martes, 3 de mayo de 2016

Los secretos artísticos del Palacio de Santoña


'...filosofar es pensar con los ojos...'.
[Enrico Castelli]

Resulta difícil no terminar cayendo en las complicadas redes de la divagación, sea ésta de índole filosófica o no, cuando se tiene la oportunidad de dejarse llevar por unas visiones realmente asombrosas, que invitan, cuando menos a derrochar imaginación, abandonándose sin complejos a una infinitud de pensamientos apenas los ojos se liberan de la aparente venda de gula y empalago que suelen caracterizar, por lo general, las primeras impresiones que se experimentan cuando uno se encuentra sumergido en un conjunto artístico, de alguna manera fantástico y monumental. Desde luego, la experiencia puede ser mucho más placentera aún, si cabe, si como el eremita en el desierto, después de haber sido atraído -nondum traheris, como diría San Agustín-, ésta se produce en solitario y con el tiempo suficiente para aceptar libremente, pero siempre desde las múltiples opciones que concede el libre albedrío, la llamada de ángeles y demonios que, no siendo, sino irreconciliables arquetipos, habitan, eternamente obstinados en su singular enfrentamiento, en una sombra universal, la cual podríamos definir como Arte. Madrid, como cualquier otra gran ciudad, tiene muchos secretos, así como numerosos rincones peculiares; rincones poco, nada o parcialmente conocidos por el público en general, aunque no obstante receptores de un patrimonio artístico y cultural tan amplio y sorprendente, que no merecen, en absoluto, el obstinado ostracismo administrativo al que se han visto sometidos durante la mayor parte de su existencia. Uno de tales lugares, paradójicamente, se halla situado en una de las zonas más turísticas, concurridas y populares de la capital: el Barrio de las Letras. Se trata, del Palacio de Santoña; aquél que durante muchos años fue la Sede Central de la Cámara Oficial de Comercio e Industria de Madrid. Situado a la altura del número 13 de la calle de las Huertas y haciendo esquina con la calle del Príncipe -la portada de esta calle, obra del arquitecto Pedro de Ribera, se sitúa enfrente de El Parnasillo del Príncipe, establecimiento tradicional hoy día reconvertido en Pub Irlandés, pero respetando su histórica fachada e interior y lugar de esparcimiento muy concurrido- el Palacio de Santoña -denominado así desde 1874, en que fuera adquirido por el Marqués de Manzanedo y Duque de Santoña como donación de arras a su esposa- no sólo posee un rico patrimonio artístico, sino también una larga e interesante herencia histórica. De ella, y en líneas generales, se tiene conocimiento desde finales del siglo XV o principios del siglo XVI, cuando su primer propietario conocido, un tal Pedro Suárez, médico y regidor de Madrid, vendió a unos campesinos tres casas situadas, al parecer, junto a parte del solar y huerto de la iglesia dedicada a la figura de San Sebastián, el cristianizado Apolo clásico, que se suele representar atado y asaetado a un árbol. Esto ocurría, algunos años antes de que Felipe II trasladara la Corte a Madrid, y según parece, fue en ese periodo cuando el lugar y sus aledaños se convirtieron en puchero de la Corte, que hierve, según dejara expresado ese gran burlón universal, que fue Francisco de Quevedo y Villegas. Es decir, en un auténtico foco cultural en el que, a partir de 1561, la flor y nata de los escritores del denominado Siglo de Oro español, convivían y se enfrentaban en onerosas gestas de pluma y tinta, entrechocar de jarras y correr de vinos, seducidos por alcanzar la gloriosa corona de laurel otorgada por las siempre coquetas y casquivanas Musas. Quevedo, Góngora, Lope de Vega o Cervantes –de éste último, se sabe que vivió precisamente enfrente del palacio, en la época en que por su mente danzaban en corro unos personajes que no acompañaron a los inmortales Quijote y Persiles, sino a los de su Viaje al Parnaso- son, pues, suficiente credencial histórica para situar unos antecedentes ricos en acontecimientos y detalles. Detalles que van desde la unificación de las primeras casas por un rico hacendado –Diego de Roys Bernaldo, gentilhombre de la Casa de Su Majestad-,  y la sucesiva habitabilidad de importantes inquilinos, que por abreviar, obviaremos en la presente entrada, hasta desembocar en el referido Marqués de Santoña, que fue quien la terminó de construir y remodelar; cabe reseñar, sin embargo, que en ella vivió y de ella salió aquél fatídico 12 de noviembre del año 1912, José Canalejas –entonces Presidente del Consejo de Ministros-, minutos antes de ser asesinado por el anarquista Manuel Pardiñas, cuando se encontraba mirando el escaparate de la Librería San Martín, situada en la Puerta del Sol, esquina a Carretas y hoy día desaparecida. En la construcción y remodelación emprendida por el Marqués de Santoña, intervino una variada serie de artistas de la época, cada uno de los cuales dejó una parte esencial de su habilidad y filosofía artística, especialmente en la denominada zona o Planta Noble, a la que se accede por una no menos importante y monumental escalera, llamada de gala, custodiada por dos extraordinarios leones recostados y de tamaño natural que, comparativamente hablando, parecen gemelos, no precisamente de esos que se mantienen como vulgares perros sobre sus cuartos traseros en las escalinatas de las vecinas Cortes Generales, como se pudiera pensar a priori, sino de aquéllos otros, aún inconmensurables y fieros pareciendo somnolientos, que se asientan mucho más al norte, y guardan eternamente uno de los más extraordinarios santuarios marianos de la Península Ibérica: el de Covadonga.


