

Una Virgen para una batalla: la de las Navas de Tolosa


Otro de los numerosos enigmas que hacen que la visita a este monasterio de Santa María de Huerta se convierta en toda una aventura, no es otro que aquél que se refiere a la supuesta historia de una curiosa imagen mariana medieval, cuya advocación original, perdida para siempre en esos charcos insondables de la historia donde posiblemente se perdieran también las aguas de las nieves de antaño a las que evocaba ebrio de nostalgia el poeta François Villon, ha querido que en el futuro se la asocie con un personaje relevante del siglo XII –el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada- y una batalla que fue crucial para las reivindicaciones reconquistadoras de unos reinos cristianos en plena expansión, una vez superada la espantosa derrota de Alarcos: la de los Tres Reyes, más conocida, sin embargo, como la de las Navas de Tolosa. Viene a colación al respecto, comentar, siquiera sea por la simpatía de forma, que ésta atribución, dejada caer de manera hipotética por el marqués de Cerralbo, fue considerada posteriormente con literalidad, de la misma manera que muchas fuentes consideran como un hecho inconstatable que las iglesias de planta circular u octogonal, constituyen un modelo inequívoco de arquitectura templaria, desde que en las postrimerías del siglo XIX el gran arquitecto francés Viollet le Duc –restaurador, entre otros importantes conjuntos medievales, de la catedral de Notre Dame de París-, dejara caer una afirmación similar, seguramente inconsciente del revuelo que levantaría en el futuro.

Esto no quiere decir, sin embargo, que ambas afirmaciones no pudieran haber sido plausibles, siempre y cuando, claro está, se mantenga la oportuna cautela de la duda mientras no se demuestre lo contrario. Dejando a un lado la réplica de dicha imagen, que en la actualidad se puede ver en una de las alacenas del claustro, es muy probable que la imagen original, custodiada en las dependencias privadas monacales, pudiera haber sido concebida en origen, por su tamaño y características –le falta la pieza trasera, utilizada, con toda probabilidad, para el alojo de reliquias, como solía ser habitual-, como una imagen de campaña, fácil de transportar y con la que poder oficiar misa antes de la entrada en combate. Bajo este punto de vista, pudiera ser, que hubiera acompañado al arzobispo Jiménez de Rada en tan importante contienda, siendo, como fue, uno de los principales artífices de la misma. Pero se sabe, que hubo otro prelado que también tuvo cierto protagonismo en la batalla: el obispo Martín de Finojosa. Curiosamente, ambos personajes, están representados en las magníficas pinturas laterales del ábside mayor de la iglesia, realizadas en 1580 por Bartolomé Matarana, pintor manierista genovés, que estuvo especialmente activo en Cuenca y en Valencia. Y en ambas representaciones –he aquí, tema añadido para la polémica-, se aprecia la presencia estatuaria mariana, si bien, de manera significativamente diferente.

En la parte izquierda, según estamos situados frente a la capilla mayor, tenemos una sensacional imagen de Martín de Finojosa oficiando misa ante las tropas. Unas tropas, cuyos primeros exponentes, sabemos que se correspondían con las órdenes militares; caballeros que, en este caso, lucen una cruz roja en sus cascos, detalle que puede ser incluso alegórico, no sólo de las referidas órdenes militares –templarios, hospitalarios o santiaguistas, por citar a las principales-, sino también del conjunto cruzado en general, pues no olvidemos, que España fue el precedente de las Cruzadas. La figura mariana que se aprecia en el altar, es una figura entronizada, que bien pudiera hacer referencia a la imagen de la que estamos tratando o, en su defecto, a una imagen de similares características, al uso de la época. Por el contrario, la escena de la derecha, ya nos muestra un detalle cuando menos significativo: el arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada, cargando contra los musulmanes al frente de la vanguardia cristiana. Lo curioso, es que el portaestandarte que cabalga inmediatamente detrás de él, mantiene en alto una banderola de color encarnado en la que se aprecia a una figura mariana, con el Niño en brazos, pero de pie, perdida ya esa disposición hierática y de teothokos, o trono de Dios, de la imagen que estamos tratando, más parecida a la virgen gótica y también oculta en las dependencias privadas del monasterio que, no obstante, se puede ver en los libros a la venta que tratan de la historia de tan interesante cenobio.

