Como colofón, al menos momentáneamente, de esa inconmensurable isla del tesoro, metafóricamente hablando, que es la catedral de Salamanca, nada mejor que hacerlo dejándose llevar por la magia inapreciable de esa valiosa colección de Arte, formada por una soberbia recopilación de mediáticos retablos góticos, que han encontrado un espacio en el claustro, en lo que antiguamente fue la sala capitular. No menos atractivos y ricos en sutilezas simbólicas que el resto de elementos que, con mayor o menor intensidad, hemos ido descubriendo hasta aquí, la magia de la pintura gótica –o argótica, como diría el siempre enigmático Fulcanelli-, nos invita, cual tentadora maga Circe, a un viaje espectacular, donde los arquetipos, cuidadosamente situados en escenarios aparentemente piadosos, como mandaban los cánones de la época, desafían la imaginación, acercándonos, en algunos casos, con sus dobles significados, a corrientes filosóficas no siempre acordes con la rígida ortodoxia oficial. Bajo este punto de vista, un paseo contemplativo por este microverso con olor a azufre –como diría el filósofo francés Paul Elouard: hay otros mundos, pero están en éste-, puede ofrecernos la oportunidad de liberar la imaginación y especular con algo tan paradójico como lo improbable probable. Con algunas excepciones, poco o nula información se nos ofrece, desgraciadamente, en cuanto a los autores, de manera que, en nuestro viaje, partimos del completo anonimato artístico, si bien no sería descabellado sugerir, de acuerdo a su época, estilo y composición, notables influencias flamencas, independientemente de que hayan podido realizarse en cualquiera de las numerosas escuelas hispanas de los siglos XV y XVI, como –se sugiere por cercanía- la castellana y la burgalesa. E incluso no descartar la posibilidad de que algunos de los grandes maestros de los Países Bajos -pongamos por ejemplo, un van der Weyden, o un van Eyck o un Brueghel el Viejo- dejaran su impronta en alguno de sus viajes a la Península o fueran, después de todo, que parece lo más probable, costosas adquisiciones foráneas, como demuestra, por ejemplo, el tríptico de la Adoración de los Magos, de El Bosco, adquirido por Felipe II en 1575 y hoy día expuesto en el Museo del Prado de Madrid. Sea cual sea su caso, la cuestión es que, si nos resistimos por un momento al influjo hipnótico de tan singular belleza, sin contemplaciones y fríamente desplegada en una sala que parece demasiado pequeña, después de todo, para contener tan desmesurado tesoro, y nos centramos en aquellos aspectos o detalles que más nos llaman la atención, sin duda descubriremos cosas asombrosas en nuestro viaje cultural, que, de alguna manera, nos inducirán a plantearnos cuestiones, que no por pertenecer a ese paradigmático mundo de la especulación, han de ser necesariamente absurdas o irrelevantes.
Teniendo esto en cuenta, no ha de extrañarnos en absoluto, sentirnos ligeramente nerviosos ante dos las piezas que aparecen en primer lugar: una estatuílla de piedra arenisca policromada, datada en el siglo XIV, que representa a la Virgen de la Sede, figura que estuvo mucho tiempo presidiendo el Altar Mayor de la antigua catedral y el óleo sobre tabla, anónimo del siglo XVI, intitulado Llanto sobre Cristo muerto. Respecto a la Virgen de la Sede, los expertos, aluden a un posible origen francés, dado el pronunciado quiebro de la imagen a la altura de las caderas -común, todo sea dicho, a numerosas imágenes virginales románicas y góticas que se pueden encontrar en las iglesias de numerosas comunidades, cuyo modelo, posiblemente, sea también de origen franco-, pero nada dicen de lo que en realidad representa ese detalle: una alusión a uno de los símbolos más antiguos de la humanidad: la doble espiral. El óleo, por su parte, muestra la escena posterior al Descendimiento. Una escena, en la que ya comienzan a llamar la atención, ciertos elementos, como, por ejemplo, las cruces del Calvario, que tienen la forma sagrada de la Tau. Cruces, por otra parte, a las que C.G. Jung consideraba como arquetipos relacionados con el anima y el animus, y el desgajamiento inevitable para la consecución del estado nirvánico de la individuación. Pero dejando aparte tan complejo y profundo estadio de la psicología simbólica analítica, el cuadro nos ofrece otros relevantes aspectos, siendo, quizás el principal, la presencia de las Tres Marías -las Tres Madres Celtas, las Tres Brujas de Macbeth, las Tres Parcas o, en definitiva, los tres aspectos de la Diosa-, así como el protagonismo ineludible de una figura que, todavía, al cabo de dos milenios, continúa generando todo tipo de sentimientos y controversias: la Magdalena. Resulta curioso, que en esta escena, donde está a punto de ser amortajado el cuerpo de Cristo, el anónimo pintor, no sólo nos hiciera ver la relevancia de esta figura, la primera en verle resucitado, no lo olvidemos, sino que, además de representarla llevándose la mano izquierda a los labios para besar la herida de los clavos, en una escena griálica digna de las mejores historias medievales, lo hace con el peinado recogido, como mandaban los cánones de la época, para representar a la mujer casada y de vida ordenada.
