Los ríos, metafórica y comparativamente hablando, son como
las personas: desde su nacimiento, hasta el momento de su muerte -que se
produce, cuando desembocan en el Nirvana del mar o, en su defecto, en el Purgatorio
de otro río más grande- siempre tienen una historia que contar.
El transcurso de su vida, al igual que el transcurso de la
vida de una persona, puede devenir en relatos de amor o de desengaño; de
alegrías o de tristezas. Pero a diferencia de éstos, que pronto pierden esa
herencia de magia y fantasía, la vida de los ríos, es también un culto a lo
insólito, donde lo común, por regla general, tiende pronto a manifestarse en
algo maravilloso, que te hace sentir algo especial, cuando expandes el espíritu
y te dejas llevar por el encanto de esas aguas, que, como decía el gran poeta
hindú, Rabindranath Tagore, son las que realmente pulen los guijarros con su
música y su canción.
Muchas son, además, las criaturas, que, atraídas por su
belleza y por la generosidad de la vida que se despliega a su paso, se instalan
alegremente en sus riberas, no sólo para abrevar, nadar o proveerse de
sustancioso alimento, sino también, para formar un hogar y de alguna manera, no
menos épica y brillante, entrar a formar parte, además, de las leyendas y de
las mitologías de los hombres.
Esto toma mayor carácter, sobre todo, en algunos ríos en
particular, como el Deva -que nace en las sombrías cumbres de Fuente Dé, tiene
como afluente al famoso río Cares asturiano y desemboca en el mar Cantábrico- y
que, en su raíz etimológica, ya lleva implícita el nombre de la Diosa: aquella
benigna Magna Mater, que era adorada, hace milenios, por aquellos de origen
celta, que harían de la práctica totalidad de los rincones naturales, sus verdaderos
templos.
Teniendo esto en cuenta, no ha de extrañar, en absoluto, que
de las diferentes especies de palmípedas que acuden de muchas partes del mundo
para aparearse en las riberas de este vergel paradisíaco, que son los Picos de
Europa, nunca falte la presencia, sobre todo, de las ocas, animales muy ligados
a los diferentes caminos de peregrinación y por defecto, considerados como los
guardianes de éstos.
Poco o en realidad, nada importa, si tales caminos se
dirigen hacia Compostela, a donde acuda el peregrino a venerar las santas
reliquias del Apóstol Santiago el Mayor o se introducen por cualquiera de los
numerosos laberintos que discurren entre valles y montañas, llevando a estos
por sendas vertiginosas, dotadas de un encanto que enaltece y emborracha los
sentidos, hasta el corazón mismo de la Liébana.
Es decir, hacia el corazón de ese pequeño paraíso montañés,
en cuyo cenobio más importante, el de Santo Toribio -antiguamente, San Martín
de Turienzo- se venera el mayor fragmento de la Vera Cruz, elemento martirial
en el que fue crucificado Jesucristo y posteriormente recuperado para la
Cristiandad, mediante un sueño profético, por Santa Helena, la que fuera madre
del emperador Constantino, bajo cuyo reinado se instauró la religión católica,
como religión oficial del Estado.
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