A este respecto, conviene mencionar, que en el monasterio burgalés de las Huelgas, aparte de otros significativos recuerdos de tan celebérrima batalla, se conserva la figura de una Virgen pequeñísima, de apenas 10 centímetros de altura, también denominada de las Navas o del Tovar, que formaba parte del pomo de la silla de montar del obispo Don Tello. Y otro dato significativo: no muy lejos del monasterio de monjas cistercienses de Buenafuente del Sistal, y en el vecino término de Cobeta, se localiza un curioso y aislado santuario mariano, de cuya titular, la Virgen de Montesinos –de igual nombre que la cueva donde Don Quijote protagonizó una de sus maravillosas aventuras-, se sabe que fue trasladada, precisamente, al monasterio de Santa María de Huerta y de cuyo rastro, nada se ha vuelto a saber.


lunes, 3 de octubre de 2016

Monasterio de Santa María de Huerta: capilla de la Magdalena


Aun a la vista, pero sorprendentemente menos conocido por el público en general, uno de los mayores enigmas sobre los que se puede especular en relación a este imponente conjunto histórico-artístico que es el monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, no es otro que la temática de esas fascinantes pinturas románicas que, situadas en uno de los absidiolos de la iglesia, hacen referencia a uno de los temas que más quebraderos de cabeza ha proporcionado a la ortodoxia eclesiástica oficial –quien, también por otra parte y a su manera, evidentemente, supo sacarle un espléndido partido- a lo largo de los siglos, y que todavía, a estas alturas del siglo XXI, continúa vertiendo, como un inagotable manantial, verdaderos ríos de tinta: María Magdalena.

Los frescos, datados, quizás con algo de premura, en el siglo XIII, fueron descubiertos en 1970, cuando la casualidad quiso que salieran a la luz en el transcurso de una remodelación de la iglesia, y a pesar de no haberse conseguido su total recuperación, muestran, no obstante, los suficientes elementos como para considerarlos de una importancia bastante más que relativa. El tema principal y a la vez, podría decirse que novedoso, es la disposición del Pantocrátor ocupando el hueco del ventanal, con lo cual, además, se consigue el efecto de que éste constituya básicamente el primer foco de atención, dando la impresión al observador de que la figura hierática del Salvador le está bendiciendo, cuando no –en este sentido, puede ser revelador, si lo consideramos como un detalle no exento de intencionalidad, en el que quizás se quiso recalcar el simbolismo añadido al típico héroe solar-, la luz del propio Sol –el Sol invictus- colándose por la abertura, de tipo saetera, a primera hora de la mañana. Por debajo, y a ambos laterales, dos escenas, estrechamente relacionadas, merecen también su foco de atracción: a la derecha, parte de la Pasión, con un Cristo dirigiéndose al Calvario, portador de un tipo de cruz muy especial, como es la Tau y la presencia de los ángeles turifarios, portadores de los objetos relacionados con la tortura. Y a la izquierda, la escena más relevante: aquélla en la que Cristo, una vez resucitado, se aparece a María Magdalena y ante el intento de ella de abrazarse a Él, las palabras del Maestro han pasado a la Historia en su acepción latina de Noli me tangere; es decir, No me toques. Obviamente, lejos de constituir una escena más, su trasfondo emotivo radica, como muchas veces se ha discutido, en la importancia extraordinaria que tuvo esta figura para Cristo, hasta el punto de gozar del privilegio de ser la primera persona a quien se apareció y a quien, metafóricamente hablando por su sentido de mensajero, convirtió también en ese ángel que habría de llevar la buena nueva a unos discípulos, hombres, abatidos por el miedo y la vergüenza.

Tal vez, recogiendo en parte el guante de la metáfora que se acaba de presentar, el artista considerara como ha lugar, por su importancia, la escena inmediatamente inferior a ésta, que no es otra que la Anunciación, donde Gabriel a la izquierda y María a la derecha desempeñarían –comparativamente hablando, por supuesto- ese papel de Dióscuros con el drama desarrollado por encima de ellos. Pero, también en la parte superior, concretamente por encima de donde Cristo carga con la cruz, aparece representada otra Anunciación: ¿por qué?. He ahí otro enigma, pues en ésta pequeña representación, hay un objeto peculiar: una vasija o recipiente de tamaño desproporcionado. Por debajo, y como colofón a toda la escena, lo que podría ser una referencia a la muerte del padre espiritual del Císter: Bernardo de Claraval, padrino, además, de su brazo armado: la Orden del Temple.


