Sublime,
como todo aquello que se hace con los parámetros del alma, penetrar en el
corazón de la Sagrada Familia, constituye, no cabe duda, un viaje místico de proporciones
tan desorbitadas, como la pasión de un hombre, Antonio Gaudí, cuya línea de
pensamiento, de manera simplificada, no era otra que la ejecución de las Leyes
de la Naturaleza, y por defecto, la aplicación de la Física de la Divinidad al
servicio de ese pequeño pero genuino microverso al que el hombre se aferra con
zarpazos de fiera, que es el Mundo del Espíritu. Hay quien sostiene, que el
Maestro Antonio Gaudí era un ferviente cristiano. Un cristiano convencido y
ortodoxo al uso, que aparentemente compartía todos y cada uno de los postulados
de una Santa Madre Iglesia –católica, apostólica y romana- que, en algunos
casos, compartía y financiaba -posiblemente, más capaz en su labor
mefistofélica de conseguir mecenazgos ajenos, que abrir sus propias arcas- unas
obras que, a pesar de la incomprensión de la época, ya medraban para ser
consideradas como Maestras en un futuro que, paradójicamente, reconoce su
genialidad, pero olvida el respeto que siempre mostró hacia el entorno. Un
respeto, que le llevaba, en todos los casos, a solidarizarse con él, de manera
que la acción humana se adecuara siempre antes de destruir. Por eso, y aunque
me lluevan críticas o me tachen simplemente de hereje -digo como en el hospital
de Roncesvalles, donde tanto cristianos como paganos tienen cabida-, no puedo
por menos que dejarme llevar por la sensación que tuve en el interior de este
inmenso corazón vital de la fe: la de haber penetrado en el mayor templo
artificial que haya visto en mi vida; un templo que imita, en grandiosidad y
perfección el mejor de los templos que el hombre, en su genética ceguera, no
termina nunca de reconocer: el de la Naturaleza. Frente a ello, sólo me puedo
hacer una pregunta vital: ¿cuál era, en definitiva, la verdadera devoción del
Maestro Gaudí?.
'Al lado de las fuentes manifiestamente personales, la fantasía creadora dispone también del espíritu primitivo, olvidado y sepultado desde hace mucho tiempo, con sus imágenes específicas, que se manifiestan en las mitologías de todos los pueblos y épocas. El conjunto de estas imágenes integra lo inconsciente colectivo, entregado in potentia a cada individuo por vía de la herencia'. (C.G. Jung)
viernes, 30 de diciembre de 2016
lunes, 19 de diciembre de 2016
Feliz Navidad
Aún no ha cumplido el primer año de vida, pero incluso así, desde estas sencillas páginas, quisiera felicitar estas fiestas a todos aquellos lectores y visitantes y brindar porque el Nuevo Año sea un periodo de ricas actividades culturales, cuyos lazos, quizás mejor que otros, sirvan para unir y nunca para separar. Que el Arte, pues, nos ofrezca la posibilidad no sólo con la contemplación de la Belleza y las rimas que ésta pueda producirnos en esa doncella encantada que se llama Sensibilidad, sino que también, por encima de ello, sea juez y parte en esa hermosa utopía que se llama Entendimiento y Amistad.
Feliz Navidad y Próspero y Artístico Año Nuevo 2017
miércoles, 14 de diciembre de 2016
Nuestras Señoras de León
Proceden de santuarios, ermitas e iglesias de pequeñas parroquias que se extienden por infinitos montes, valles y llanuras. Algunas, quizás las menos, pues incluso a veces la memoria se convierte en sinónimo de olvido, todavía conservan su antigua advocación. Pero la mayoría, ese pandemonio sacro que rompe y rasga con su sola presencia los velos isíacos del misterio y de la tradición, son indefectiblemente anónimas. Tampoco todas están en las mismas condiciones de conservación, pero en su mayoría, en especial aquellas que pertenecen a los siglos XII y XIII, conservan, cuando menos, un detalle en común: su sobrenatural hieratismo. Entre sus atributos, también salvo excepciones, portan un objeto que, al fin y al cabo, ofrece una singular pista sobre su milenario origen: la bola. La bola o esfera que define la esencia y a la vez la presencia, nunca eliminada del todo, de los primigenios cultos matriarcales a la figura de la Gran Diosa Madre. O a la Triple Diosa, posteriormente camuflada bajo la forma de las Tres Madres Celtas –que bien se pueden apreciar, por ejemplo, en el maravilloso friso del pórtico de la iglesia jacobea y sanmiguelina de Estella- o de las Tres Marías Cristianas, cuyos santuarios se encontraban cercanos entre sí, formando, por regla general, un signo púbico perfecto: el triángulo con el vértice invertido. Aquél símbolo primordial, al que en tiempos del sabio rey Salomón, se le añadió otro triángulo superpuesto, con el vértice hacia arriba, que simbolizaba el falo fecundador, asociado con la figura del Padre, que posteriormente heredaría esa bola o ese atributo primigenio de la Madre. O lo que hubiera sido un equilibrio perfecto, como perfecto fue el equilibrio entre los dioses y diosas del Panteón griego, antes de que el iracundo Zeus diera un golpe de estado, haciéndose con el mando supremo y con el poder. Revolución divina, que posteriormente ocurrió con el celoso en extremo Yahvé de los judíos –que se lo pregunten a Ashera (1)- y el Dios paternalista de los cristianos, con la figura de María, aunque lejos, evidentemente, de la idea del hyerosgamos o matrimonio sagrado.
