Belleza y simbolismo, forman parte de ese conjunto de mágicas implicaciones, que es el Camino de Santiago. No importa si uno hace los 790 kilómetros que hay que recorrer siguiendo el trazado del denominado Camino Antiguo o Camino Francés, que lleva desde Roncesvalles hasta Santiago, o sigue cualquiera otra de las rutas alternativas –por ejemplo, atravesando el peligroso puerto de San Adrián, atravesando posteriormente la Llanada Alavesa-, pues todos los caminos, como se le hace saber al peregrino, confluyen en un lugar muy determinado, donde Historia, Leyenda y Tradición se dan un abrazo tan estrecho, que a veces el peregrino, dejándose llevar por la ensoñación, no es capaz de separar.
Este lugar tan especial, no es otro que la localidad navarra de Puente la Reina. Aquélla donde los templarios tuvieron una iglesia y un hospital –que siguen en pie, y en el caso del segundo, funcionando todavía, al menos como albergue-, llamada Santa María de los Huertos, aunque conocida popularmente como la iglesia del Crucifijo -el por qué de dicha denominación, lo dejaremos para la próxima entrada-, donde todavía perviven rastros de un espléndido y diríase que histriónico esoterismo.
Quizás, uno de los rastros más hermosos y esotéricos a la vez, por el que merece la pena comenzar hablando, no sea otro que el puente románico, denominado ‘de los peregrinos’, que conecta la ciudad con la otra orilla del río Arga. Ya saben, el río donde el simpático pájaro Txori recogía agua con su pico para limpiar la imagen desaparecida de la Virgen que había junto a éste, hoy día desaparecida, según cuenta una florida leyenda.
Un río, el Arga y unas gentes, las navarras, que por los motivos personales que fueran, no gustaron a Aymeric Picaud y así lo consignó en su famoso Codex Calistinus o Guía del peregrino que se dirige a Santiago. De la barbarie de los navarros, no creo que fuera en absoluto diferente a la que podría encontrarse cualquiera, peregrino o no, en otras regiones, en una Edad Media que luchaba a brazo partido contra esa mitad peninsular gobernada desde el Califato de Córdoba y quizás también con menos celo pero con más orgullo propio, con la otra mitad que buscaba una unificación bajo reinados a los que todos pensaban tener derechos consanguíneos. Las aguas del río Arga, puede que hoy en día, seducidas por ese canallesco donjuán industrial llamado polución, no sean muy recomendables para su consumo, pero dudo mucho, también, que fuera así en los tiempos medievales en los que Picaud escribió su Códex.
El puente, sin embargo, es toda una obra de arte y continúa más o menos igual que cuando fue levantado, allá por los siglos XI y XII. Es uno de los puentes típicos del Camino, con su forma de joroba de ‘asno’ característica, en la que el peregrino, cuando sale de la ciudad para continuar su largo viaje, asciende por una orilla y desciende por la otra, en lo que simbólicamente podría considerarse como ‘alcanzar el cielo y descender a la tierra’.
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