jueves, 29 de septiembre de 2016

El Monasterio de Santa María de Huerta


Todo monasterio, aparte de constituir un completo conjunto que contiene en su diseño lo más granado de la matemática y la geometría, es, también, ese metafórico envase de óleo, cuyos aromas, aun al cabo de los siglos, embriagan los sentidos con efluvios de misterio y perfección. Evidentemente, el monasterio soriano de Santa María de Huerta, es uno de ellos. Y su historia, cuando menos en lo relativo a su génesis o principio, liberado el tapón del envase de óleo que la contiene, resulta marcadamente misteriosa. Tan misteriosa, que habría que remontarse a aquellos oscuros años de los siglos XI y XII, cuando a la opulenta soberanía de Cluny le salió –yo no me atrevería a decir que inesperadamente, pues todavía quedaban muchas ovejas ajenas al redil-, un doloroso y molesto orzuelo llamado Císter. Hablar del Císter obliga, en cierto modo, a hablar también de la que siempre se ha considerado su facción armada: la orden del Temple. Y al hacerlo, no se puede evitar comparar los paralelismos históricos que vinculan a ambas órdenes no sólo en su desarrollo, sino también en sus inicios, pues en ambas parece detectarse un fenómeno similar, quizás copiado de aquellos misioneros y navegantes que eran los monjes irlandeses, pues como ellos, tanto cistercienses como templarios comenzaron su azarosa vida en pequeños grupos, lo que no deja de ser, en el fondo, una cuestión tremendamente paradójica, pues cuesta pensar que de unos inicios tan modestos, pudieran surgir, aun con mayor o menor grado de conservación, obras tan perfectas e inconmensurables. Así, pues, se puede decir que este monasterio comenzó, gracias a la labor de un puñado de hombres, que sometidos por un sin fin de privaciones pero con fe, perseverancia y unos conocimientos sorprendentes para su época, levantaron algo digno de respeto y admiración. Si bien, sometido a numerosas remodelaciones que lo fueron adaptando al gusto predominante de determinadas épocas, todavía conserva una parte interesante de su primitiva fábrica. A ella pertenecen, sin duda, una cuidada y enigmática gama de marcas de cantería que, en conjunto, constituyen todo un apasionante enigma. O lugares no menos enigmáticos y poco conocidos por el público en general, como la capilla de la Magdalena. O personajes relevantes de la Historia –el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada o Martín de Hinojosa-, así como apasionantes enigmas artísticos relacionados con episodios no menos importantes de esa Reconquista, como la famosa batalla de los Tres Reyes, más conocida como la batalla de las Navas de Tolosa, que constituyen todo un atractivo y apasionante viaje al misterio digno de descubrir. Y esa es, después de todo, la vertiente que iremos viendo a lo largo de las próximas entradas.


viernes, 26 de agosto de 2016

Los maravillosos retablos góticos de la catedral de Salamanca


Como colofón, al menos momentáneamente, de esa inconmensurable isla del tesoro, metafóricamente hablando, que es la catedral de Salamanca, nada mejor que hacerlo dejándose llevar por la magia inapreciable de esa valiosa colección de Arte, formada por una soberbia recopilación de mediáticos retablos góticos, que han encontrado un espacio en el claustro, en lo que antiguamente fue la sala capitular. No menos atractivos y ricos en sutilezas simbólicas que el resto de elementos que, con mayor o menor intensidad, hemos ido descubriendo hasta aquí, la magia de la pintura gótica –o argótica, como diría el siempre enigmático Fulcanelli-, nos invita, cual tentadora maga Circe, a un viaje espectacular, donde los arquetipos, cuidadosamente situados en escenarios aparentemente piadosos, como mandaban los cánones de la época, desafían la imaginación, acercándonos, en algunos casos, con sus dobles significados, a corrientes filosóficas no siempre acordes con la rígida ortodoxia oficial. Bajo este punto de vista, un paseo contemplativo por este microverso con olor a azufre –como diría el filósofo francés Paul Elouard: hay otros mundos, pero están en éste-, puede ofrecernos la oportunidad de liberar la imaginación y especular con algo tan paradójico como lo improbable probable. Con algunas excepciones, poco o nula información se nos ofrece, desgraciadamente, en cuanto a los autores, de manera que, en nuestro viaje, partimos del completo anonimato artístico, si bien no sería descabellado sugerir, de acuerdo a su época, estilo y composición, notables influencias flamencas, independientemente de que hayan podido realizarse en cualquiera de las numerosas escuelas hispanas de los siglos XV y XVI, como –se sugiere por cercanía- la castellana y la burgalesa. E incluso no descartar la posibilidad de que algunos de los grandes maestros de los Países Bajos -pongamos por ejemplo, un van der Weyden, o un van Eyck o un Brueghel el Viejo- dejaran su impronta en alguno de sus viajes a la Península o fueran, después de todo, que parece lo más probable, costosas adquisiciones foráneas, como demuestra, por ejemplo, el tríptico de la Adoración de los Magos, de El Bosco, adquirido por Felipe II en 1575 y hoy día expuesto en el Museo del Prado de Madrid. Sea cual sea su caso, la cuestión es que, si nos resistimos por un momento al influjo hipnótico de tan singular belleza, sin contemplaciones y fríamente desplegada en una sala que parece demasiado pequeña, después de todo, para contener tan desmesurado tesoro, y nos centramos en aquellos aspectos o detalles que más nos llaman la atención, sin duda descubriremos cosas asombrosas en nuestro viaje cultural, que, de alguna manera, nos inducirán a plantearnos cuestiones, que no por pertenecer a ese paradigmático mundo de la especulación, han de ser necesariamente absurdas o irrelevantes.