Alguna de ellas, simplemente con su advocación, por ejemplo, de la Blanca o del Alba o de las Nieves, hacen que algún peregrino sagaz –con probabilidad, aquél que dentro de la vía de las estrellas, toma el peligroso camino de la Serpiente, que en el fondo, es el verdadero Camino de Santiago- piense en esos Montes Albos o en aquellos Montes Albanes, tan abundantes en los caminos y en cuyas inmediaciones, casual o causalmente, solía establecer posiciones una orden de caballería, religioso-militar, que sentía una más que ferviente devoción por aquélla figura, Nuestra Señora, cuyo término ya comenzara a acuñar San Bernardo, su padrino espiritual, hasta el punto de llegar a afirmar aquello de que con Ella empezó y con Ella terminaría su Religión: los caballeros templarios. En otras, anónimas, salvo una escueta nomenclatura, se vislumbran símbolos de heterodoxa trascendencia, como las serpientes -o esas wouivres celtas, que a la vez definían las cualidades telúricas del lugar- dibujadas en el manto; detalle, que posiblemente diera sentido y finalidad a esa tenaz y legendaria obstinación de algunas imágenes a ser trasladadas del lugar donde fueron encontradas.
Por otra parte, no deja de ser curiosa la tradición asociada a algunas de ellas, que ven en su tosca ejecución la mano apostólica de Lucas e incluso del propio Santiago Boanerges –o Hijo del Trueno, título que con anterioridad, ya ostentara Zeus-, personaje glorificado y elevado al patronazgo patrio después de su muerte en un país en el que, tal y como refiere de la Vorágine en su Leyenda Dorada, sus intentos de evangelización obtuvieron siempre un rotundo fracaso y donde, curiosamente, triunfaron otros héroes de la Antigüedad, como Hércules-Herakles.
(1) Tal vez de esta interesante y poco conocida divinidad femenina semita, sacara la idea el escritor inglés Sir Henry Rider-Haggard, para la creación de la diosa Ayesha o She, sobrenatural deidad protagonista de uno de sus ciclos narrativos más apasionantes.
miércoles, 30 de noviembre de 2016
¿El Evangelista o la Magdalena?
'Los estudiosos del Arte han reconocido durante siglos que los maestros medievales recurrieron a los símbolos en sus obras. También reconocieron que nada aparece en sus pinturas, que no haya sido cuidadosamente puesto allí para transmitir un mensaje. La única controversia gira en torno a la cuestión de qué es realmente lo que aquellos artistas intentaron'.
[Margaret Starbird (1)]
Más de
dos mil años después de unos sucesos cada día más cuestionables pero a la vez
espeso mortero donde se asientan los fusionados cimientos de ese insólito,
misógino y anti-sobrenatural edificio que es la Iglesia católica, apostólica y
romana, su figura continúa no sólo desconcertando, sino también provocando una
amplia gama de hipotéticas y polémicas reflexiones, encaminadas a iluminar ese
otro lado del espejo que, como en la historia de Alicia, contiene un mundo
paralelo, en cuyo fondo subyace, posiblemente, una gran verdad, escamoteada a
los fieles mediante el conservador pase de verónica, acompañamiento de peinetas
y banderillas, previos al estoque final de la más depurada de las ortodoxias:
María Magdalena. No en vano tildada en más de un ámbito como segunda Eva, aunque más conocida,
quizás, por su apodo medieval de la bella
penitente o la hermosa llorona,
María Magdalena se nos revela no sólo como un extraordinario mito, sino además,
como uno de los personajes neo-testamentarios más carismáticos, relevantes y
misteriosos asociados con la figura de Jesús, el Cristo. De hecho, de la
cercanía de dicha asociación surge –dejando para mejor ocasión, sus hipotéticos
desposorios con Jesús y una no menos hipotética dinastía divina y real, una vez
arribada e instalada en Marsella, como refiere la leyenda dorada de Santiago de
la Vorágine-, omitido por los Evangelios canónigos, la siempre discutida figura
del discípulo amado y esa curiosa disociación, Magdalena-Juan –se dejan, así
mismo, para otra ocasión, aquellas versiones que ven en ellos los desposados en
el famoso episodio de las bodas de Canaá-, donde el Arte tiende a ser,
figurativa y casualmente hablando, ese auténtico generador de polémica y
controversia, hasta tal punto, que para justificar ese aspecto remarcadamente
femenino que acompaña una gran mayoría de representaciones del Evangelista, se
ha recurrido a la presunta juventud o lozana adolescencia del personaje en
cuestión. Recurso que, contemplado desde otra perspectiva, o desde luego, desde
un punto de vista notoriamente heterodoxo, no tendría otro leit motif, que el de enmascarar al más aventajado de los
discípulos; aquél cuya inteligencia estaba por encima del analfabetismo
característico del resto y que además, tuvo el privilegio de ser el primero en
ver al Maestro resucitado: María Magdalena. El problema, es que fue mujer. Y
posiblemente, con intención de que se viera este aspecto femenino, este yang
complementario y apenas sin disimulo alguno, es lo que el maestro anónimo quiso
dejar reflejado en este extraordinario retablo gótico que se localiza en una de
las catedrales más enigmáticas y a la vez más defenestradas de todas las
existentes en suelo peninsular: la de Cuenca. Un detalle, posiblemente muy bien
velado, si tenemos en cuenta que Cristo y el apostolado ocupan la parte
inferior y más pequeña, atrayendo menos la atención, sobre todo cuando en la
parte superior, y destacando por su inconmensurable tamaño, tres personajes
atraen poderosamente la atención, siendo el central, una Virgen ofreciéndole el
pecho al Niño, sin duda el más relevante de todos y el que concentra todas las
miradas. A los pies, diminutos en comparación, los presuntos donantes.