En esas mismas escaleras, y anticipándose un siglo al pensamiento de Panofsky respecto a la supervivencia de los mitos clásicos en el arte occidental, varias esculturas de Carlo Nicoli, cuyos originales están en el Museo del Vaticano, llaman poderosamente la atención desde la perfecta y blanca palidez de su carne marmórea de Ferrara: una amazona, flanqueada por las diosas Minerva y Fortuna, ésta última sin la rueda que heredó la cristianísima Santa Catalina. Y no obstante, en comparación, ninguna de ellas posee, quizás, la fuerza expresiva de aquélla otra, también de Nicoli, que habiendo ganado un premio en Florencia, en mayo de 1873, se conoce como La Virtud protegida del Vicio. Ahora bien, ¿se trata de un angélico serafín protegiendo a una virtud encarnada por una hermosa púber, de un vicio representado por un pequeño dragón –tal vez un águila- o, por el contrario, el autor hizo referencia, también, algunos años antes, a esa sombra cuya espada blandida mantiene en justo equilibrio los conceptos junguianos de anima y animus?. Tal vez la respuesta la tenga esa sonrisa irónica de Ganímedes, cabalgando la gigantesca águila que, una vez franqueado el umbral, nos observa desde el techo del recibidor, si bien parcialmente oculta por una artística lámpara de notables dimensiones. La sonrisa del mito; el poder seductor de la abuela de Mefistófeles: la Serpiente, aquélla capaz de masticar la vieja levadura, como ya nos advirtiera Goethe. Mitos que, una vez se comienza la visita a los diferentes salones, se transforman en un universo infinito de símbolos y alegorías. Como las que predominan en el salón denominado rococó o de Luis XIV, inicialmente diseñado como pequeño teatro y sala de baile, donde los antiguos personajes clásicos se disfrazan de sugestivas alegorías, en las que colean exaltaciones a las artes, la industria y el comercio, así como sentidos regionalismos, obra del pintor de origen catalán Francisco Sans. Unos regionalismos, se podría añadir, en los que, después de todo, se ocultan, en sus trajes tradicionales, en sus utensilios y en sus danzas particulares, ancestrales recuerdos de ritos e identidades convenientemente maquillados por el agua del bautismo. La rotonda, obra del pintor Plácido Francés, con interesantes referencias alegóricas a los amores entre Hermes-Mercurio y Afrodita-Venus, lugar en el que el Señor Marqués y posteriores habitantes del palacio hacían esperar a sus visitas porque estaba dotado de lo que antiguamente se denominaba como el oído de Dionisio -recuérdese, en los templos góticos y bizantinos, esos curiosos personajes en cuya oreja ponía el artista una especial relevancia y que suelen estar situados en determinados lugares muy concretos que, siquiera como juego, animo a ir descubriendo-, cuyas particularidades acústicas hacían que las conversaciones se pudieran escuchar desde otros puntos del palacio y donde también hay un lugar reservado para el recuerdo de los grandes artistas y poetas del Renacimiento italiano: Dante, Petrarca, Rafael, Miguel Ángel, Bruneleschi, Cimabue, Bramante y Ghiberti. Las exquisiteces, no exentas de un complejo simbolismo arquetípico, del Salón Japonés, ocultas siempre detrás de ese barniz de maravilloso y exquisito refinamiento que caracteriza a toda Luz que viene de Oriente, preludio, más adelante, en el denominado Salón de Plenos, en cuyo techo vale la pena admirar una obra de Alejo Vera, evocadora, quizás, de esa eterna primavera que prevalece siempre en la zona, donde los antiguos cultos a la alegría y la abundancia se suceden noche tras noche: la sempiterna embriaguez de Baco, la abundancia sin par de Ceres y la evocadora magia de Diana. Sin olvidar citar, por supuesto, la presencia estratégica de esos eternos y ambivalentes referentes a una perdida Edad Dorada que en parte no dejan de ser los sempiternos hombres-verdes, múltiples y variados, que animo a descubrir.