Teniendo esto en cuenta, no ha de extrañarnos en absoluto, sentirnos ligeramente nerviosos ante dos las piezas que aparecen en primer lugar: una estatuílla de piedra arenisca policromada, datada en el siglo XIV, que representa a la Virgen de la Sede, figura que estuvo mucho tiempo presidiendo el Altar Mayor de la antigua catedral y el óleo sobre tabla, anónimo del siglo XVI, intitulado Llanto sobre Cristo muerto. Respecto a la Virgen de la Sede, los expertos, aluden a un posible origen francés, dado el pronunciado quiebro de la imagen a la altura de las caderas -común, todo sea dicho, a numerosas imágenes virginales románicas y góticas que se pueden encontrar en las iglesias de numerosas comunidades, cuyo modelo, posiblemente, sea también de origen franco-, pero nada dicen de lo que en realidad representa ese detalle: una alusión a uno de los símbolos más antiguos de la humanidad: la doble espiral. El óleo, por su parte, muestra la escena posterior al Descendimiento. Una escena, en la que ya comienzan a llamar la atención, ciertos elementos, como, por ejemplo, las cruces del Calvario, que tienen la forma sagrada de la Tau. Cruces, por otra parte, a las que C.G. Jung consideraba como arquetipos relacionados con el anima y el animus, y el desgajamiento inevitable para la consecución del estado nirvánico de la individuación. Pero dejando aparte tan complejo y profundo estadio de la psicología simbólica analítica, el cuadro nos ofrece otros relevantes aspectos, siendo, quizás el principal, la presencia de las Tres Marías -las Tres Madres Celtas, las Tres Brujas de Macbeth, las Tres Parcas o, en definitiva, los tres aspectos de la Diosa-, así como el protagonismo ineludible de una figura que, todavía, al cabo de dos milenios, continúa generando todo tipo de sentimientos y controversias: la Magdalena. Resulta curioso, que en esta escena, donde está a punto de ser amortajado el cuerpo de Cristo, el anónimo pintor, no sólo nos hiciera ver la relevancia de esta figura, la primera en verle resucitado, no lo olvidemos, sino que, además de representarla llevándose la mano izquierda a los labios para besar la herida de los clavos, en una escena griálica digna de las mejores historias medievales, lo hace con el peinado recogido, como mandaban los cánones de la época, para representar a la mujer casada y de vida ordenada.

Juan de Flandes, en su Retablo de San Miguel, de principios del siglo XV, nos ofrece, en primer término, una visión muy particular de la célebre batalla en el monte Gargano, muy popular en las representaciones y leyendas surgidas a partir del siglo IV, en la que la Bestia, es un extraño híbrido entre león y serpiente (Sol y Luna), y donde el autor nos presenta, entre otras particularidades, la figura, no de un caballero solar, como debería corresponder, sino por el contrario, por el color grisáceo oscuro tirando a negro de la armadura del arcángel, quizás su intención fuera insinuarnos la figura contraria; es decir, la figura del caballero lunar, cuya mejor representatividad la encontrarmos en el famoso San Jorge. Flanqueando al eterno paladín, dos figuras familiares: San Francisco, representado bajo la experiencia de una de sus visiones estigmatizadoras y Santiago. Lejos de las tradicionales representaciones, el de Flandes nos presenta una figura entronizada, con el báculo del Maestro en la mano derecha y el Libro de la Vida o de las Profecías, en la izquierda. Por los colores de su hábito -blanco y negro-, tal vez fuera un encargo cisterciense o, en su defecto, dominico.


Muy cerca del Retablo de San Miguel, el gallo de la antigua veleta, nos trae a la memoria el famoso gallo dorado -antiguamente, se pensaba que era de oro puro- de esa auténtica Capilla Sixtina del Románico, que es la Colegiata de San Isidoro de León. Pero sin duda, sublime y maravilloso, el anónimo Retablo de la Virgen de la Leche, cautiva, no sólo por la belleza de una escena cuya supuesta apariencia de ortodoxa maternidad daría mucho de qué hablar, sino por el simbolismo subyacente en la propia representación y los arquetipos que pululan alrededor de la escena. Fue precisamente a partir de este siglo, el XVI, cuando Roma consideró la inconveniencia e irrespetuosidad de este tipo de imágenes, hasta entonces muy populares. De su popularidad, baste recordar las numerosas representaciones de San Bernardo bebiendo de los pechos de la Madre. Escoltadas por dos angelotes griálicos, representativos, probablemente, de la fertilidad y la abundancia, la Madre nos muestra todo un símbolo en su hombro izquierdo: la estrella de ocho puntas. O lo que es lo mismo, la Estrella Mística, la estrella de los alquimistas, aquélla misma que, figurativamente, guió a los Magos a Belén. En la parte inferior, y a ambos extremos, dos santas mistéricas, han de llamarnos también la atención: Santa Águeda, con los pechos -otra forma de referencia al alimento espiritual- en una bandeja y Santa Marina, quien, como la contrapartida femenina del Júpiter cristiano -San Miguel-, mantiene también doblegada a la Bestia y cuyos santuarios -recordemos el orensano de Augas Santas- están tan relacionados con los cultos al elemento base de la Gran Diosa: el Agua. Las numerosas representaciones de San Andrés y San Cristóbal, también llaman poderosamente la atención. Destacan, sobre todo, las representaciones de éste último, donde se puede localizar un rico e interesante simbolismo. En la primera, formando parte del interesantisimo retablo de Fernando Gallego que lleva por título La Virgen de la Rosa, nos encontramos con el Christophoro o Portador de Cristo, en la típica escena, cruzando el río. Lo que llama la atención, es, cuando menos, uno de los personajes que le espera en la orilla opuesta. Lleva hábito y un farol en la mano, igual que esa sugestiva representación, contenida en ese compendio místico-psicológico que es la baraja del Tarot: el Ermitaño.