(1) Margaret Starbird: 'María Magdalena y el Santo Grial', licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Editorial Planeta, S.A., Barcelona, 2005, página 157.
sábado, 19 de noviembre de 2016
Arte funerario: los sepulcros de Villalcázar de Sirga
Refiere
una antigua leyenda que se cuenta por estas tierras de Villalcázar de Sirga y
referida al magnífico Pantocrátor (1) de la insuperable iglesia de Santa María
la Blanca, que el día del equinoccio de primavera, si se golpea el punto exacto
en el que un rayo de sol alcanza al toro, animal simbólico que representa a San
Lucas, entonces las cabezas que se encuentran a cada lado de Cristo en
Majestad, revelarán el lugar donde los templarios ocultaron su formidable
tesoro. En realidad, y si de tesoros hablamos, no será muy difícil llegar a la
certera conclusión de que el mayor tesoro templario que se puede encontrar por
estas tierras de campos –o por cualquier otra tierra relacionada con ellos-, no
es otro que la propia iglesia, único resto que sobrevive, junto con el que
fuera hospital y hoy en día reconvertido en mesón pero conservando el nombre de
sus antiguos propietarios, de la encomienda templaria establecida en el lugar,
situada no lejos de Frómista y en pleno itinerario del Camino de Santiago. La
única del Reino de Castilla, según parece, situada al norte de la frontera del
Duero y de la que queda constancia, además, de al menos uno de sus comendadores
–Frei Gómez de Patiño, que estuvo presente en el Fuero de Ceheguín de 1307-,
así como de los últimos hermanos de la Orden que la habitaron, antes de que
pasara a manos de los caballeros santiaguistas: los freires Johanni, Luce y Roderico; o lo que
viene a ser lo mismo: Juan, Lucas y Rodrigo.
Declarada Monumento Histórico
Nacional en 1919, y aunque muy afectada por los efectos del impresionante
terremoto que sacudió la ciudad de Lisboa en 1755, este formidable templo, con
planta de cruz patriarcal, según Rafael Alarcón Herrera (2), constituye,
después de todo, y tal y como se afirmaba al principio, un auténtico compendio
de sabiduría que, bien mirado, recoge el mayor legado y a la vez el mejor
tesoro que se puede encontrar. Pero lejos de tratar en la presente entrada los
numerosos aspectos que hacen de este templo un lugar pródigo en claves y
enigmas –los cuales, se posponen para mejor ocasión-, existe la intención, de
admirar y plantearse algún que otro interrogante relacionado con parte de ese
inconmensurable tesoro artístico, como sin duda son los sarcófagos policromados
que aún se pueden contemplar, en buena parte de su primitivo esplendor, en la
denominada Capilla de Santiago, obra, según parece, atribuible, así mismo, a
los extraordinarios talleres medievales establecidos en Carrión de los Condes y
alrededores, cuyos mejores exponentes se localizarían en los templos de Santa
María del Camino, Santiago, el casi irreconocible monasterio de San Zoilo, e
incluso más allá de Carrión, en lugares como Moarves de Ojeda y su iglesia de
San Juan Bautista. Los sarcófagos en cuestión, son tres, que colocados en fila
y realizados, según se cree, por un tal Pedro el Pintor, se supone que pertenecen,
por el siguiente orden, al Infante Don Felipe, hijo de Fernando III el Santo y
de Dª Beatriz de Suabia y hermano de Alfonso X el Sabio, autor, como sabemos,
de las famosas Cantigas a Santa María,
de las cuales, al menos una decena hacen referencia, precisamente, a los
milagros atribuidos a la Virgen Blanca,
titular de esta antigua iglesia de Villalcázar de Sirga (3).
