Como
ya se aventuraba en la entrada anterior, dedicaremos otras varias a ojear,
siquiera sea de una manera breve, otra parte amena y realmente fascinante del
sorprendente conjunto artístico que todavía, al cabo de los siglos y milagrosamente
salvado de las diferentes vicisitudes históricas –principalmente, porque estuvo
a punto de desaparecer cuando se pensó en derribarla para levantar la nueva-,
se conserva en el interior de este grandioso conjunto monumental, que es la
catedral antigua de Salamanca: las artes plásticas medievales. Obviando, pues,
las maravillas pictóricas anexas a la Capilla de San Martín (x), bueno es comenzar
situándonos en la nave, mencionando, no obstante, esa magnífica pintura que
muestra precisamente al exmilite de Tours partiendo su capa por la
mitad para ofrecérsela a un pobre, en una de las escenas más corrientes, que
generalmente se dedican a un santo que, como ya se aventuró, fue contemporáneo
del hereje Prisciliano, participando
en el Concilio de Tréveris, en el siglo IV, donde aquél fue sentenciado,
ejecutado y sus restos decapitados trasladados furtivamente a Galicia, donde
recibieron sepultura. En ese mismo lateral y posiblemente de fecha más
contemporánea –siglos XVI o XVII-, algunas representaciones parecen mostrar,
quizás, lo que se considera como los milagros de uno de los Cristos más
milagrosos y venerados de Salamanca: el Cristo
de las Batallas, aunque se conserva otro, románico y con fama de muy
milagrero también –el Cristo de la Zarza-,
en la iglesia románica de San Juan Bautista o San Juan de Barbalos. Pero sin
duda, la pieza más representativa, aquélla que atrae la mirada como un imán por
su grandiosidad y magnificencia, cuando menos en un primer momento, es el
impresionante retablo gótico que recubre por completo toda la cabecera de la
Capilla Mayor, obra gigantesca y meritoria, cuya ejecución se estima en la
primera mitad del siglo XV, siendo los artistas encargados de realizarla los
tres hermanos Delli: Daniel –más conocido como Dello-, Sansón y Nicolás. En
conjunto, esta magnífica composición arquetípica de los hermanos Delli, nos
detalla, en sus múltiples escenas, diferentes episodios de la vida de María y
de Jesús. Pero son, posiblemente, los frescos que ocupan el diámetro superior
de la bóveda, los que atraen irremisiblemente la atención, por dos motivos
fundamentales: por su extraordinario estado de conservación y porque, de alguna
manera, no ya en la temática, desde luego, pero sí en el desarrollo de la obra,
recuerdan la magnificencia renacentista que ya comenzaba a imperar sobre el
gótico, cuyos exponentes ya ponían en práctica, sobre todo, los grandes
maestros italianos, como Rafael, Miguel Ángel o Botichelli. En un símil de la bóveda
celeste, Cristo resucitado y mostrando las heridas de la Crucifixión, parece
ejecutar una extraña danza en el sentido de las agujas del reloj. Una cohorte
de ángeles, por la manera en la que están distribuidos, forman a su alrededor
una imaginaria mandorla o Piscis Vesica.
Todos portan, por decirlo de alguna manera, las reliquias más sagradas: todos y
cada uno de los objetos que tuvieron que ver con el martirio y muerte de
Cristo. Llama la atención, y resulta una curiosidad que me recuerda un extraño
Calvario que hay en el interior de la iglesia segoviana de Languilla, la
presencia, en ambos extremos de la parte superior, de dos figuras muy
determinadas: la Virgen María a la derecha y a la izquierda, aquél que tenía que menguar para que el otro
creciera, San Juan Bautista. No hay rastro del Evangelista, cuyo
Apocalipsis quizá tuviera más relación con la sobrecogedora escena que se
reproduce en la parte inferior: el Juicio Final. Un Juicio sin paliativos, que
nos muestra cómo, después de la resurrección, se vuelve a llamar la atención
sobre los inevitables contrarios: aquellos, inevitablemente necesarios para que
unos y otros puedan existir, que conformarían la parte de justos y pecadores.
Pero incluso aquí, la disposición de unos y otros resulta curiosa: los
pecadores en el infierno –es éste, la boca de un enorme dragón o serpiente, que
nos recuerda la figura del ouroboros,
o dicho de otra manera, el arquetipo que nos indica que no hay principio ni
fin, sino que todo es cíclico- de la derecha y los justos en el paraíso de la
izquierda; precisamente aquélla que, comparativamente hablando y relacionada
con las manos –manos creadoras, después de todo- siempre se ha dicho que Dios
no tiene.
Por
otro lado, y dejando para una próxima entrada las peculiaridades de los
magníficos sepulcros, el crucero de la derecha, aquél por el que se accede al
claustro, nos muestra, así mismo, entre las numerosas escenas plásticas con
mayor o menor fortuna conservadas, no sólo temáticas recurrentes que parece que
fueron modelo de copia y veneración en los diferentes elementos bizantinos de
Salamanca –por ejemplo, la figura imponente del Christóphoro o Portador de Cristo, San Cristóbal, la figura de San
Andrés o la Adoración de los Magos-, sino que, a la vez, ofrecen también
notables curiosidades. Entre ellos, quizás por su rareza, destaquen,
particularmente, dos escenas: la primera, situada algunos metros por debajo de
un rosetón, cuyo centro está formado por un polisquel, una figura gigantesca y femenina,
da qué pensar. Podría tratarse de la Virgen, pero hay un detalle que induce a
pensar, siquiera de manera vehemente, que podría aludir a otra figura: Santa
Catalina. Esto es así, porque por encima de la cabeza de ésta, no sólo se
observa una torre, sino que, entre una y otra, nos encontramos con una
referencia inequívoca a la rueda –la Rueda de la Fortuna- en el rosetón, cuyos
radios, comparativamente hablando, son idénticos a los que conforman a aquél
otro se localiza en el frontis de la iglesia del monasterio soriano de Santa
María de Huerta. De hecho, la presencia de Santa Catalina, se aprecia, junto
con otras dos santas, en un pequeño mural que se encuentra por debajo y a mano
derecha. Junto a estas representaciones, caben destacar otras dos, que
representan sendos Pantocrator, y que en ambos se detectan curiosos añadidos:
en el primero y más grande, situado por debajo y a la izquierda del que
acabamos de describir, fácilmente identificable porque se ha perdido el detalle
de la figura de Cristo y sólo queda la forma vacía mostrando las manos, a los
símbolos determinativos de los cuatro Evangelistas, se les ha añadido otros
cuatro más. En este caso, dos ángeles en la parte superior, portando objetos de
la Pasión y en la parte inferior, a modo de Calvario, tal vez las figuras de
María y Juan el Evangelista. El otro se localiza cerca, en la pared de la
izquierda, por encima de uno de los magníficos sepulcros cuya parte central
reproduce la Adoración de los Magos. Mejor conservado, este Pantocrátor difiere
del otro, en que, además de los símbolos identificativos de los Evangelistas,
son cuatro los ángeles que complementan la escena: los dos de arriba, portando
objetos relativos a la Pasión y los dos de abajo tocando, no las trompetas, más
acordes con los planteamientos evangélicos, sino un instrumento antiguo y
netamente pagano: el cuerno. Elementos, no obstante, no ajenos a lugares
relevantes de los diferentes caminos a Santiago, como sería la portada gótica –también
llamada Puerta del Perdón, como Villafranca del Bierzo- de la iglesia de Santa
María de los Sagrados Corporales, en Daroca, Zaragoza.
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