Publicado en STEEMIT, el día 2 de abril de 2018: https://steemit.com/spanish-castellano/@juancar347/lugares-imprescindibles-de-madrid-el-palacio-de-santona

miércoles, 27 de abril de 2016

Reflexiones sobre un Calvario de la Escuela Castellana del siglo XVI


'...la naturaleza de la cosa misma: cuanto más dentro se penetra, tanto más amplio se vuelve el fundamento...'.
[Carl Gustav Jung]

Soria fría, Soria pura, cabeza de Extremadura. O si se prefiere, de una forma más poética, aquélla misma Soria que, cual novia recobrada después de una larga ausencia, hicieran brotar del alma de su enamorado Don Antonio, unos sentidos versos que dicen -hállome en la obligación de citarlos textualmente- aquello de: He vuelto a ver los álamos dorados, álamos del camino en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio, tras las murallas viejas de Soria -barbacana hacia Aragón, en castellana tierra... Soria, vieja alma castellana, no deja de ser, en el fondo y como muchos otros lugares de la vieja estirpe de Gárgoris y Habidis, una desolada Dama, fatalmente ultrajada. No obstante mirando para otro lado, frente a tragedias como las de la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga -que ya habrá ocasión de tratar más intensamente en un futuro-, resulta difícil que el viajero que un día acude a su recogida capital –o al menos, en referencia a ese en particular, de tipo cultural que afortunadamente parece que comienza a despertar-, no se deje arrullar por la dulce canción del viento que mece suavemente la cuna de hoja y campanilla que las ramas de los álamos forman sobre la ribera del viejo Duero, allá, extramuros de la vieja barbacana, por debajo de ese imaginario cuerno lunar que forman los montes de Santa Ana y de las Ánimas, en cuya vereda vegetan, henchidas de melancolía, aunque siempre bajo la atenta mirada del Santo Patrón, las viejas glorias de San Polo y de San Juan. Antes o después de visitar San Saturio, San Polo, San Juan, el claustro románico de la concatedral de San Pedro, Santo Domingo y San Juan de Rabanera (1) –aunque éstos últimos, el poeta no los mencione en éstos versos-, que menos que recalar, como digno colofón, en ese cementerio de nostalgias, que después de todo es el Museo Numantino. De grandes o de pequeñas dimensiones, el Numantino, como todo museo, implica, sine quanum, una invitación a viajar en el tiempo, llevando como único neceser en el equipaje, esa muda providencial y eminentemente humana que es la imaginación. Un viaje fabuloso, desde luego, que va desde esa oscura noche prehistórica, hasta tiempos relativamente modernos y donde no resulta difícil –otra cosa es la interpretación- intuir cómo los diferentes arquetipos fueron amoldándose a las circunstancias particulares de cada época y a las habilidades individuales de aquellas manos, generalmente anónimas, que los representaron, independientemente, también, de cuál fuera el soporte físico que utilizaran para hacerlo. Tomemos al respecto un atajo, dejando para otro momento y lugar multitud de épocas e infinidad de objetos –incluidas las exquisiteces celtíberas, que para eso Numancia, sus ruinas y su gloria distan apenas una docena de kilómetros- y pasemos directamente y sin llamar, a esa pequeña sala de la planta baja, donde visigodos, árabes y cristianos continúan dirimiendo diferencias en fragmentos de hermenéutica cuyo trasfondo la gente, por lo general, obvia en considerar, embelesada bien en su singularidad bien en su estética o bien en una dosis proporcional de las dos. Es precisamente al lado de uno de estos fragmentos –parte infinitesimal de un artesonado de madera procedente de Caltójar, seguramente de la iglesia de San Miguel, que representa con delineados trazos románicos una extraordinaria fiera, posiblemente un león, surgido de la fértil imaginación del desconocido artista- donde un objeto de singular belleza y regulares proporciones ha de atraer irremisiblemente su atención, con el poder de seducción de  la perfección y el drama que representa. Se trata de una tabla del siglo XVI, anónima, por supuesto, considerada como de la Escuela Castellana y donada por el pueblo de Peroniel del Campo, interesante lugar situado en las proximidades, a tres kilómetros de distancia de Almenar, en cuyo término se eleva el castillo donde vivió Leonor, la primera esposa de Antonio Machado y donde se levanta uno de los santuarios más milagrosos de Soria, el de la Virgen de la Llana, en pleno Camino de Santiago castellano-aragonés. La tabla en cuestión, reproduce un Calvario, una escena aparentemente conocida y tratada en el Arte hasta la saciedad, pero en cuyo trasfondo se advierte ya uno de los mitos más antiguos de la Humanidad: el sacrificio del dios.



