No seré el primero que lo diga y, ciertamente, tampoco
aspiro a ser el último, pero qué cierto es, que hay lugares en el mundo que
dejan una profunda huella en esa mimética compañera que nos abandona todas las
noches por ese reino de las tormentas, que son los sueños y cuyo nombre,
formado por cuatro sencillas letras, es, sin embargo, todo un universo por
descubrir: alma. El alma, posiblemente, sea aquello tan delicado, sensible y
frágil, que nos permite hablar de las emociones de una manera espontánea e
intuitiva, introduciéndonos, sin necesidad de presentación previa, en aquello
que grandes escritores, como Valle-Inclán, definieron, en su momento, como los
místicos caminos de Dios.
No ajenos, así mismo, a la percepción de la unicidad -tal y
como este sabio, de luengas barbas blancas como la nieve y cristalinos
incapaces de mitigar la fatiga de una vida dedicada al vicio de la lectura,
definía, de paso, a la belleza- el misterio que envuelve siempre a un viejo
claustro románico, atacados sus ilustradas galerías por la invicta luz del sol
a mediodía, sobrecoge y a la vez, por paradójico que pueda parecer, proporciona
una visión de beatífica armonía, ideal para proyectar el alma y sentirse uno
solo, en el marco incomparable del conjunto.AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo
acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están
sujetos a mis Derechos de Autor.
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