Muerto
en 1274, estudió en la Universidad de París, siendo alumno de San Alberto Magno
y compañero de San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino. Su primera esposa, fue
la princesa Cristina de Noruega, cuyo recuerdo se mantiene aún vivo en otra
ciudad castellana, cercana al entorno de Santo Domingo de Silos y las ruinas
del monasterio de San Pedro de Arlanza, donde fue enterrada: Covarrubias. El
sarcófago que se encuentra a continuación, se cree que es el de Dª Inés
Rodríguez Girón, dama que fuera la segunda esposa del Infante Real, aunque
siempre ha existido una cierta confusión a este respecto, siendo numerosas las
fuentes que abogaban por Dª Leonor Ruiz de Castro, quien, al parecer, fue
enterrada, tal y como pedía en su testamento, en el monasterio de San Felices
de Amaya, cercano a Burgos (4). A continuación del presunto sarcófago de Doña
Inés, se localiza la sepultura de un misterioso personaje, del que no se sabe a
ciencia cierta quién fue, pero cuya personalidad gira, también, en torno a la
historia y la leyenda. Aunque generalmente, se piensa que en él reposan los
restos de un caballero santiaguista, de nombre Juan de Pereira, no son pocas
las fuentes que lo consideran como el sepulcro de un caballero templario, e
incluso, con el sepulcro del maestro cantero o magister murii que construyó la iglesia. Resulta significativo, no
obstante llegados a este punto, observar que el personaje labrado en la tapa
del sarcófago, mantiene un ave entre las manos. Si bien es cierto, que la verja
metálica que protege el acceso a la capilla de Santiago, apenas permite
vislumbrar qué tipo de ave es en cuestión, resulta igualmente significativa, la
presencia de una ave muy especial, la oca, representativa de las antiguas
hermandades canteriles y animal estrechamente vinculado, así mismo, con el
Camino de Santiago y el tránsito al inframundo, siendo su simbolismo rico y
variado. Este animal, figura al menos en dos escudos nobiliarios que se
localizan, uno en la propia fachada exterior de ésta iglesia de Santa María la
Blanca, y el otro, justo enfrente, en un antiguo palacio, reconvertido en Casa
Consistorial. Junto a dicho escudo, también se encuentran algunos canes de
cabezas, que probablemente pertenecieran en origen al templo. Dada la relación
del rebelde Infante Don Felipe con la Orden del Temple, en la que encontró
refugio después de los prolongados enfrentamientos con su hermano, el rey
Alfonso X, quizás no resulte tan significativo, sin embargo, el detalle de que
entre los personajes que tan abundante y ricamente ofrecen un detallado
conjunto antropológico de costumbres -incluidas las plañideras, figuras todavía
existentes hasta tiempos relativamente modernos-, situaciones y rituales de la
época, se localicen varios hermanos de la Orden del Temple, acompañando al
hermano finado en el sepelio. Tampoco hubiera sido extraño, que tales
caballeros hubieran aparecido también en el sepulcro de su mujer, Doña Inés, en
virtud de los estrechos contactos que los templarios tuvieron con las familias
más antiguas y poderosas, de las que no sólo obtuvieron suculentas rentas, sino
de las que también fueron requeridos para salvaguarda y defensa de sus
territorios, como ocurrió en Galicia, con la misteriosa bailía de Faro. Y digo
misteriosa, porque a pesar de su probada existencia histórica, aún queda por
determinar el sitio exacto en el que ésta se encontraba, no descartándose,
incluso, la famosa Torre de Hércules, precedente romano y estratégico punto de
observación.
De cualquier manera, e independientemente de los numerosos enigmas
que todavía subsisten en esta vieja encomienda, de lo que no cabe duda es de
que todavía, se mire por donde se mire, plantea no sólo numerosos retos al
investigador, sino innumerables detalles histórico-artísticos y culturales,
como para hacer de una visita uno de los más gratos atractivos del Camino de
Santiago a su paso por la provincia de Palencia. Y un dato más: ¿son
imaginaciones mías, o existe cierto parecido razonable entre la portada que da
precisamente a la Capilla de Santiago y esa otra que todavía se puede ver,
aunque a duras penas, en las ruinas del convento de San Antón, en la no
demasiado lejana población burgalesa de Castrojeriz?. Buen tema para meditar en
un futuro.
(1) Con respecto a la simbólica
figura del Pantocrátor, no olvidemos que en Palencia existen unos antecedentes
sublimes, como conoce muy bien todo aquel que haya visitado la iglesia-museo de
Santiago, en Carrión de los Condes o la de San Juan Bautista, en Moarves de
Ojeda. Por añadidura, y también por su razonable parecido, se podría mencionar
el parecido entre éstos y otro que se localiza en la catedral de Lugo, tema
que, desde luego, puede inducir a la especulación sobre el origen de los
canteros y su hacer a uno y otro lado de ambas provincias.
(2) Rafael Alarcón Herrera: 'La
otra España del Temple', Ediciones Martínez Roca, S.A., 1988, páginas 256-257.
En la página 257 y a pie de foto, Alarcón, así mismo, comenta, y lo cito
textualmente como dato para todo aquel que desee indagar más en el tema de la
leyenda del tesoro de los templarios: 'El fabuloso convento templario de
Villasirga (Palencia) conserva el recuerdo de un tesoro cuyo secreto solo
conoce el animal del Pantocrátor, llamado popularmente "cerdito sabio de
San Lucas"'.
(3) Otro de los misterios
añadidos al lugar es, precisamente, la dificultad para identificar cuál es,
entre las variadas imágenes marianas que se pueden encontrar en la iglesia,
incluida la que se localiza en la magnífica portada principal de acceso al
templo, por debajo, precisamente, del Pantocrátor al que se aludía como
señalado por la leyenda como contenedor de la clave para localizar el supuesto
tesoro de los templarios, si bien es cierto, que la mayoría de los
investigadores tienden a señalar una hermosa talla gótica, que se encuentra
dentro del recinto de la Capilla de Santiago, enfrente de los sarcófagos y
terriblemente mutilada, puesto que le falta el brazo derecho, portador del
atributo, siendo el daño, no obstante, mucho mayor en el caso del Niño, pues
aparte del mismo brazo que la Madre, le falta también la cabeza.
(4) Información obtenida de parte
de la conferencia que Cristina Partearroyo ofreció el día 10 de marzo de 1994
en el Museo Arqueológico Nacional y que se puede consultar en el siguiente
blog;
http://tomasalo.blogspot.com.es/2010/09/sepulcro-de-dona-leonor-ruiz-de-cartro.HTML
lunes, 31 de octubre de 2016
El Capricho: un paraíso esotérico
'Hay otros mundos, pero están en éste'.