Pero el retablo, singular, por otra parte, muestra otros detalles ciertamente relevantes, en la figura de la titular: la Virgen de la Rosa. Debería de llamarnos ya la atención, por el nombre y el simbolismo místico que le acompaña. Pero un detalle, cuando menos curioso, lo encontraremos si observamos bien el colgante que la Virgen lleva al cuello: una cruz Tau, decorada con perlas, al modo en el que los antiguos occitanos representaban su famosa Cruz de Doce Puntas o Diamantes. Volvemos a encontrarnos con San Cristóbal, en otro retablo grandioso, situado entre ésta fantástica Virgen de la Rosa y otra Virgen muy popular, como su nombre bien indica: la del Popolo. Como en la representación anterior, el sometido Hércules cruza un río con el Niño a cuestas y en la orilla, de nuevo nos volvemos a encontrar al personaje con hábito y farol en la mano. Claro que, en ésta escena, entre los pies del gigante y dejando aparte la palmera que éste porta en la mano, nos encontramos otro auténtico símbolo, cuando menos característico del Camino de Santiago: la oca. Impresionante, así mismo, el otro retablo de Fernando Gallego, el de Santa Catalina, figura que bien podríamos relacionar, también, con otro sugestivo Arcano Mayor de la baraja de Tarot: la Rueda de la Fortuna. Espectacular, en su representación y simbolismo, en una parte del retablo, el artista nos muestra a la Santa -figurativamente con la espada en la espada en la mano, en acto de administrar justicia y suplantando la figura de la esfinge que nos presenta el famoso Tarot de Marsella- con dos ruedas. Dos ruedas que, unidas, no sólo forman la inequívoca figura de un ocho -número sagrado y elemento clave en muchos estilos arquitectónicos- sino también, la doble espiral entrelazada o símbolo del infinito. Así mismo, y como colofón a la presente entrada, merece la pena fijarse detalladamente en la forma de la base que soportan las ruedas, para volver a encontrarnos con otro símbolo arquetípico que acabamos de mencionar: la Pata de Oca.

Belleza, simbolismo y misterio. Simplemente por degustar estas maravillas, una visita a la catedral de Salamanca merece, sin duda alguna, la pena.



jueves, 18 de agosto de 2016

Catedral vieja de Salamanca: imaginería funeraria medieval


Una vez contuvieron los restos mortales de personajes relevantes del clero y la más alta de las noblezas, los pormenores de cuyas vidas, no cabe duda de que conforman biografías más o menos aderezadas en la esmaltada rigidez de los libros de Historia, cuya lectura pueda resultar más o menos placentera. Pero lo interesante aquí, no conlleva, en absoluto, la obligación de hacer un ensayo pormenorizado de la vida de doña Mafalda, hija del rey Alfonso VIII; ni hipotetizar sobre la irrelevancia de cómo empleaba su tiempo libre don Juan Fernández, hijo de Alfonso IX de León; ni tampoco lanzar el guante de la suspicacia acerca de las andanzas piadosas –cogito, ergo sum- de los obispos de Castilla, como Gonzalo Vivero o el arcediano Diego Arias Maldonado, sino de repasar, siquiera sea desde la perspectiva complaciente de la admiración, la detallada hermosura y calidad artística de los sarcófagos que los albergan. Tampoco, evidentemente, se trata de colocar al observador en una disyuntiva morbosa, pues no hay nada que pueda aterrarnos más, como criaturas prisioneras y temerosas del factor tiempo al que estamos sometidos, que la idea de finito far niente, que conlleva tratar un tema tan espinoso como es el de la muerte.