Juan de Flandes, en su Retablo de San Miguel, de principios del siglo XV, nos ofrece, en primer término, una visión muy particular de la célebre batalla en el monte Gargano, muy popular en las representaciones y leyendas surgidas a partir del siglo IV, en la que la Bestia, es un extraño híbrido entre león y serpiente (Sol y Luna), y donde el autor nos presenta, entre otras particularidades, la figura, no de un caballero solar, como debería corresponder, sino por el contrario, por el color grisáceo oscuro tirando a negro de la armadura del arcángel, quizás su intención fuera insinuarnos la figura contraria; es decir, la figura del caballero lunar, cuya mejor representatividad la encontrarmos en el famoso San Jorge. Flanqueando al eterno paladín, dos figuras familiares: San Francisco, representado bajo la experiencia de una de sus visiones estigmatizadoras y Santiago. Lejos de las tradicionales representaciones, el de Flandes nos presenta una figura entronizada, con el báculo del Maestro en la mano derecha y el Libro de la Vida o de las Profecías, en la izquierda. Por los colores de su hábito -blanco y negro-, tal vez fuera un encargo cisterciense o, en su defecto, dominico.
Muy cerca del Retablo de San Miguel, el gallo de la antigua veleta, nos trae a la memoria el famoso gallo dorado -antiguamente, se pensaba que era de oro puro- de esa auténtica Capilla Sixtina del Románico, que es la Colegiata de San Isidoro de León. Pero sin duda, sublime y maravilloso, el anónimo Retablo de la Virgen de la Leche, cautiva, no sólo por la belleza de una escena cuya supuesta apariencia de ortodoxa maternidad daría mucho de qué hablar, sino por el simbolismo subyacente en la propia representación y los arquetipos que pululan alrededor de la escena. Fue precisamente a partir de este siglo, el XVI, cuando Roma consideró la inconveniencia e irrespetuosidad de este tipo de imágenes, hasta entonces muy populares. De su popularidad, baste recordar las numerosas representaciones de San Bernardo bebiendo de los pechos de la Madre. Escoltadas por dos angelotes griálicos, representativos, probablemente, de la fertilidad y la abundancia, la Madre nos muestra todo un símbolo en su hombro izquierdo: la estrella de ocho puntas. O lo que es lo mismo, la Estrella Mística, la estrella de los alquimistas, aquélla misma que, figurativamente, guió a los Magos a Belén. En la parte inferior, y a ambos extremos, dos santas mistéricas, han de llamarnos también la atención: Santa Águeda, con los pechos -otra forma de referencia al alimento espiritual- en una bandeja y Santa Marina, quien, como la contrapartida femenina del Júpiter cristiano -San Miguel-, mantiene también doblegada a la Bestia y cuyos santuarios -recordemos el orensano de Augas Santas- están tan relacionados con los cultos al elemento base de la Gran Diosa: el Agua. Las numerosas representaciones de San Andrés y San Cristóbal, también llaman poderosamente la atención. Destacan, sobre todo, las representaciones de éste último, donde se puede localizar un rico e interesante simbolismo. En la primera, formando parte del interesantisimo retablo de Fernando Gallego que lleva por título La Virgen de la Rosa, nos encontramos con el Christophoro o Portador de Cristo, en la típica escena, cruzando el río. Lo que llama la atención, es, cuando menos, uno de los personajes que le espera en la orilla opuesta. Lleva hábito y un farol en la mano, igual que esa sugestiva representación, contenida en ese compendio místico-psicológico que es la baraja del Tarot: el Ermitaño.
Pero el retablo, singular, por otra parte, muestra otros detalles ciertamente relevantes, en la figura de la titular: la Virgen de la Rosa. Debería de llamarnos ya la atención, por el nombre y el simbolismo místico que le acompaña. Pero un detalle, cuando menos curioso, lo encontraremos si observamos bien el colgante que la Virgen lleva al cuello: una cruz Tau, decorada con perlas, al modo en el que los antiguos occitanos representaban su famosa Cruz de Doce Puntas o Diamantes. Volvemos a encontrarnos con San Cristóbal, en otro retablo grandioso, situado entre ésta fantástica Virgen de la Rosa y otra Virgen muy popular, como su nombre bien indica: la del Popolo. Como en la representación anterior, el sometido Hércules cruza un río con el Niño a cuestas y en la orilla, de nuevo nos volvemos a encontrar al personaje con hábito y farol en la mano. Claro que, en ésta escena, entre los pies del gigante y dejando aparte la palmera que éste porta en la mano, nos encontramos otro auténtico símbolo, cuando menos característico del Camino de Santiago: la oca. Impresionante, así mismo, el otro retablo de Fernando Gallego, el de Santa Catalina, figura que bien podríamos relacionar, también, con otro sugestivo Arcano Mayor de la baraja de Tarot: la Rueda de la Fortuna. Espectacular, en su representación y simbolismo, en una parte del retablo, el artista nos muestra a la Santa -figurativamente con la espada en la espada en la mano, en acto de administrar justicia y suplantando la figura de la esfinge que nos presenta el famoso Tarot de Marsella- con dos ruedas. Dos ruedas que, unidas, no sólo forman la inequívoca figura de un ocho -número sagrado y elemento clave en muchos estilos arquitectónicos- sino también, la doble espiral entrelazada o símbolo del infinito. Así mismo, y como colofón a la presente entrada, merece la pena fijarse detalladamente en la forma de la base que soportan las ruedas, para volver a encontrarnos con otro símbolo arquetípico que acabamos de mencionar: la Pata de Oca.
Belleza, simbolismo y misterio. Simplemente por degustar estas maravillas, una visita a la catedral de Salamanca merece, sin duda alguna, la pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario