'Hay otros mundos, pero están en éste'.
[Paul Elouard]
Hablar
de un lugar tan especial como éste, conlleva, cuando menos, remontarse a un
tiempo y unos antecedentes en los que la magia, el esoterismo y el ocultismo
constituían algo más que una tendencia pasajera entre las gentes pudientes de
una sociedad europea, privilegiada y mercantilista, que se aislaba
voluntariamente de esa revolución industrial que estaba transformando a los
pueblos, en la piel de cuyos habitantes comenzaba a apreciarse el color gris
ceniciento del polvillo que se desprendía del humo de las chimeneas de las
fábricas o el rímel indeleble del hollín del carbón que se extraía de las
entrañas de las minas. Un tiempo, en el que pasado el vendaval napoleónico y
apenas recién estrenada la era moderna, arquitectos románticos y visionarios,
como Viollet le Duc –aquél sabio intuitivo, que proclamaba con solvencia que
los pintores modernos debían estudiar el arte medieval como una lengua, no sólo
en las palabras sino también en su gramática y en su espíritu-, y escritores románticos como Víctor Hugo,
rescataban de la ruina parte de la brillante y milenaria magia de la catedral
de Notre Dame de París, y en Madrid, entre la estación y la basílica, las
ruedas de los carros todavía pasaban por encima de algún atochar, planta de
tipo espinoso parecida al esparto, que había dado su nombre, así mismo, a una
de las Vírgenes Negras más carismáticas de la ciudad: la Virgen de Atocha.
Tiempos en los que, a pesar del analfabetismo popular generalizado –herencia,
sin duda, de una Edad Media, cuyos estamentos se prolongaron más allá del
tiempo-, el rito, el mito y la tradición –en definitiva, ese conjunto
primigenio de arquetipos que Jung definió como el inconsciente colectivo-,
subsistían en alegre convivencia –cual shakespirianas comadres de Windsor-,
haciendo de lejanas charcas los lodos presentes en la época. Tiempos en los
que, aparte del despertar de los movimientos obreros, de los sentimientos
nacionalistas o del fragor sangriento de las primeras bombas anarquistas, el
pasado, toda vez que el reinado de terror de la Inquisición comenzaba a
vislumbrar su ocaso en los confines del horizonte, volvía a abrir la Caja de
Pandora, latente en las oscuridades del útero de Proserpina, liberando
embriones de heterodoxia, de cuyo líquido amniótico se nutrían sectas y agrupaciones
que volvían a mostrar de cara al sol, entre otros, las columnas y los compases
masónicos en sus mandiles o las cruces patadas en las hombreras inmaculadas de
sus blancas capas.
Hecho milimétricamente a capricho –de ahí su nombre, que
define al propio jardín, así como a todos sus elementos- por la propia duquesa
de Osuna, Doña María Josefa Alonso Pimentel, es mucho más que otro simple
conjunto histórico-artístico, como así lo declaró en 1934 –resulta evidente,
que con todo merecimiento-, el Patronato para la Conservación y Protección de
los Jardines de España, organismo dependiente de la Dirección General de Bellas
Artes. Es un jardín, sí; es histórico, por supuesto; y es artístico,
naturalmente. Pero a la vez, según uno se pierde por sus pintorescos rincones,
se tiene la impresión, cuando menos, de que en realidad, lo que la duquesa
dirigió personalmente con tantos detalles arquetípicos implícitos, fue algo más
que un elegante y lujoso espacio de ocio en el que pasar largas temporadas y
con el que cumplimentar el tedio y el aburrimiento de sus amistades más
allegadas, independientemente de que entre éstas se contaran artistas e
intelectuales de la época, algunos de los cuales había intervenido en su
ejecución: un jardín especialmente diseñado como lugar iniciático. Pudiera
darse el caso, perfectamente, de que bajo la apariencia de esas lujosas fiestas
en las que no falta de nada y a las que el refranero popular suele referirse
como tirar la casa por la ventana, los invitados, con o sin conocimiento, se
vieran envueltos en todo un viaje lúdico pero a la vez iniciático, que en
pequeña escala, desde luego, reprodujera el sentido de los grandes viajes
espirituales. Un viaje, por añadidura, convenientemente indicado por los
diferentes arquetipos marcados en su itinerario –a la manera, por ejemplo, del
famoso Juego de la Oca-, sin importar por dónde los participantes comiencen el
recorrido. De tal modo, que hay caminos solitarios, umbríos y en algún momento
tenebrosos, que recuerdan a esa selva oscura, áspera y fuerte con la que
comenzaba Dante los primeros versos de su Divina Comedia. Hay también algún
claro, entre la frondosidad de un heterogéneo arbolado, donde una casita,
denominada de la Vieja, nos recuerda aquella otra trampa mortal en la que
residía la bruja malvada –otro de los aspectos encubiertos de la Triple Diosa-
del famoso cuento de los Hermanos Grimm, titulado Hansel y Gretel, que podría
representar, comparativamente hablando, esa cárcel de la que es difícil salir y