Lejos, pues, de alterar las mórbidas sensaciones anexas a ese agujero negro que a todos nos espera en algún momento, se sugiere dar un oportuno rodeo, y soslayar, lejos por el momento del alcance de la guadaña del Ángel Negro, parte del rico costumbrismo que hizo de las sepulturas medievales un arte digno, cuando menos de estudio y admiración. Posiblemente derivado de los grandes talleres burgaleses y palentinos, a quienes los avatares de la Reconquista iba ofreciendo nuevas oportunidades, los sepulcros que aquí se pueden admirar, contienen, por sí mismos, una parte importante de la riqueza artística que se conserva en esta catedral de Salamanca. Incluso algunos de ellos cuentan todavía, en su haber, con una parte considerable de esa atractiva policromía con la que estaban dotados originalmente. Delicados, así mismo, en los detalles de sus esculturas, nos ofrecen no sólo una detallada exposición de las costumbres de la época, sino además, un rico repertorio ilustrativo, de índole antropológico, cuyos ritos, si bien se han ido modificando con el paso inexorable del tiempo, han sido pan del pueblo hasta tiempos relativamente recientes. El caso más específico, y el que quizás llame más la atención por su repetitividad así como por el, en ocasiones cómico dramatismo que le acompaña, es el cortejo de magdalenas o plañideras profesionales, que describen a la perfección los ritos y costumbres de la época. Humanamente relacionado, la heráldica no sólo nos refiere el ego sum de un estamento nobiliario que sigue aún vigente, sino que además, acompañado de pompa y circunstancia, adapta las cualidades del difunto al manierismo clásico, equiparándole, por derecho de nacimiento, con la imagen primordial del héroe. Y evidentemente, con tal derecho, la temática incluye también esa parte espiritual y neotestamentaria, que hace participar al difunto de los episodios más relevantes, o cuando menos, de los más significativos, basados en la historia y vida del héroe solar por antonomasia: el propio Cristo. No es de extrañar, por tanto, que entre los numerosos modelos recurrentes, se localicen algunos que, por insistencia, inducen a plantearse bien una especialización determinada, una moda o quizás la inclusión de una alusión a la inmortalidad o el renacimiento afín a los cánones de pensamiento de la época. Sin duda, la escena que más se repite en estos magníficos sepulcros, no es otra que la Adoración de los Magos. Una escena, desde luego, cargada de simbolismo, y generalmente coronada por un símbolo universal, la estrella, cuyo rico simbolismo oculta arquetipos, tales como guía, inmortalidad, renacimiento que a la vez, podrían estar relacionados con el contenido simbólico de las copas o jarras que los magos entregan al Niño. Otro de los temas recurrentes, es el amortajamiento del difunto; y por encima de éste, la visión arquetípica de los dos ángeles recogiendo su alma. Y como se observa, de forma gráfica y explícita, no importan cuán viejo fuera el cuerpo destinado a la tierra: el alma, eterna e indestructible, conserva siempre la apariencia y vitalidad de una persona joven. Otras veces, es el Calvario uno de los temas centrales del sepulcro, donde, entre el grupo de espectadores, posiblemente también figure una representación del finado, costumbre que tiene mucho que ver con la figura de los donantes, quienes también aparecían en los cuadros que encargaban. Una de tales representaciones, como ejemplo, podría ser el tríptico anónimo, que se conserva y expone en el Museo Arqueológico de Madrid, titulado Tríptico de la Pasión del caballero de Santiago.

En definitiva, podría decirse, que la imaginería funeraria medieval es todo un mundo, artístico y arquetípico, digno de descubrir. Y en ese sentido, una buena escuela, y una buena oportunidad de introducirnos en él, lo constituyen, sin duda, estos magníficos exponentes que se localizan en la catedral vieja de Salamanca.


Disponible también en Steemit: https://steemit.com/spanish/@juancar347/catedral-vieja-de-salamanca-imagineria-funeraria-medieval