Partiendo de este mito primigenio y suponiendo que no nos encontramos en condiciones o con la suficiente cualificación técnica para hacernos una idea mental aproximada de la geometría sagrada que determinan la posición, longitud y anchura de cada uno de los personajes y objetos hasta conseguir el milagro del ritmo y la perfección, tratemos, al menos, de vislumbrar, detrás de lo aparente, parte de esa hermenéutica de la imagen –como diría Castelli-, dejándonos seducir voluntariamente por el veneno heterodoxo de la serpiente que se oculta detrás de esa aparente normalidad. Normal podría parecer, a priori, ese cielo gris oscuro que va tornándose negro, preludio del eclipse que mencionan los Evangelios y que, supuestamente, coincidió con el momento de la expiación, y que además, en la escena contrasta con la blancura de los edificios que se encuentran al fondo, convenientemente protegidos por torreones amurallados que, simbólicamente, representarían la ciudad de Jerusalén. Pero el paisaje, si lo observamos con atención, es extraño, fecundo, primaveral –detalle éste, coincidente con el momento en el que se realizaban numerosas celebraciones paganas de la fertilidad-, como así lo demuestran árboles y tierra en plena expansión vital, incluido el río que se aprecia a la izquierda, que denota cierto alegre caudal. Extraña podría parecer, por otra parte, la forma del pequeño montículo que se aprecia justamente a la derecha, delante del árbol situado entre las caderas del Crucificado y el Evangelista, el cual que parece adoptar la forma de una pavorosa bestia cornuda, con sus cuartos delanteros apoyados sobre aquél, como se puede apreciar en numerosos capiteles románicos. No niego que pueda tratarse de una coincidencia, pero me parece significativo resaltarlo. El objeto martirial, también es interesante, pues se trata de una cruz Tau, modelo adoptado por antonianos y templarios –para éstos, era una de sus cruces más sagradas-, y como firma por San Francisco de Asís, siendo el símbolo que protegía las casas de los israelitas en tiempos inmediatamente precedentes al Éxodo, cuando Dios envió al ángel de la muerte a llevarse consigo –preferible a decir exterminar, puesto que se trata de otra matanza de inocentes- a los primogénitos de Egipto. Otro de los símbolos interesantes, que aunque bastante corriente en su diseño, suele pasar también muy desapercibido, es la corona de espinas, que adquiere la forma inequívoca de un símbolo universal: la doble espiral. Dentro del drama escénico, pero lejos de otras brutales representaciones, el Cristo ejecutado no es un Cristo doloroso, sino que, por el contrario, obviando el detalle de la herida del costado y los clavos de pies y manos –tres, a diferencia de las representaciones románicas que presentaban cuatro-, el artista compuso una esbeltez perfecta, ajena por completo al sufrimiento y la tortura, resaltando las rótulas –a la altura del rostro de María Magdalena- que permanecen incólumes, ajenas a las terribles fracturas de numerosas representaciones. No parece haber consanguineidad entre los rasgos de Madre e Hijo, detalle que precisamente caracterizaba a las antiguas representaciones románicas. Profundizando en el tema, y observando las facciones de los personajes, cabe preguntarse, en primer lugar, el por qué de esa mirada de la de Magdala, fija e inmutable en su mano izquierda, que muestra cuatro dedos y sujeta parte del lienzo mortuorio, que se despliega, ayudado por la mano derecha, adoptando la forma de una serpiente. Sí parece existir, sin embargo, un cierto parecido entre los rasgos faciales de ésta y el Evangelista -¿una referencia a aquello que, psicológicamente y siglos más tarde, Jung definió como anima y animus, aplicable en otros casos, a los ladrones que los Evangelios afirman que fueron también crucificados junto a Jesús?-, que ocupa la parte derecha de la tabla. Obviando el simbolismo anexo a los colores –que en parte, también coinciden en ambos personajes-, otro detalle interesante es esa tibia, de tamaño desproporcionado, que se aprecia por encima de la calavera. Una calavera, que se mantiene apartada de la base del madero, como si el autor –a propósito o por ignorancia- hubiera obviado la referencia simbólica al cráneo de Adán, del que, según la tradición, brotó el árbol cuya madera habría de formar precisamente la cruz en la que realizar el sacrificio expiatorio del Pecado Original.

