Durante cerca de cuatro meses, mi
destino no ha sido otro que recorrer, día sí y día también, esos dieciocho
kilómetros que, aproximadamente, separan Madrid capital de la Fundación
hospitalaria San José, un centro especial de atención y rehabilitación, creado
a finales del siglo XIX, en unos terrenos situados enfrente del aeródromo de
Cuatro Vientos. Dichos terrenos, fueron cedidos a los Hermanos de San Juan de
Dios, una orden hospitalaria cuyos orígenes se remontan al denominado Siglo de
Oro, por D. Diego Fernández, marqués de Vallejo. La historia personal de su
fundador, si bien no es extraordinaria sí que resulta, no obstante, peculiar.
Portugués de nacimiento, aquél Joäo Cidade que según algunos nació en 1495 en
Montemor y según otros en Noco, pero al menos, tanto aquéllos como éstos,
coinciden en que fue en la diócesis de Évora, tuvo una historia personal, sin
duda pintoresca. Sus comienzos como pastor de ganado no le impidieron, sin
embargo, optar por la milicia y enrolándose en las huestes del conde de
Oropesa, participar, al menos, en dos sitios de cruenta relevancia:
Fuenterrabía y Viena. Con o sin medallas, gloria o demérito, que todo depende
de un cántaro de medida posiblemente demasiado estrecho, ese fatum o destino tan presente siempre en
la vida cotidiana conspiró –como
diría Paulo Coelho- para que, tras su pródigo regreso a la Península, entrara
en contacto con uno de los místicos más sobresalientes de ese Siglo de Oro
español al que hacíamos referencia, parte de cuyos virulentos pormenores caracterizan
la narrativa de Arturo Pérez Reverte, transmitida a través de personajes como
Quevedo y el capitán Alatriste. Para cuando el obispo de Tuy –optar por visitar
hoy en día la catedral de esta ciudad, significa un atraco a mano armada sin posibilidad de
sacar fotografías-, le sugirió el nombre de Juan de Dios, una fiebre emotiva
desmesurada, provocada –opinión populorum-
por el misticismo arrollador de otro Juan, pero éste de la Cruz, hizo que el de
Dios enfermera hasta grados superlativos de neurosis, dignos de la analítica
psicológica de C.G. Jung. Vueltas las aguas a su cauce, nuestro trueno vestido de nazareno –como diría
Antonio Machado, refiriéndose al caballero andaluz don Guido-, se dedicó con
pasión a labores humanitarias, fundando diversos establecimientos hospitalarios,
aunque su foco principal de actividad se desarrolló en Granada, ciudad en la
que falleció el día 8 de marzo de 1550.
Diversas son, por otra parte, las
sensaciones, experiencias y emociones que se abaten sobre ese armazón
psicológico que, en mayor o menor medida, todos pensamos que es invulnerable,
donde el Arte, a fin de cuentas, también tiene continente y contenido, cuando
se visita uno de estos lugares, como iremos viendo. En base a ello, resulta
lícito pensar en esa parte lúdica de la visión artística, tan estrechamente
relacionada con la experiencia emotiva de lo que se está viviendo. Una visión
material del lugar, induce, posiblemente, a experimentar una percepción
negativa, fría y más propia de ese hemisferio derecho del cerebro que todo lo racionaliza,
mide, pesa y etiqueta que no de la subjetividad poética de su complementario o
hemisferio izquierdo, de naturaleza más abierta a la desenvoltura creativa y
más receptiva, por tanto, a la asimilación del arquetipo, sea cual sea el
carácter o la orientación de éste. Bajo este punto de vista, bueno es advertir,
que en el siglo en el que se llevó a cabo la construcción de este lugar, no se
optaba por la creatividad sino por la funcionalidad. De manera, que si tomamos
ésta última como base de partida, diremos que su aspecto exterior nos
sobrecoge, ofreciéndonos una visión gris y fatal, similar a los barracones que
se levantaban en campos de terrible recuerdo –lamento la comparación, pero
expongo libremente mis primeras sensaciones-, impresión errónea que desaparece
cuando accedemos al interior y nos encontramos con esa parte lúdica o emotiva
que, a fin de cuentas, también constituye un detalle interesante que explorar