en la que en el mencionado Juego de la Oca resultaría necesario que otro
jugador recalara en ella y ocupara nuestro lugar. Parte de las espinas del
Camino: lo imprevisto, las inconveniencias, el exceso de confianza. Siguiendo
ese mismo sendero, a una centena de metros más adelante, otro claro nos
descubre un curioso edificio cuya planta, de forma poligonal, nos recuerda ese
tipo tan peculiar de arquitectura oriental, traída, entre otros, por los
cruzados de Tierra Santa. Se trata del Casino o Salón de Baile –otro de los
arquetipos que ha acompañado siempre la mayoría de rituales de la humanidad-, y
en cada una de sus caras, una alegoría greco-latina nos remite a las antiguas
ceremonias paganas. Curiosamente, para acceder a él, los invitados lo hacían en
pequeñas falúas –recordemos a Caronte, el barquero del inframundo-, que partían
de la denominada Casa de Cañas situada en el embarcadero del lago, accediendo
al Casino por un pequeño canal, al final del cual, y situado en un pequeño
túnel, les aguardaba otra figura arquetípica: el Guardián del Umbral. Llama la
atención el aspecto de éste: un fiero jabalí recostado sobre sus cuartos
traseros. Recordemos la importancia que su figura tuvo, sobre todo, en el arte
románico, siendo, junto con el ciervo, los elementos principales del simbolismo
cinegético medieval. Pero además, si echamos un vistazo a los grandes clásicos
de la literatura medieval, observaremos, en la fascinante historia del hada
Melusina, que uno de los más grandes linajes medievales, el de los Lusignan,
comenzó, precisamente, con un desgraciado accidente cuando se intentaba dar
caza a un jabalí.
El lago, si bien no muy grande, sí resulta, no obstante,
embriagador. De forma circular, tiene un pequeño islote en su centro –el
círculo y un punto en el centro, como se representaba la perfección y por
defecto a Dios, también en la Edad Media-, en el que por encima de una pequeña
cascada, un bloque rectangular de granito nos recuerda la figura del duque de
Osuna. En la Casa de Cañas, situada, como se ha dicho, junto al embarcadero –en
la parte interior de éste, un cuadro nos muestra un bucólico paisaje en el que
destaca un templo pagano-, encontramos otro símbolo primordial: ese Yin-Yang
hebraico conocido como Estrella o Sello de Salomón, que nos remite a la antigua
sabiduría cabalística. Las hermosas palmípedas que evolucionan en las aguas del
lago, si bien no son ocas, sí son familia de éstas: cisnes, patos y ánades,
animales con características ctónicas, que ya figuraban en la decoración de los
antiguos ninfeos, como lo demuestra el de Santa Eulalia de Bóveda. Junto al
lago y el embarcadero, se localiza un fortín con forma de estrella. Y no muy
lejos de éstos, casi oculta por la vegetación y los árboles, una pequeña ermita
constituye todo un gran enigma. Realizada en parte con una técnica que ya
utilizaban los grandes genios del Renacimiento, como Miguel Ángel y Leonardo,
la del trampantojo –uno de los sitios más conocidos y espectaculares donde
Miguel Ángel la puso en práctica, fue precisamente la Capilla Sixtina-, llama
la atención la puerta de entrada, que reproduce otro gran símbolo arquetípico:
el pie de druida o pentágono o estrella de cinco puntas. Así mismo, entre los
símbolos que se aprecian en el suelo, junto a la puerta, destaca uno en
particular: la cruz patada. Pero el gran enigma de este pequeño conjunto,
reside en el jardincillo anexo al porticado lateral sur: una pequeña pirámide
de granito que, al parecer, constituye no sólo otro símbolo arquetípico de perfección,
sino además, la tumba de un misterioso y anónimo ermitaño, figura clave en otro
conjunto monumental de arquetipos: las láminas o cartas del Tarot. Siguiendo el
sendero y cercano a ésta, hay un pequeño estanque, con forma de riñón, donde se
aprecia como referencia un torso clásico, en la base de cuyo soporte o columna,
aparece otro arquetipo esencial, apenas perceptible: la rosa. De regreso a la
explanada principal, aquella que desemboca en el palacio o mansión, un pequeño
templete de forma semiesférica, en cuya parte central sobresale un busto de la
duquesa, la magia de los números, unida a los arquetipos mitológicos, nos
sorprende: ocho son las esfinges que lo custodian. A pesar de haber varios más
pequeños y de diversa forma repartidos por los diferentes rincones de las 14
hectáreas que conforman este monumental jardín, el Laberinto principal, enorme
y grandioso en su diseño –émulo de aquéllos otros, como el de la catedral de
Chartres-, representa, con su inquietante presencia, no sólo uno de los arquetipos
más antiguos que han acompañado a ese inconsciente colectivo desde el alba de
los tiempos, sino también, uno de los elementos que más expectación genera
entre los visitantes, y de hecho, como muy bien afirmaba Mircea Eliade,
representa también al Ulises que todos llevamos dentro y a esa Ítaca -centro,
ombligo o cordón umbilical-, a la que todos anhelamos regresar.