En fin, como dijera D. Antonio Machado: -Yo no sé de leyendas de antigua alegría, sino historias viejas de melancolía.

(1) Reconstruida con gran parte de los sillares y la ornamentación de la iglesia de San Nicolás, cuyas ruinas han de situarse en las proximidades y donde todavía se conservan, a duras penas, unas genuinas pinturas románicas que representan el asesinato del Arzobispo de Canterbury.

martes, 19 de abril de 2016

Leache, un precedente románico del Hombre Universal de Da Vinci


'Prosiguiendo con el lenguaje de la geometría oculta, el pentalfa y el hexagrama surgen del inconsciente colectivo y hablan en el idioma de los sueños a la conciencia despierta. Su significado universal y atemporal los convierte en umbrales que nos comunican con nuestro ser más profundo y auténtico'.
[Xavier Musquera (1)]

El idioma de los sueños. Posiblemente, no haya existido una época y un estilo artístico que mejor lo definan, como la Edad Media y el que quizás sea, con diferencia, su modo expresivo más generalizado: el románico. Xavier Musquera -infatigable amigo e investigador, desgraciadamente fallecido en diciembre de 2009- fue, no me cabe la menor duda, uno de esos pocos afortunados -cuando no, románticos buscadores- que mejor supo penetrar en el universo de este milenario idioma al que hacemos referencia, cuyo incombustible vehículo de expresión, aunque huelgue precisarlo, no es otro que el propio símbolo.

Tampoco cabe duda, de que Navarra, a la postre, es también una tierra afortunada; una tierra que ofrece, bien en conjunto bien individualmente, una rica variedad artística y por añadidura, simbólica, donde posiblemente influyera en el pasado su estratégica situación dentro de las principales rutas de peregrinación del Camino de Santiago. Si el descubrimiento de los restos del Apóstol supuso un espectacular revulsivo para el comercio y el desarrollo de las ciudades, no lo fue menos para la introducción, en una Península Ibérica prácticamente dominada por el poder musulmán, de conocimientos, ideas y formas de expresión, que habrían de conseguir su máxima exponencia en el conjunto global del Arte. Un Arte, eminentemente religioso, que intentaba imitar a Dios, aspirando a la perfección como modelo base de sublimidad y expresión. Hasta qué punto se consiguió, basta echar un sólo vistazo a numerosas iglesias y catedrales, para darse cuenta de ello. Para alcanzar tan sublimes niveles, Magisters y canteros no tuvieron mejor opción que aprender el lenguaje de Dios: la voz del mundo, la voz del símbolo, Matemática y Geometría. El poder de la Creación, complementado, a su vez, por otras disciplinas, como la Música. No debe resultarnos extraño, por tanto, que el pensamiento medieval considerara a estos lugares, sobre todo a las catedrales, como auténticas universidades donde la piedra manifestaba un saber profundo, capaz de hacernos enmudecer hoy en día.