[Paul Elouard]
Hablar
de un lugar tan especial como éste, conlleva, cuando menos, remontarse a un
tiempo y unos antecedentes en los que la magia, el esoterismo y el ocultismo
constituían algo más que una tendencia pasajera entre las gentes pudientes de
una sociedad europea, privilegiada y mercantilista, que se aislaba
voluntariamente de esa revolución industrial que estaba transformando a los
pueblos, en la piel de cuyos habitantes comenzaba a apreciarse el color gris
ceniciento del polvillo que se desprendía del humo de las chimeneas de las
fábricas o el rímel indeleble del hollín del carbón que se extraía de las
entrañas de las minas. Un tiempo, en el que pasado el vendaval napoleónico y
apenas recién estrenada la era moderna, arquitectos románticos y visionarios,
como Viollet le Duc –aquél sabio intuitivo, que proclamaba con solvencia que
los pintores modernos debían estudiar el arte medieval como una lengua, no sólo
en las palabras sino también en su gramática y en su espíritu-, y escritores románticos como Víctor Hugo,
rescataban de la ruina parte de la brillante y milenaria magia de la catedral
de Notre Dame de París, y en Madrid, entre la estación y la basílica, las
ruedas de los carros todavía pasaban por encima de algún atochar, planta de
tipo espinoso parecida al esparto, que había dado su nombre, así mismo, a una
de las Vírgenes Negras más carismáticas de la ciudad: la Virgen de Atocha.
Tiempos en los que, a pesar del analfabetismo popular generalizado –herencia,
sin duda, de una Edad Media, cuyos estamentos se prolongaron más allá del
tiempo-, el rito, el mito y la tradición –en definitiva, ese conjunto
primigenio de arquetipos que Jung definió como el inconsciente colectivo-,
subsistían en alegre convivencia –cual shakespirianas comadres de Windsor-,
haciendo de lejanas charcas los lodos presentes en la época. Tiempos en los
que, aparte del despertar de los movimientos obreros, de los sentimientos
nacionalistas o del fragor sangriento de las primeras bombas anarquistas, el
pasado, toda vez que el reinado de terror de la Inquisición comenzaba a
vislumbrar su ocaso en los confines del horizonte, volvía a abrir la Caja de
Pandora, latente en las oscuridades del útero de Proserpina, liberando
embriones de heterodoxia, de cuyo líquido amniótico se nutrían sectas y agrupaciones
que volvían a mostrar de cara al sol, entre otros, las columnas y los compases
masónicos en sus mandiles o las cruces patadas en las hombreras inmaculadas de
sus blancas capas.
Hecho milimétricamente a capricho –de ahí su nombre, que
define al propio jardín, así como a todos sus elementos- por la propia duquesa
de Osuna, Doña María Josefa Alonso Pimentel, es mucho más que otro simple
conjunto histórico-artístico, como así lo declaró en 1934 –resulta evidente,
que con todo merecimiento-, el Patronato para la Conservación y Protección de
los Jardines de España, organismo dependiente de la Dirección General de Bellas
Artes. Es un jardín, sí; es histórico, por supuesto; y es artístico,
naturalmente. Pero a la vez, según uno se pierde por sus pintorescos rincones,
se tiene la impresión, cuando menos, de que en realidad, lo que la duquesa
dirigió personalmente con tantos detalles arquetípicos implícitos, fue algo más
que un elegante y lujoso espacio de ocio en el que pasar largas temporadas y
con el que cumplimentar el tedio y el aburrimiento de sus amistades más
allegadas, independientemente de que entre éstas se contaran artistas e
intelectuales de la época, algunos de los cuales había intervenido en su
ejecución: un jardín especialmente diseñado como lugar iniciático. Pudiera
darse el caso, perfectamente, de que bajo la apariencia de esas lujosas fiestas
en las que no falta de nada y a las que el refranero popular suele referirse
como tirar la casa por la ventana, los invitados, con o sin conocimiento, se
vieran envueltos en todo un viaje lúdico pero a la vez iniciático, que en
pequeña escala, desde luego, reprodujera el sentido de los grandes viajes
espirituales. Un viaje, por añadidura, convenientemente indicado por los
diferentes arquetipos marcados en su itinerario –a la manera, por ejemplo, del
famoso Juego de la Oca-, sin importar por dónde los participantes comiencen el
recorrido. De tal modo, que hay caminos solitarios, umbríos y en algún momento
tenebrosos, que recuerdan a esa selva oscura, áspera y fuerte con la que
comenzaba Dante los primeros versos de su Divina Comedia. Hay también algún
claro, entre la frondosidad de un heterogéneo arbolado, donde una casita,
denominada de la Vieja, nos recuerda aquella otra trampa mortal en la que
residía la bruja malvada –otro de los aspectos encubiertos de la Triple Diosa-
del famoso cuento de los Hermanos Grimm, titulado Hansel y Gretel, que podría
representar, comparativamente hablando, esa cárcel de la que es difícil salir y
en la que en el mencionado Juego de la Oca resultaría necesario que otro
jugador recalara en ella y ocupara nuestro lugar. Parte de las espinas del
Camino: lo imprevisto, las inconveniencias, el exceso de confianza. Siguiendo
ese mismo sendero, a una centena de metros más adelante, otro claro nos
descubre un curioso edificio cuya planta, de forma poligonal, nos recuerda ese
tipo tan peculiar de arquitectura oriental, traída, entre otros, por los
cruzados de Tierra Santa. Se trata del Casino o Salón de Baile –otro de los
arquetipos que ha acompañado siempre la mayoría de rituales de la humanidad-, y
en cada una de sus caras, una alegoría greco-latina nos remite a las antiguas
ceremonias paganas. Curiosamente, para acceder a él, los invitados lo hacían en
pequeñas falúas –recordemos a Caronte, el barquero del inframundo-, que partían
de la denominada Casa de Cañas situada en el embarcadero del lago, accediendo
al Casino por un pequeño canal, al final del cual, y situado en un pequeño
túnel, les aguardaba otra figura arquetípica: el Guardián del Umbral. Llama la
atención el aspecto de éste: un fiero jabalí recostado sobre sus cuartos
traseros. Recordemos la importancia que su figura tuvo, sobre todo, en el arte
románico, siendo, junto con el ciervo, los elementos principales del simbolismo
cinegético medieval. Pero además, si echamos un vistazo a los grandes clásicos
de la literatura medieval, observaremos, en la fascinante historia del hada
Melusina, que uno de los más grandes linajes medievales, el de los Lusignan,
comenzó, precisamente, con un desgraciado accidente cuando se intentaba dar
caza a un jabalí.
