lunes, 26 de octubre de 2020

La Capilla de San Blas de la catedral de Toledo



Se lo aseguro, porque es completamente cierto: toda vez que mis inquietudes me llevan a emprender el camino de Toledo, vuelvo a casa enfebrecido a causa de ese cortocircuito provocado por un exceso de Arte, que los especialistas tienden a denominar como síndrome de Stendhal, quien recíprocamente lo experimentara también, de ahí su nombre, en un paraíso artístico sin parangón, como es Florencia.



Aun así, lo diré de otra manera, para que no piensen que exagero: si Toledo fuera la Arabia Feliz, su catedral, no les quepa duda alguna, se adaptaría perfectamente a la magnífica cueva del tesoro, de la fantástica historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones.



Si dejamos aparte el latrocinio –común tanto a la Arabia Feliz, como a Florencia, como a Toledo- de tener que pagar la nada despreciable cantidad de doce euros por la entrada, y nos ponemos en la piel de Alí Babá, tendremos un auténtico problema al decidirnos por qué lugar empezar nuestra maravillosa aventura artística y a qué capilla, sala, ornamento, departamento o cripta, dedicarle la famosa frase de ‘¡ábrete, sésamo!’ para comenzar a entrever algunos de sus exponenciales secretos.



A tal respecto, si conocen ustedes una obra extraordinaria, deliciosamente escrita y con una fascinante variedad de personajes, como es la novela de Wenceslao Fernández Flórez, ‘El bosque animado’, entenderán mucho mejor aún mi punto de vista, si comparo la presente catedral –dicen y yo lo creo a pies juntillas, que es la más grande y rica de las catedrales españolas- con una fraga.



Una fraga, sin llegar a alcanzar exactamente el calificativo de paraíso, tiene la suficiente intensidad idílica, no obstante, como para llegar a asimilársele. Leyendo a Wenceslao Fernández Flórez, no me cabe duda alguna, de que el primer edén que conoció el hombre, era una fraga. Porque lo fundamental de una fraga, después de todo, es la armonía. Es a partir de este sentido, como me gustaría que entendieran a esta catedral: como un lugar eminentemente armónico, donde todos los elementos tienen fundamento y todo su conjunto se resume en belleza, equilibrio y proporción.



Bella como pocas, armónica en su diseño y espectacularmente equilibrada en su conjunto, la Capilla de San Blas resulta, metafóricamente hablando, como ese vino añejo que hay que saborear sin pausa pero sin prisa, permitiendo que el maridaje con los papilares ejerza su seductora influencia.



Dejando aparte sus singulares, cuando no enigmáticos orígenes, que a fin de cuentas, podría decirse que resultan intranscendentes cuando es el espíritu quien se apunta voluntario a dejarse seducir, este genuino lugar, mandado construir por el arzobispo Tenorio –no sean frívolos y dejen tranquilo al seductor Don Juan, que no tiene nada que ver en ésta historia- como morada eterna, tiene todo el merecimiento –y si no, compruébenlo ustedes mismos- para ser considerada, a menor escala y comparativamente hablando, como otra pequeña Capilla Sixtina.



De hecho, en su ejecución y estilo, se adivinan manos italianas, barajándose nombre artísticos de la talla de los florentinos Gerardo Stamina y Nicolás de Antonio, de los que queda constancia que anduvieron desarrollando su arte, por ciudades como Toledo y Valencia, a finales del Trecento.



Las temáticas, como era habitual en la época, reproducen los más relevantes y conocidos pasajes evangélicos, referidos al ciclo de nacimiento, vida y muerte de Jesús de Nazareth, si bien algunas escenas se han perdido irremediablemente, víctimas de la humedad y de una desidia de los poderes fácticos, realmente incomprensible.



En el centro de la sala, junto al sepulcro del arzobispo Tenorio, figura también el sepulcro de Vicente Arias, que fuera obispo de Plasencia y amigo y consejero del anterior, atribuyéndose su magnífica ejecución, al escultor Ferrán González, escultor gótico de cierta experiencia, quien se supone que encabezaba el taller de escultores, pintores y entalladores que acometió ésta y algunas otras obras en la catedral, a finales del siglo XIV.



Merece la pena detenerse junto a estos y elevar la mirada hacia el techo, para admirar su magnífica bóveda –algunos autores, también le atribuyen a Ferrán González su ejecución- y una vez recuperados de ese fascinante magnetismo ejercido sobre los sentidos por la magnífica policromía, percatarse de unos elementos intrigantes, cuya presencia queda patente en numerosas obras de similares características, que se localizan, curiosamente, a ésta parte de esa frontera natural, la Sierra de Guadarrama, que divide a las dos Castillas: los dragones.



AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.




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