Leache, es un municipio situado dentro de la denominada Merindad de Sangüesa, en la vertiente meridional de la Sierra de Izco -relativamente cerca de Olleta y el Alto de Lerga-, y dista, aproximadamente, unos cincuenta kilómetros de Pamplona, capital de la Comunidad Foral de Navarra. Su historia, al menos a partir de agosto de 1195, está ligada a la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén, habiéndole sido donada por uno de los reyes más carismáticos de la historia de Navarra: Sancho VII, apodado el Fuerte, a quien se recuerda, principalmente, por haber tomado parte en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa -llamada también, Batalla de los Tres Reyes-, acaecida en julio de 1212. De hecho, su sepulcro ocupa un lugar relevante en la Capilla de San Agustín, anexa al claustro de la Colegiata de Santa María, en Roncesvalles, donde también se conservan las cadenas que quitó de la tienda del Miramamolín almohade, las cuales, a partir de entonces, comenzaron a formar parte del escudo de Navarra.

A los hospitalarios se atribuye la construcción de la iglesia de San Martín de Tours, situada en la parte más alta del pueblo, de la que sólo se conserva el hueco vacío de su planta y parte del muro que constituía su espadaña, reaprovechado en la actualidad como frontón. De hecho, la casona más cercana, situada justamente enfrente, fue en tiempos la casa y posiblemente también el recinto hospitalario de estos monjes guerreros, cuya historia tomó derroteros muy diferentes a la de los templarios, convirtiéndoles, de hecho, en receptores y herederos de muchos de los bienes de aquéllos, una vez suprimida la orden a comienzos del siglo XIV.

Todavía se comenta en el pueblo, la antigua creencia de que existe un túnel que conectaría dicha casa con la defenestrada iglesia de San Martín, aunque, como en muchos otros casos, tengan que ver con templarios o con hospitalarios, nunca se hallado tal. Por lo demás, no sólo la piedra, inapreciable tesoro de la época, sino también muchos de los ornamentos que en aquéllas postrimerías del siglo XII debieron hacer de éste un templo hermoso y de cierta relevancia, han corrido una suerte desigual, repartidos entre las casas del pueblo, la iglesia de la Asunción y el Museo de Navarra. Es precisamente en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, demasiado transformada a lo largo de su también longeva historia, donde han ido a parar una o dos de las portadas principales del templo de San Martín. La primera, cegada, luce en su tímpano un crismón y hermosos entrelazados de posibles connotaciones célticas que, a juzgar por los restos de arena, debió de permanecer enterrada durante mucho tiempo, detalle que, como en el caso de la portada oeste de la iglesia vallisoletana de Santa María de Wamba, contribuyó al menos a mantenerla en relativo buen estado. La segunda portada, aquélla que se corresponde con el acceso principal al templo, luce también un crismón en la parte central, mostrando en uno de los lados, con todo detalle, el magicum perpetuum o estrella de cinco puntas, que incluye una figurita humana en su centro, comparable, en buena medida, a la idea del hombre universal posteriormente utilizada  por Leonardo Da Vinci en su denominada obra, el hombre de Vitrubio.

Este arcano símbolo de perfección -no olvidemos que su forma tiene numerosos antecedentes en la Naturaleza- ha sido conocido por muchos nombres a lo largo de la Historia: pentagulum o pentaculum; signum Phytagoricum -porque representaba a sus seguidores, los denominados pitagóricos- e incluso también, en ciertos ambientes europeos, como se aventuraba en la entrada anterior, pie de druida.

Tal vez su presencia en el tímpano del pórtico principal de acceso a un templo cristiano no sea tan descabellada, como pudiera pensarse a priori, y mucho menos asociativa con las fuerzas oscuras, como se ha llegado a considerar en épocas de superstición y oscurantismo, una vez desvirtuada y demonizada su representatividad original, y tenga una relación con esa filosofía pitagórica, bajo la que representaría la armonía del cuerpo y del alma, constituyendo, por otra parte, un emblema de salud. Y su presencia en un templo cristiano indique, como opinaban los grandes filósofos de la Antigüedad men sana in corpore sano: cuerpo sano y espíritu -mente- sano.


