Generalmente, amnésico a todo aquello cuanto hace referencia a lo que el escritor checo Milan Kundera denominaba como la insoportable levedad del ser, el hombre suele mirar hacia otro lado, toda vez que el más persistente y de hecho, el más antiguo de sus tabúes le planta cara, con toda la consistencia de su inefabilidad: la Muerte.
Y sin embargo, por paradójico que nos parezca, existe en él un instinto gótico, irreprimible, que le empuja irremediablemente a sentirse fascinado por Ella, hasta el punto de rendirla todo un infinito cultual.
Nada mejor para comprender parte de dicha fascinación, que embarcarse en la metafórica nave del Arte y dejarse arrastrar por esas ambiguas corrientes mitológicas, para adentrarse con ellas en los profundos océanos que alimentan las sagradas lágrimas de la piedad.
Suele representarse la piedad, en el arte cristiano, como esa Mater inconsolable, de mandíbulas atenazadas por el más insoportable de los sufrimientos y ríos de lágrimas que se derraman como un torrente sobre el cuerpo inerte del hijo muerto que mantiene sobre su regazo.
En este sentido, resulta curioso observar cómo el fondo permanece, con toda la fuerza de su significado, mientras la figura cambia, según sean las inclinaciones político-religiosas del finado –conservadoras o liberales- lo que vendría a confirmar, y el Arte así lo entendió –al menos en este madrileño Panteón de Hombres Ilustres- que la Muerte, después de todo, no era, si no, el regreso al origen de los orígenes: el seno materno.
Y en ésta otra concepción, la Madre es representada como una Dama solitaria, con un velo que le oculta parcialmente la cabeza, pero deja al descubierto parte de un rostro inescrutable, con los ojos cerrados, plantada con vaporosa prestancia en el umbral que separa los mundos ambivalentes de la existencia, aguardando conmiserativa la llegada a casa del hijo pródigo.
AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.
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