En su conocido ensayo ‘Psicoanálisis del Arte’, advertía Freud, dentro del interesante capítulo dedicado a la extraordinaria y compleja figura de Leonardo da Vinci, sobre la frecuencia con la que los grandes artistas se complacían en desahogar su fantasía en representaciones eróticas y hasta obscenas.
En realidad, lo que pudiera haber de obsceno en el arte del Renacimiento, del que Leonardo, qué duda cabe, no fue el único representante pero sí uno de los más prolíficos maestros, no era otra cosa, al menos de cara a la galería, que esa regresión a los patrones clásicos y por lo tanto, ‘paganos’, a los que había que añadir ese ‘daño colateral’, por denominarlo de alguna manera, del culto al cuerpo, apenas dejada atrás una época, tachada de oscura quizás con demasiada vehemencia, como fue la medieval, donde precisamente éste encarnaba, comparativamente hablando, a la lombriz, cebo del que se servía el diablo para hacer entrar en su red a unos peces demasiado apegados a sus voraces instintos naturales.
Unos peces, dicho sea de paso, que apenas entendían nada del complejo mundo del espíritu y mucho menos compartían la idea de la mortificación y el cilicio, como sellos de garantía, comparativamente hablando, que habrían de implantarse en el pasaporte de su alma para traspasar las fronteras de un reino, el de los Cielos –y no pretendo, en absoluto, plagiar a Ridley Scott y su interesante película- que cada vez exigía más garantías de pureza, sacrificio y perfección, según los considerandos de un estamento que brillaba por la ostentación y conservación de privilegios, la Ecclesia, que no sólo era la primera transgresora de la regla, sino que además, política, ladina e incorrecta como poco –y me quedo corto, pero no es cuestión de imitar a los Hermanos Marx en el Oeste, echando más leña al fuego- sabía mirar para otro lado cuando la interesaba o las circunstancias así lo recomendaban.
Erwin Panofsky, de origen alemán y uno de los grandes historiadores de Arte del siglo XX, decía que ‘todo aquél que se encare con una obra de arte, ya sea que la recree estéticamente o bien la investigue racionalmente, ha de sentirse interesado por sus tres elementos constitutivos: la forma materializada, la idea (esto es, en las artes plásticas, el tema) y por supuesto, el contenido’. Y en referencia al tema que nos ocupa, la sexualidad implícita en los templos, el gran hermeneuta o historiador de las religiones Mircea Eliade, refiere un interesante episodio sobre el erotismo subyacente en las formidables pinturas del templo hindú de Ajanta, preguntándose cómo un monje budista podía liberarse de ‘las tentaciones de la carne’, rodeado de tantas desnudeces soberbias, respondiéndose a continuación, que mediante la vía del tantrismo; o lo que viene a ser lo mismo, si bien libre y escuetamente interpretado: el sexo como vehículo hacia una sagrada trascendencia.
No cabe duda, de que todas estas consideraciones, podrían formar la base sobre la que se asienta un tema tan complejo. Pero quizás, después de todo, no lo sea tanto, si a estos considerandos les añadimos una serie de factores, convenientemente más humanos y mundanos, como son aquellos que nos acercan a situarnos en la época de la que estamos hablando –siglos XII y XIII-; el duro entorno norteño donde se levanta éste templo, así como algunos otros templos de similares características y contenido; las especiales circunstancias de la vida en esos lugares; el carácter ‘festivo’ y transgresor de las gentes, que a pesar de todo no faltaba, como contrapunto a las férreas condiciones de vida, donde hasta la Iglesia, que no era tonta, –no en vano, lleva sobreviviendo cómodamente durante dos mil años- miraba para otro lado echando mano de rosario y paciencia, permitiendo la ‘liberación’ de cierta dosis libidinal reprimida –que venga Freud y opine al respecto- y no por último, menos importante, el periodo de inseguridad y de guerra, con la perentoria necesidad de traer hijos al mundo para sostener a una comunidad sometida a sus designios y los designios de reyes y señores, útil y necesaria carne de cañón, que contribuía además, de manera objetivamente espiritual, a sostener la no menos encarnizada batalla del Diablo y San Miguel, como así consta en las psicostasis o pesaje de las almas, presentes y bien a la vista, en numerosos templos de similar época y condición.