El lago, si bien no muy grande, sí resulta, no obstante,
embriagador. De forma circular, tiene un pequeño islote en su centro –el
círculo y un punto en el centro, como se representaba la perfección y por
defecto a Dios, también en la Edad Media-, en el que por encima de una pequeña
cascada, un bloque rectangular de granito nos recuerda la figura del duque de
Osuna. En la Casa de Cañas, situada, como se ha dicho, junto al embarcadero –en
la parte interior de éste, un cuadro nos muestra un bucólico paisaje en el que
destaca un templo pagano-, encontramos otro símbolo primordial: ese Yin-Yang
hebraico conocido como Estrella o Sello de Salomón, que nos remite a la antigua
sabiduría cabalística. Las hermosas palmípedas que evolucionan en las aguas del
lago, si bien no son ocas, sí son familia de éstas: cisnes, patos y ánades,
animales con características ctónicas, que ya figuraban en la decoración de los
antiguos ninfeos, como lo demuestra el de Santa Eulalia de Bóveda. Junto al
lago y el embarcadero, se localiza un fortín con forma de estrella. Y no muy
lejos de éstos, casi oculta por la vegetación y los árboles, una pequeña ermita
constituye todo un gran enigma. Realizada en parte con una técnica que ya
utilizaban los grandes genios del Renacimiento, como Miguel Ángel y Leonardo,
la del trampantojo –uno de los sitios más conocidos y espectaculares donde
Miguel Ángel la puso en práctica, fue precisamente la Capilla Sixtina-, llama
la atención la puerta de entrada, que reproduce otro gran símbolo arquetípico:
el pie de druida o pentágono o estrella de cinco puntas. Así mismo, entre los
símbolos que se aprecian en el suelo, junto a la puerta, destaca uno en
particular: la cruz patada. Pero el gran enigma de este pequeño conjunto,
reside en el jardincillo anexo al porticado lateral sur: una pequeña pirámide
de granito que, al parecer, constituye no sólo otro símbolo arquetípico de perfección,
sino además, la tumba de un misterioso y anónimo ermitaño, figura clave en otro
conjunto monumental de arquetipos: las láminas o cartas del Tarot. Siguiendo el
sendero y cercano a ésta, hay un pequeño estanque, con forma de riñón, donde se
aprecia como referencia un torso clásico, en la base de cuyo soporte o columna,
aparece otro arquetipo esencial, apenas perceptible: la rosa. De regreso a la
explanada principal, aquella que desemboca en el palacio o mansión, un pequeño
templete de forma semiesférica, en cuya parte central sobresale un busto de la
duquesa, la magia de los números, unida a los arquetipos mitológicos, nos
sorprende: ocho son las esfinges que lo custodian. A pesar de haber varios más
pequeños y de diversa forma repartidos por los diferentes rincones de las 14
hectáreas que conforman este monumental jardín, el Laberinto principal, enorme
y grandioso en su diseño –émulo de aquéllos otros, como el de la catedral de
Chartres-, representa, con su inquietante presencia, no sólo uno de los arquetipos
más antiguos que han acompañado a ese inconsciente colectivo desde el alba de
los tiempos, sino también, uno de los elementos que más expectación genera
entre los visitantes, y de hecho, como muy bien afirmaba Mircea Eliade,
representa también al Ulises que todos llevamos dentro y a esa Ítaca -centro,
ombligo o cordón umbilical-, a la que todos anhelamos regresar.
viernes, 21 de octubre de 2016
Canteros de Santa María de Huerta: el Lenguaje de los Pájaros
Aparte de las excéntricas ambigüedades simbólicas de un arte como el de la Alquimia, si existe algo comparable a esa forma de aludir algo lo suficientemente complicado de entender o interpretar como para responder a la perfección a esa calificación de lenguaje de los pájaros, no es otra cosa que las marcas que los canteros medievales fueron grabando en los sillares de aquellos edificios que de manera tan sabia, artesana y perdurable fueron levantando en su azaroso camino. El monasterio de Santa María de Huerta, aun no siendo, evidentemente una excepción, sí es, no obstante, uno de esos felices lugares depositarios de un ameno e interesante conjunto gliptográfico, digno de figurar, cuando menos, entre los más desconcertantes. Posiblemente más desconcertante, todavía, que las numerosas marcas de cantería que constituyen otro aliciente enigmático-cultural de otro monasterio cisterciense, no demasiado lejano, como es el de Santa María de Veruela, que, por el contrario, sí recibió, afortunadamente, la atención de un excelente artista, como fue Valeriano Bécquer, hermano y compañero de viaje y de aventura de aquél poeta que tan bien glosara el simbolismo de la mano y cuya poesía, en palabras de Eugenio d’Ors, era comparable a un acordeón tocado por un ángel: Gustavo Adolfo Bécquer. De hecho y como homenaje de buen gusto, durante mi última visita a Veruela, acaecida a finales de julio, tuve ocasión de disfrutar de una pequeña aunque agradable exposición de los dibujos realizados por aquél durante su estancia en el monasterio.
