La Literatura siempre ha visto en ellas un arquetipo elemental de la espiritualidad humana, hasta el punto de que autores, como el controvertido padre del horror cósmico, Howard Phillips Lovecraft, veía en ellas puertas de acceso a otros mundos: mundos, generalmente terroríficos, que vistos bajo las lentes del microscopio del psicoanálisis, no podían considerarse sino como inmersiones en esa profunda mar océana, metafórica y comparativamente hablando, que es el Inconsciente.
En ese sentido, podría afirmarse que muchos cementerios, dada la singular simbología de algunos de sus sepulcros, podrían considerarse como auténticos libros abiertos que permiten introducirse en el mundo de la más rica especulación, dejando entrever, por la curiosa mezcolanza de arquetipos añadidos, las profundas convicciones espirituales que habitaban en lo más profundo de la psique del finado o de los finados que descansan en ese pozo de eternidad. O quizás, en términos más literarios todavía, en ese enigmático y oscuro ‘pozo de almas’ del pensamiento jesuita, que nos presentaban otros escritores, como Ray Bradbury, autor de la espectacular saga ‘Crónicas marcianas’, en obras de ficción especulativa, como aquella titulada ‘Las maquinarias de la alegría’.
Podría añadirse, además, que algo muy parecido cruzara, con toda la fuerza de un bólido estelar, por el universo mental de aquél poeta, místico y visionario inglés del siglo XVIII, William Blake, cuando también nos introdujo en un mundo rico en simbolismo, cuando se dejó llevar por la magia del dibujo para ilustrar un enigmático poema de su contemporáneo y también poeta Graves, donde se tiene la impresión de que el alma entra y sale de la tumba a su antojo, como el que entra y sale tranquilamente por la puerta de su casa.
Detalles, que a la postre, no vendrían, sino a confirmar esas creencias ancestrales e incluso universales, que inciden en esa parte innata a la condición humana, pero siempre muy superior a ella, que según la creencia de la mayoría de las culturas que han habitado sobre la superficie de la tierra, sobrevive a la muerte física, y que suelen verse representadas por determinadas figuras simbólicas, como el escarabajo, la presencia inefable del alfa y la omega de los primigenios crismones cristianos y ese supuesto ángel, cuya corona o ureus, a los que habría que añadir también esos pequeños pechos que se advierten bajo la túnica, podrían ser una representación isíaca, que nos recuerda uno de los grandes principios, advertido hace siglos por la Ciencia: que la materia no se crea ni se destruye, tan sólo se transforma.
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