(1) Xavier Musquera: 'Ocultismo Medieval', Ediciones Nowtilus, 1ª edición, junio de 2009, página 233.

lunes, 18 de abril de 2016

Cuando un arquetipo se desdobla



En ocasiones la óptica, un rayo de sol y un momento idóneo –casual o causal-, nos ofrecen la oportunidad de contemplar, in situ, lo que, metafórica o comparativamente hablando, se podría definir como el desdoblamiento de un arquetipo. Hace algunos años que tuve la oportunidad de descubrirlo, jugando con la cámara y la perspectiva, en un lugar que además de llamar la atención por la fascinante belleza de su entorno natural, habría que añadirle la genialidad de una ermita románica del siglo XIII que apuntaba ya maneras góticas, así como también la mediática aureola de misterio y leyenda que envuelve siempre todo aquello relacionado con una orden de caballería medieval de monjes-guerreros, que escribieron gloriosas páginas en la Historia bajo el nombre de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón: la ermita de San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos. El arquetipo en cuestión, presente en prácticamente en todo recinto sagrado –objetiva e intencionadamente a la vista, o bien oculto en esa dimensión geométrica en la que se conjugan espacios, volúmenes, dimensiones, diseño, mitos y ritos-, no es otra que la estrella de cinco puntas, pentalfa o estrella remfan, cuya trascendencia arquetípica ha generado numerosas referencias y asociaciones a lo largo del tiempo, constituyendo una parte interesante de todo símbolo primordial, que en forma de ornamento –recojo en esto, parte de las valiosas opiniones de Titus Burckhart- terminan integrándose en el folklore popular. Desde este punto de vista, es precisamente este folklore, rico y variado, el que nos ofrece, cuando menos, una visión dual, que recoge esos dos extremos contrarios pero complementarios, puesto que sería impensable suponer la existencia del uno sin el otro, siendo básicamente los pilares centrales de todo mito: bien y mal, positivo y negativo, blanco y negro, arriba y abajo, etc. Desde esta perspectiva, y como símbolo positivo, este primigenio arquetipo –al que en algunos países europeos, se denomina pie de druida, y que además algunas fuentes identifican como el símbolo de reconocimiento que otorgó Dios a Caín para que se respetara su vida, después de consumar el asesinato de su hermano Abel, siendo utilizado como distintivo por los pitagóricos o seguidores de Pitágoras-, ha tenido una generalizada asociación, no sólo con la idea de perfección, sino además, con la de vitalidad y salud o magicum perpetuum.

Uno de los grandes genios del Renacimiento, Leonardo Da Vinci, lo utilizó para representar, en su denominado Hombre de Vitrubio, la idea del Hombre Universal, si bien es cierto que ese mismo diseño –más primitivo, evidentemente, pero tal vez con el mismo sentido y finalidad-, sirvió, sorprendentemente, como parte creativa de la ornamentación de una portada románica del siglo XII que, cambiada de su emplazamiento original, se puede contemplar actualmente en la iglesia de la Asunción, situada en la localidad navarra de Leache. Como contrapartida negativa, su asociación con la brujería y la magia negra, dependiendo de la inversión de su polo central, ha desvirtuado por completo su imagen, sirviendo, así mismo y en épocas medievales, para señalar al avaro y al judío (1), de igual manera que otros símbolos primordiales, como la pata de oca o runa de la vida, se utilizó para señalar, con fines netamente discriminatorios, a un colectivo muy particular del Valle del Baztán: los agotes. Curiosamente, la literatura artúrica medieval –consentida, pero a la vez bastante desprestigiada por la ortodoxia eclesial por su rica abundancia en símbolos paganos- lo utilizó, como distintivo de uno de sus mejores caballeros, Sir Gawain, como así se narra en la aventura del Caballero Verde.

Poco menos que único en su género –el pentaculum de San Bartolomé, está conformado por corazones entrelazados- es un símbolo que localizado a ambos lados del transepto de la nave, abre y cierra dos significativas capillas: la de la Virgen de la Salud y la del Santo Cristo de la Agonía. Se supone, que durante el solsticio de invierno, un rayo penetra precisamente por la estrella situada en el lado sur del transepto e ilumina una losa del suelo, a pie de la capilla de la Virgen de la Salud, marcada con una cruz patada. Un centro que señalaría un foco telúrico de gran intensidad, donde generalmente la gente se descalza para beneficiarse de sus supuestos efectos benéficos y donde, al parecer, también antaño se situaba a los enfermos, incluidos los paralíticos, a los que se colgaba de una polea situada en el techo. En la actualidad, dicha polea está descolgada y oculta detrás del retablo de la Virgen. Situados en este punto, es donde se consigue el efecto con la cámara, mucho mejor y más definido que si se hace desde el lado contrario, es decir, desde el pie de la capilla del Santo Cristo de la Agonía. La particularidad radica en que, si bien el cantero realizó el pentáculo con la punta principal orientada hacia abajo, hacia la tierra, el efecto óptico, a través de la cámara consigue que ésta, perfectamente definida, como se aprecia en el vídeo, apunte hacia arriba, hacia el cielo. Es decir, como es arriba, así también es abajo. Serpientes en la tierra, dragones en el cielo. Cabe suponer, por tanto, una intencionalidad digna de una obra de arte.