Es curioso, pero si tuviéramos que recurrir al símil de la fantasía, exponiendo como argumento lo prolífico que fue el trabajo de Gustavo Adolfo, aún enfermo desde su celda, podría sugerir la posibilidad de que permaneciendo cierto tiempo recorriendo esos solitarios y chinescos claustros, pasando sin miedo la yema de los dedos por la gélida superficie de unos sillares encajados con milimétrica maestría; dejándonos estremecer por la mirada puesta en nuestra nuca de esas fantásticas esculturas que contemplan impertérritas el paso de los siglos desde su aparentemente burlona eternidad, quizás la Musa podría sugerirnos -siquiera fuera lanzándonos un dardo dorado para abrir una brecha en el hemisferio creativo de nuestro cerebro-, algunas recomendaciones que nos permitieran intuir siquiera parte de ese gran misterio. Quizás la clave nos la diera Jung, cuando reflexionaba, en un ciclo de conferencias pronunciadas en Viena en 1931, sobre ese choque existencial entre un abuso de espiritualidad que caracterizó a esas épocas –el punto de inflexión, lo marcaron la caída del gótico y el nacimiento de la Reforma-, y el abuso de materialidad que nos caracteriza ahora a nosotros.
Frente a esto e independientemente de las numerosas teorías que han querido ver en esos grafismos un símil de nómina con vistas a un jornal o el distintivo de un gremio en particular -por ejemplo, se comenta que gremios muy activos, sobre todo en el Camino de Santiago, como los Hijos del Maestro Jacques o los Hijos de Salomón, firmaban sus obras con la pata de oca o con el Sello de Salomón-, o, en aquellos muy intrincados, con ramificaciones, el sello particular de un oficio artesano heredado de padres a hijos o, ya puestos en materia, instrucciones sobre el plano para ir completando la obra -una buena muestra, se encontraría en el ábside principal del monasterio de Santa María de Moreruela, en Zamora, o dentro de la galería de la preciosísima ermita mozárabe de Santa Cecilia, situada en el entorno del monasterio de Santo Domingo de Silos-, o, teniendo en cuenta la mentalidad también de la época, símbolos mágicos de protección, tal vez debamos recurrir a los aspectos espirituales de la época para intentar ver en ellas, el símbolo particular que definía al cantero en la trascendencia de una aventura que, al fin y al cabo, constituía todo un viaje espiritual. Sea como sea, lleguemos algún día a entender, si no todo, parte al menos de ese lenguaje de los pájaros, lo que no deja de ser cierto, es que contemplar esas antiquísimas reseñas constituye, después de todo, un atractivo añadido a la visita de lo que es ya de por sí, un lugar eminentemente sorprendente: el monasterio de Santa María de Huerta.
lunes, 17 de octubre de 2016
Una Virgen para una batalla: la de las Navas de Tolosa
Otro
de los numerosos enigmas que hacen que la visita a este monasterio de Santa María
de Huerta se convierta en toda una aventura, no es otro que aquél que se
refiere a la supuesta historia de una curiosa imagen mariana medieval, cuya
advocación original, perdida para siempre en esos charcos insondables de la
historia donde posiblemente se perdieran también las aguas de las nieves de antaño a las que evocaba
ebrio de nostalgia el poeta François Villon, ha querido que en el futuro se la
asocie con un personaje relevante del siglo XII –el arzobispo de Toledo, don
Rodrigo Jiménez de Rada- y una batalla que fue crucial para las
reivindicaciones reconquistadoras de unos reinos cristianos en plena expansión,
una vez superada la espantosa derrota de Alarcos: la de los Tres Reyes, más
conocida, sin embargo, como la de las Navas de Tolosa. Viene a colación al
respecto, comentar, siquiera sea por la simpatía de forma, que ésta atribución,
dejada caer de manera hipotética por el marqués de Cerralbo, fue considerada
posteriormente con literalidad, de la misma manera que muchas fuentes
consideran como un hecho inconstatable que las iglesias de planta circular u
octogonal, constituyen un modelo inequívoco de arquitectura templaria, desde que en las postrimerías del siglo XIX
el gran arquitecto francés Viollet le Duc –restaurador, entre otros importantes
conjuntos medievales, de la catedral de Notre Dame de París-, dejara caer una
afirmación similar, seguramente inconsciente del revuelo que levantaría en el
futuro.
Esto no quiere decir, sin embargo, que ambas afirmaciones no pudieran
haber sido plausibles, siempre y cuando, claro está, se mantenga la oportuna cautela
de la duda mientras no se demuestre lo contrario. Dejando a un lado la réplica
de dicha imagen, que en la actualidad se puede ver en una de las alacenas del
claustro, es muy probable que la imagen original, custodiada en las
dependencias privadas monacales, pudiera haber sido concebida en origen, por su
tamaño y características –le falta la pieza trasera, utilizada, con toda
probabilidad, para el alojo de reliquias, como solía ser habitual-, como una imagen de campaña, fácil de transportar
y con la que poder oficiar misa antes de la entrada en combate. Bajo este punto
de vista, pudiera ser, que hubiera acompañado al arzobispo Jiménez de Rada en
tan importante contienda, siendo, como fue, uno de los principales artífices de
la misma. Pero se sabe, que hubo otro prelado que también tuvo cierto
protagonismo en la batalla: el obispo Martín de Finojosa. Curiosamente, ambos
personajes, están representados en las magníficas pinturas laterales del ábside
mayor de la iglesia, realizadas en 1580 por Bartolomé Matarana, pintor
manierista genovés, que estuvo especialmente activo en Cuenca y en Valencia. Y
en ambas representaciones –he aquí, tema añadido para la polémica-, se aprecia
la presencia estatuaria mariana, si bien, de manera significativamente
diferente.