Los canteros, independientemente de otras alusiones y complejidades, también representaban, de una manera no exenta de fantasía, la función de ‘cronistas’ de su época. Y como tales, bien por iniciativa propia o bien por encargo, con su maza y su cincel daban forma a ese conjunto de mitos y de arquetipos, así como de exteriorizaciones libidinosas –considérenlas si quieren, como parte de los ‘vicios’ de la época-, que rondaban las conciencias y las relaciones de dicho periodo histórico.
Y no olvidemos, que San Pedro de Cervatos, después de todo, era una Colegiata; y como su nombre indica, en la idea de ‘colegio’, caben múltiples disciplinas, métodos y enseñanzas. Esto no quita, desde luego, para ocultar los numerosos misterios añadidos a éste lugar y sus peculiares representaciones –no sólo las de carácter sexual- y quizás, como pudiera haberse dado el caso, de sugerir la presencia de alguna orden militar determinada, pues hay un dato ciertamente relevante: uno de los capiteles interiores de la iglesia de San Pedro de Cervatos, por su orgiástica y antinatural temática –hombres y animales, copulando a la par- recuerda aquél otro situado en similar lugar, en la iglesia, mucho más humilde, de Santiago de los Caballeros, a la vera del Duero y extramuros de Zamora capital.
Una iglesia, por añadidura, donde se velaban armas y se armaban caballeros –que la fanfarronería, el sexo y lo militar, nunca han estado peleados- que tiene además añadido el honor de haber sido el lugar de la consagración como tal, de todo un mito de la historia de España, como fue don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. También cabría especular, con ciertas conexiones ‘orientalizantes’, como demuestra la presencia de cierto asceta de aspecto hindú, que se localiza en uno de los capiteles de un curioso templo situado en las vecinas Merindades burgalesas.
Pero dejando enigmas, misterios y conexiones más o menos asombrosas para mejor ocasión, otra cosa, es como lo veamos nosotros ahora, desde nuestra época, nuestro conocimiento y nuestras perspectivas morales de catalogación. A tal respecto, y quizás por conveniencia propia, me quedo con una frase de Camilo José Cela, quien en su segundo viaje a la Alcarria y motivado, quién sabe, si por algo similar a lo que se puede contemplar aquí, en San Pedro de Cervatos, escribió aquello de: ‘El viajero se percata de que se está quedando carrozón y de que de joven ya no le quedan más que las tres subpotencias del alma –recuerdo, sentimiento y ganas- y las tres subvirtudes teologales: cachondez (contenida), suerte y algo de salud para mantener el tipo’. Eso sí, teniendo siempre presente lo que afirmaba Pablo Picasso: ‘el arte es la mentira que nos hace comprender la verdad, al menos la verdad comprensible’.
Bibliografía recomendada:
- Sigmund Freud: ‘Psicoanálisis del Arte’, Alianza Editorial, S.A., segunda edición, Madrid, 1971.
- Erwin Panofsky: ‘El significado en las artes visuales’, Alianza Editorial, S.A., quinta reimpresión, Madrid, 2016.
- Mircea Eliade: ‘La prueba del laberinto’, Ediciones Cristiandad, S.L., Madrid, 1980.
- Camilo José Cela: ‘Nuevo viaje a la Alcarria’, Plaza & Janés Editores, S.A., primera edición, diciembre de 1986.
- Carlos Rojas: ‘El mundo mítico y mágico de Picasso’, Editorial Planeta, S.A., Barcelona, 1984.
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