lunes, 8 de agosto de 2016

Artes plásticas medievales en la catedral vieja de Salamanca


Como ya se aventuraba en la entrada anterior, dedicaremos otras varias a ojear, siquiera sea de una manera breve, otra parte amena y realmente fascinante del sorprendente conjunto artístico que todavía, al cabo de los siglos y milagrosamente salvado de las diferentes vicisitudes históricas –principalmente, porque estuvo a punto de desaparecer cuando se pensó en derribarla para levantar la nueva-, se conserva en el interior de este grandioso conjunto monumental, que es la catedral antigua de Salamanca: las artes plásticas medievales. Obviando, pues, las maravillas pictóricas anexas a la Capilla de San Martín (x), bueno es comenzar situándonos en la nave, mencionando, no obstante, esa magnífica pintura que muestra precisamente al  exmilite de Tours partiendo su capa por la mitad para ofrecérsela a un pobre, en una de las escenas más corrientes, que generalmente se dedican a un santo que, como ya se aventuró, fue contemporáneo del hereje Prisciliano, participando en el Concilio de Tréveris, en el siglo IV, donde aquél fue sentenciado, ejecutado y sus restos decapitados trasladados furtivamente a Galicia, donde recibieron sepultura. En ese mismo lateral y posiblemente de fecha más contemporánea –siglos XVI o XVII-, algunas representaciones parecen mostrar, quizás, lo que se considera como los milagros de uno de los Cristos más milagrosos y venerados de Salamanca: el Cristo de las Batallas, aunque se conserva otro, románico y con fama de muy milagrero también –el Cristo de la Zarza-, en la iglesia románica de San Juan Bautista o San Juan de Barbalos. Pero sin duda, la pieza más representativa, aquélla que atrae la mirada como un imán por su grandiosidad y magnificencia, cuando menos en un primer momento, es el impresionante retablo gótico que recubre por completo toda la cabecera de la Capilla Mayor, obra gigantesca y meritoria, cuya ejecución se estima en la primera mitad del siglo XV, siendo los artistas encargados de realizarla los tres hermanos Delli: Daniel –más conocido como Dello-, Sansón y Nicolás. En conjunto, esta magnífica composición arquetípica de los hermanos Delli, nos detalla, en sus múltiples escenas, diferentes episodios de la vida de María y de Jesús. Pero son, posiblemente, los frescos que ocupan el diámetro superior de la bóveda, los que atraen irremisiblemente la atención, por dos motivos fundamentales: por su extraordinario estado de conservación y porque, de alguna manera, no ya en la temática, desde luego, pero sí en el desarrollo de la obra, recuerdan la magnificencia renacentista que ya comenzaba a imperar sobre el gótico, cuyos exponentes ya ponían en práctica, sobre todo, los grandes maestros italianos, como Rafael, Miguel Ángel o Botichelli. En un símil de la bóveda celeste, Cristo resucitado y mostrando las heridas de la Crucifixión, parece ejecutar una extraña danza en el sentido de las agujas del reloj. Una cohorte de ángeles, por la manera en la que están distribuidos, forman a su alrededor una imaginaria mandorla o Piscis Vesica. Todos portan, por decirlo de alguna manera, las reliquias más sagradas: todos y cada uno de los objetos que tuvieron que ver con el martirio y muerte de Cristo. Llama la atención, y resulta una curiosidad que me recuerda un extraño Calvario que hay en el interior de la iglesia segoviana de Languilla, la presencia, en ambos extremos de la parte superior, de dos figuras muy determinadas: la Virgen María a la derecha y a la izquierda, aquél que tenía que menguar para que el otro creciera, San Juan Bautista. No hay rastro del Evangelista, cuyo Apocalipsis quizá tuviera más relación con la sobrecogedora escena que se reproduce en la parte inferior: el Juicio Final. Un Juicio sin paliativos, que nos muestra cómo, después de la resurrección, se vuelve a llamar la atención sobre los inevitables contrarios: aquellos, inevitablemente necesarios para que unos y otros puedan existir, que conformarían la parte de justos y pecadores. Pero incluso aquí, la disposición de unos y otros resulta curiosa: los pecadores en el infierno –es éste, la boca de un enorme dragón o serpiente, que nos recuerda la figura del ouroboros, o dicho de otra manera, el arquetipo que nos indica que no hay principio ni fin, sino que todo es cíclico- de la derecha y los justos en el paraíso de la izquierda; precisamente aquélla que, comparativamente hablando y relacionada con las manos –manos creadoras, después de todo- siempre se ha dicho que Dios no tiene. 


Por otro lado, y dejando para una próxima entrada las peculiaridades de los magníficos sepulcros, el crucero de la derecha, aquél por el que se accede al claustro, nos muestra, así mismo, entre las numerosas escenas plásticas con mayor o menor fortuna conservadas, no sólo temáticas recurrentes que parece que fueron modelo de copia y veneración en los diferentes elementos bizantinos de Salamanca –por ejemplo, la figura imponente del Christóphoro o Portador de Cristo, San Cristóbal, la figura de San Andrés o la Adoración de los Magos-, sino que, a la vez, ofrecen también notables curiosidades. Entre ellos, quizás por su rareza, destaquen, particularmente, dos escenas: la primera, situada algunos metros por debajo de un rosetón, cuyo centro está formado por un polisquel, una figura gigantesca y femenina, da qué pensar. Podría tratarse de la Virgen, pero hay un detalle que induce a pensar, siquiera de manera vehemente, que podría aludir a otra figura: Santa Catalina. Esto es así, porque por encima de la cabeza de ésta, no sólo se observa una torre, sino que, entre una y otra, nos encontramos con una referencia inequívoca a la rueda –la Rueda de la Fortuna- en el rosetón, cuyos radios, comparativamente hablando, son idénticos a los que conforman a aquél otro se localiza en el frontis de la iglesia del monasterio soriano de Santa María de Huerta. De hecho, la presencia de Santa Catalina, se aprecia, junto con otras dos santas, en un pequeño mural que se encuentra por debajo y a mano derecha. Junto a estas representaciones, caben destacar otras dos, que representan sendos Pantocrator, y que en ambos se detectan curiosos añadidos: en el primero y más grande, situado por debajo y a la izquierda del que acabamos de describir, fácilmente identificable porque se ha perdido el detalle de la figura de Cristo y sólo queda la forma vacía mostrando las manos, a los símbolos determinativos de los cuatro Evangelistas, se les ha añadido otros cuatro más. En este caso, dos ángeles en la parte superior, portando objetos de la Pasión y en la parte inferior, a modo de Calvario, tal vez las figuras de María y Juan el Evangelista. El otro se localiza cerca, en la pared de la izquierda, por encima de uno de los magníficos sepulcros cuya parte central reproduce la Adoración de los Magos. Mejor conservado, este Pantocrátor difiere del otro, en que, además de los símbolos identificativos de los Evangelistas, son cuatro los ángeles que complementan la escena: los dos de arriba, portando objetos relativos a la Pasión y los dos de abajo tocando, no las trompetas, más acordes con los planteamientos evangélicos, sino un instrumento antiguo y netamente pagano: el cuerno. Elementos, no obstante, no ajenos a lugares relevantes de los diferentes caminos a Santiago, como sería la portada gótica –también llamada Puerta del Perdón, como Villafranca del Bierzo- de la iglesia de Santa María de los Sagrados Corporales, en Daroca, Zaragoza. 


