miércoles, 14 de diciembre de 2016

Nuestras Señoras de León


Proceden de santuarios, ermitas e iglesias de pequeñas parroquias que se extienden por infinitos montes, valles y llanuras. Algunas, quizás las menos, pues incluso a veces la memoria se convierte en sinónimo de olvido, todavía conservan su antigua advocación. Pero la mayoría, ese pandemonio sacro que rompe y rasga con su sola presencia los velos isíacos del misterio y de la tradición, son indefectiblemente anónimas. Tampoco todas están en las mismas condiciones de conservación, pero en su mayoría, en especial aquellas que pertenecen a los siglos XII y XIII, conservan, cuando menos, un detalle en común: su sobrenatural hieratismo. Entre sus atributos, también salvo excepciones, portan un objeto que, al fin y al cabo, ofrece una singular pista sobre su milenario origen: la bola. La bola o esfera que define la esencia y a la vez la presencia, nunca eliminada del todo, de los primigenios cultos matriarcales a la figura de la Gran Diosa Madre. O a la Triple Diosa, posteriormente camuflada bajo la forma de las Tres Madres Celtas –que bien se pueden apreciar, por ejemplo, en el maravilloso friso del pórtico de la iglesia jacobea y sanmiguelina de Estella- o de las Tres Marías Cristianas, cuyos santuarios se encontraban cercanos entre sí, formando, por regla general, un signo púbico perfecto: el triángulo con el vértice invertido. Aquél símbolo primordial, al que en tiempos del sabio rey Salomón, se le añadió otro triángulo superpuesto, con el vértice hacia arriba, que simbolizaba el falo fecundador, asociado con la figura del Padre, que posteriormente heredaría esa bola o ese atributo primigenio de la Madre. O lo que hubiera sido un equilibrio perfecto, como perfecto fue el equilibrio entre los dioses y diosas del Panteón griego, antes de que el iracundo Zeus diera un golpe de estado, haciéndose con el mando supremo y con el poder. Revolución divina, que posteriormente ocurrió con el celoso en extremo Yahvé de los judíos –que se lo pregunten a Ashera (1)- y el Dios paternalista de los cristianos, con la figura de María, aunque lejos, evidentemente, de la idea del hyerosgamos o matrimonio sagrado.

Alguna de ellas, simplemente con su advocación, por ejemplo, de la Blanca o del Alba o de las Nieves, hacen que algún peregrino sagaz –con probabilidad, aquél que dentro de la vía de las estrellas, toma el peligroso camino de la Serpiente, que en el fondo, es el verdadero Camino de Santiago- piense en esos Montes Albos o en aquellos Montes Albanes, tan abundantes en los caminos y en cuyas inmediaciones, casual o causalmente, solía establecer posiciones una orden de caballería, religioso-militar, que sentía una más que ferviente devoción por aquélla figura, Nuestra Señora, cuyo término ya comenzara a acuñar San Bernardo, su padrino espiritual, hasta el punto de llegar a afirmar aquello de que con Ella empezó y con Ella terminaría su Religión: los caballeros templarios. En otras, anónimas, salvo una escueta nomenclatura, se vislumbran símbolos de heterodoxa trascendencia, como las serpientes -o esas wouivres celtas, que a la vez definían las cualidades telúricas del lugar- dibujadas en el manto; detalle, que posiblemente diera sentido y finalidad a esa tenaz y legendaria obstinación de algunas imágenes a ser trasladadas del lugar donde fueron encontradas.

Por otra parte, no deja de ser curiosa la tradición asociada a algunas de ellas, que ven en su tosca ejecución la mano apostólica de Lucas e incluso del propio Santiago Boanerges –o Hijo del Trueno, título que con anterioridad, ya ostentara Zeus-, personaje glorificado y elevado al patronazgo patrio después de su muerte en un país en el que, tal y como refiere de la Vorágine en su Leyenda Dorada, sus intentos de evangelización obtuvieron siempre un rotundo fracaso y donde, curiosamente, triunfaron otros héroes de la Antigüedad, como Hércules-Herakles.


(1) Tal vez de esta interesante y poco conocida divinidad femenina semita, sacara la idea el escritor inglés Sir Henry Rider-Haggard, para la creación de la diosa Ayesha o She, sobrenatural deidad protagonista de uno de sus ciclos narrativos más apasionantes.

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