dentro del universo general del Arte. En el pabellón en el que se encontraba
recuperándose de un derrame cerebral uno
de mis grandes amores, mi madre, pude constatar ese sentido lúdico o detalle humano
del Arte, no sólo en la luz artificial de los fluorescentes colgados en el
techo, sino también en la luz natural, con sus iris y rompimientos de gloria –por utilizar recursos artísticos- de la luz
del sol que se colaba a través de los ventanales, incluso decreciendo con la
llegada del ocaso; esa afectuosidad, emanente del lado humano de unos
profesionales sobrecargados de enfermos y demandas y también la música. De
hecho, la música formaba parte de la terapia –como también la formaba el
colorear mandalas- recomendada a todo
enfermo, fuera o no el icto o ictus –siempre me he preguntado, por qué
el pez o primer símbolo del
Cristianismo para designar una enfermedad tan inhumana y cruel- la naturaleza
de su dolencia. A tal respecto, recuerdo la visión, familiar y repetitiva, de
un hermano voluntario que todas las tardes se sentaba a mitad del pabellón,
entre las seis y media y las siete, con su flauta y un amplificador e
interpretaba variadas melodías. Evidentemente, el hombre no era Erik Satie, ni
el instrumento que se llevaba a los labios con tanta pasión la flauta mágica de Mozart. Pero,
independientemente de que errara alguna nota, tanto el hombre como la acción
que estaba realizando eran puro Arte. Como Arte era la sonrisa de
agradecimiento del enfermo o de la enferma a la que acababas de echar una mano,
empujando su silla de ruedas, o ayudándola a dar un paseo por la galería, aunque nunca te parecía tan importante como la sonrisa de satisfacción y de alegría que esa persona
amada te dedicaba desde el preciso momento en el que te veía entrar por la puerta
de la habitación como si fueras el mejor regalo del mundo. Porque, bajo mi punto de vista, todo aquello cuanto es capaz
de emocionar -y la emoción no tiene por qué ser siempre positiva, puesto que lo negativo también forma parte del ser humano, si bien no siempre se consigue encontrar el punto de equilibrio entre uno y otro-, no deja de ser, después de todo Arte.
Emocionante es, y finalizo -dada la naturaleza tan especial para mí de este lugar, me he querido conceder el derecho de explayarme un poco-, esa mirada retrospectiva
hacia las técnicas y estilos del pasado, que se produjo en Europa -en parte, a instancias de arquitectos como Viollet le Duc, restaurador, entre otras, de la catedral de Notre Dame de París- y por
defecto, también en España. De ahí, que no deba sorprendernos el detalle, casual
o no, de encontrarnos con ciertos elementos artísticos que responden, con el
sufijo neo (nuevo) a una visión o un
tratamiento moderno de un estilo antiguo. Pocas personas lo saben, pero bajo el
pabellón principal de este centro hospitalario, se oculta una pequeña maravilla
artística, cuya contemplación merece la pena, aunque no resulta tan fácil el acceso. Se trata de una cripta que, de reducidas dimensiones, recoge, en
esencia, la parte quizás más mística, solitaria, misteriosa, íntima y de más difícil acceso contenida en cualquiera de sus antecesores templos románicos. Como un mandala, si por mandala entendemos la simbología que se desarrolla a partir de los cuatro elementos básicos o principales más ese quinto, que invisible, representaría el centro, la cripta, aunque mantiene unas proporciones reducidas, conserva, de cualquier modo, la austeridad cisterciense en la temática de sus capiteles y la herencia del arco romano que apuntala su bóveda. Pero quizás, tan sorprendente o más que este reducido lugar, sea esa representación artística de un Cristo sin cruz -como las antiguas representaciones cátaras-, ajeno a la tortura y al dolor, esplendoroso como un sol naciente, hermoso y sublime como ese Ave Fénix que, después de transmutarse en sus propias cenizas, renace con la plenitud de un ser libre y completamente diferente.
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