miércoles, 27 de julio de 2016

Catedral vieja de Salamanca: Capilla de San Martín


'Todo el mundo parece estar de acuerdo hoy día en que el "Arte" forma parte de las cosas superiores de la vida, y en que es algo de lo que se disfruta en las horas de ocio proporcionadas por otras horas de "Trabajo" inartístico...'
[A.K. Coomaraswamy(1)]

Horas de ocio en Salamanca. O lo que es lo mismo, siguiendo el hilo de los pensamientos de Coomaraswamy, horas de ocio y arte en una ciudad no sólo interesante, sino también patrimonio monumental donde las haya, que no sólo cuenta con una rica y antigua historia, sino que además de tales sublimes credenciales, conserva, en esencia, una espectacular variedad de maravillas artísticas, dignas sólo de un lugar apegado al encanto y la tradición. Sin desmerecer, y simplemente por el detalle de su arcanismo, su belleza y su riqueza artística, la catedral vieja constituye, metafóricamente hablando, esa peligrosa absenta bohemia que obnubila los sentidos y embriaga la mente con emanaciones culturales difíciles de contener. Hablar de esas emanaciones, de esos arquetipos que bombardean -y no exagero- los sentidos del espectador apenas penetrado éste en los claroscuros de su interior, resultaría una tarea harto extensa y complicada; por lo tanto, para una mejor recreación y siguiendo con mayor o menor precisión el itinerario de visita que se recomienda, lo primero que sorprende, apenas situados en la nave de la antigua iglesia, es un magnífico mural bizantino, que representa una de las escenas más conocidas de aquél atribulado converso, que fue antes soldado que santo varón -de hecho, se retiró a hacer vida eremítica, notablemente alterado por el juicio y posterior decapitación de otro peculiar personaje contemporáneo, Prisciliano, cuyos restos terminaron siendo también ocultados en Galicia y todavía, en la actualidad, suscitan interesantes dudas con respecto a los que se veneran en la catedral compostelana-, y que en un acto de generosidad ad Domine, partió su costosa capa para compartirla con un mendigo: San Martín de Tours.

En honor de este santo, popular -y por favor, no confundir con el Dumiense, ese Atila o azote de los que él denominaba veneratore lapidi, es decir, veneradores de piedras o pueblos que mantenían fidelidad a los cultos de las religiones precristianas-, conserva esta parte de la catedral, maravillosa cuando no milagrosamente en un magnífico estado de conservación, una pequeña capilla sixtina, la belleza de cuyas pinturas románicas deja, sencillamente, aturdido al espectador. También llamada del Aceite, no sólo resulta peculiar el referido estado de conservación de las pinturas, sino que además, constituyen toda una rareza por estar consideradas como las únicas en Europa que están firmadas por el autor: Antón Sánchez Segovia y una fecha, 1262. La capilla, si bien sirve como cenotafio para los restos mortales de varios obispos -como Rodrigo Díaz-, muestra, en sus ciclos pictóricos, todo un hermoso desafío a la imaginación, entre cuyas escenas, posiblemente por su gran belleza y realismo, destaque el magnífico Pantocrátor que se localiza en la parte frontal y donde Cristo, invicto sobre la muerte pero mostrando visiblemente las cinco heridas o llagas, permanece incólume en la mandorla -no olvidar que la forma de ésta es una Piscis Vesica, o símbolo femenino de la fecundación, donde también la numerología juega un importante papel, si nos atenemos al número de criaturas angélicas que la rodean: nueve- escoltado por varios coros de ángeles en la parte superior y personajes bíblicos, prelados y apóstoles en la inferior y donde además se observa esa inequívoca alusión a los contrarios, como son el Sol y la Luna. Relacionados, también, con la temática, se pueden observar alusiones pictóricas relativas a las figuras primordiales de San Joaquín y Santa Ana, Padre y Madre respectivos de la Madre y en la parte central del arcosolio del sepulcro, seguramente del mencionado obispo Rodrigo Díaz, un tema recurrente, que aparecerá en numerosos lugares del recorrido por esta parte de la vieja catedral: la Adoración de los Magos. ¿O deberíamos, quizás, hipotetizar con una suplantación patriarcal de la antigua figura de la Triple Diosa, en ocasiones representada como las Tres Madres Celtas o las Tres Marías que acompañan numerosas escenas de la Crucifixión?. Hipótesis y fantasías aparte, lo que es cierto es que ésta Capilla de San Martín constituye todo un pequeño tesoro artístico, digno no sólo de admirar, sino también de estudiar y meditar sobre el numeroso conjunto de arquetipos que lo forman, desde una perspectiva espiritual abierta y crítica, que nos eleve por encima de la fría apariencia ortodoxa y nos conecte con la realidad de los múltiples mitos que representa.


(1) Taurus Ediciones, S.A., Madrid, 1980.