(1) Tal sugerencia, me fue realizada en el año 2010 por Laura Alberich y Manuel Gila, amigos del grupo Salud y Románico, contemplando uno de los magníficos capiteles del interior de la iglesia de San Martín, en Frómista, Palencia.



miércoles, 30 de marzo de 2016

Arte, Mitos y Arquetipos: Presentación


Reconocía ese Gran Maestro que fue C.G. Jung, en una de sus obras más significativas (1), que a la edad de treinta y seis años, época que suele considerarse como la segunda mitad de la vida, experimentó una metanoia; o lo que es lo mismo: una conversión de la sensibilidad. No especificaba, sin embargo, qué síntomas específicos le produjo tal estado, aunque sí reconocía, por otra parte, que a raíz de ello, perdió su comunidad de trabajo, así como su relación de amistad con Sigmund Freud. No sería descabellado pensar, que ese estado metanoico que de forma supuestamente espontánea nos asalta con mayor intensidad en algún momento de nuestra vida, nos proporcione un sentimiento más acusado, a la hora de apreciar aquello que Goethe, el gran poeta alemán, puso en boca de Mefistófeles -ese solitario y fatigado melancólico con largas horas taciturno, como lo consideraba, a su vez, Apollinaire-, cuando, hablando con su recién apadrinado Fausto acerca de la sabiduría de su abuela, la Antigua Serpiente, le comentaba lo difícil que resulta siempre masticar la vieja levadura. Posiblemente, el Arte sea ese imaginario y gigantesco pan, cuya miga ha ido nutriéndose, desde el alba de los tiempos, de esa vieja, arcana levadura, significando a la vez, y de manera comparativa, un ejemplo vivo de esa herencia genético-universal, que Jung definió como inconsciente colectivo, no siendo el lenguaje artístico, sino una corriente plenamente arraigada en ese peculiar lenguaje onírico, cuyo vehículo de expresión no es otra cosa que el símbolo. Y el símbolo, a fin de cuentas, no es sino una abstracción que arrastra una idea. Una idea, por añadidura, que puede ser tildada de ortodoxa o de heterodoxa, según corran los vientos de las épocas y se sucedan políticas y religiones. Ahora, quizás intentar masticar la vieja levadura no resulte tan dañino y peligroso como en otras épocas de oscurantismo, que han caracterizado, en mayor o en menor medida, muchos de los capítulos de esta gran farsa que se considera como Historia, si bien, no es menos cierto que siglos de intransigencia y absolutismo no desaparecen así como así, siendo los transgresores quizás más refinadamente castigados, sea con el absoluto rechazo; con la triste vergüenza del exilio o con la censura y el olvido más absolutos. Pero el poder de seducción de la vieja levadura es fuerte y sus efectos, generalmente ocultos, siguen ahí, escondidos en los detalles, durmiendo, quizás, ese sueño de la razón que, según Francisco de Goya, produce monstruos. Esa es la idea de este blog de nuevo cuño: no ser una mera guía de lugares y elementos artísticos que visitar, y sí un intento, más o menos acertado, de despertar esos monstruos que, paradójicamente y en mayor medida, que no en exclusiva, obviamente, suelen dormir, acumulando el polvo del olvido, en los lugares de culto que más los persiguió: nuestros templos. 


(1) 'Símbolos de Transformación'. Curiosamente, en el prólogo a la cuarta edición, escrito en 1950, el propio Jung afirmaba de esta excelente herramienta para el entendimiento general del simbolismo, lo siguiente: 'Este libro nunca me había hecho feliz, ni estaba tampoco contento con él; puede decirse que lo escribí a mi pesar...'.