En la parte izquierda, según estamos situados frente a la capilla
mayor, tenemos una sensacional imagen de Martín de Finojosa oficiando misa ante
las tropas. Unas tropas, cuyos primeros exponentes, sabemos que se correspondían
con las órdenes militares; caballeros que, en este caso, lucen una cruz roja en
sus cascos, detalle que puede ser incluso alegórico, no sólo de las referidas
órdenes militares –templarios, hospitalarios o santiaguistas, por citar a las
principales-, sino también del conjunto cruzado en general, pues no olvidemos,
que España fue el precedente de las Cruzadas. La figura mariana que se aprecia
en el altar, es una figura entronizada, que bien pudiera hacer referencia a la
imagen de la que estamos tratando o, en su defecto, a una imagen de similares
características, al uso de la época. Por el contrario, la escena de la derecha,
ya nos muestra un detalle cuando menos significativo: el arzobispo de Toledo,
Jiménez de Rada, cargando contra los musulmanes al frente de la vanguardia
cristiana. Lo curioso, es que el portaestandarte que cabalga inmediatamente detrás
de él, mantiene en alto una banderola de color encarnado en la que se aprecia a
una figura mariana, con el Niño en brazos, pero de pie, perdida ya esa
disposición hierática y de teothokos,
o trono de Dios, de la imagen que estamos
tratando, más parecida a la virgen gótica y también oculta en las dependencias
privadas del monasterio que, no obstante, se puede ver en los libros a la venta
que tratan de la historia de tan interesante cenobio.
A este respecto, conviene
mencionar, que en el monasterio burgalés de las Huelgas, aparte de otros
significativos recuerdos de tan celebérrima batalla, se conserva la figura de
una Virgen pequeñísima, de apenas 10 centímetros de altura, también denominada
de las Navas o del Tovar, que formaba parte del pomo de la silla de montar del
obispo Don Tello. Y otro dato significativo: no muy lejos del monasterio de
monjas cistercienses de Buenafuente del Sistal, y en el vecino término de
Cobeta, se localiza un curioso y aislado santuario mariano, de cuya titular, la
Virgen de Montesinos –de igual nombre que la cueva donde Don Quijote
protagonizó una de sus maravillosas aventuras-, se sabe que fue trasladada,
precisamente, al monasterio de Santa María de Huerta y de cuyo rastro, nada se
ha vuelto a saber.
lunes, 3 de octubre de 2016
Monasterio de Santa María de Huerta: capilla de la Magdalena
Aun a
la vista, pero sorprendentemente menos conocido por el público en general, uno
de los mayores enigmas sobre los que se puede especular en relación a este
imponente conjunto histórico-artístico que es el monasterio cisterciense de
Santa María de Huerta, no es otro que la temática de esas fascinantes pinturas
románicas que, situadas en uno de los absidiolos de la iglesia, hacen
referencia a uno de los temas que más quebraderos de cabeza ha proporcionado a
la ortodoxia eclesiástica oficial –quien, también por otra parte y a su manera,
evidentemente, supo sacarle un espléndido partido- a lo largo de los siglos, y
que todavía, a estas alturas del siglo XXI, continúa vertiendo, como un
inagotable manantial, verdaderos ríos de tinta: María Magdalena.
Los frescos,
datados, quizás con algo de premura, en el siglo XIII, fueron descubiertos en
1970, cuando la casualidad quiso que salieran a la luz en el transcurso de una
remodelación de la iglesia, y a pesar de no haberse conseguido su total
recuperación, muestran, no obstante, los suficientes elementos como para
considerarlos de una importancia bastante más que relativa. El tema principal y
a la vez, podría decirse que novedoso, es la disposición del Pantocrátor
ocupando el hueco del ventanal, con lo cual, además, se consigue el efecto de
que éste constituya básicamente el primer foco de atención, dando la impresión
al observador de que la figura hierática del Salvador le está bendiciendo,
cuando no –en este sentido, puede ser revelador, si lo consideramos como un
detalle no exento de intencionalidad, en el que quizás se quiso recalcar el
simbolismo añadido al típico héroe solar-,
la luz del propio Sol –el Sol invictus-
colándose por la abertura, de tipo saetera, a primera hora de la mañana. Por
debajo, y a ambos laterales, dos escenas, estrechamente relacionadas, merecen
también su foco de atracción: a la derecha, parte de la Pasión, con un Cristo
dirigiéndose al Calvario, portador de un tipo de cruz muy especial, como es la
Tau y la presencia de los ángeles turifarios, portadores de los objetos relacionados con la tortura. Y a la izquierda, la escena más relevante: aquélla en la que Cristo, una
vez resucitado, se aparece a María Magdalena y ante el intento de ella de
abrazarse a Él, las palabras del Maestro han pasado a la Historia en su
acepción latina de Noli me tangere;
es decir, No me toques. Obviamente,
lejos de constituir una escena más, su trasfondo emotivo radica, como muchas
veces se ha discutido, en la importancia extraordinaria que tuvo esta figura
para Cristo, hasta el punto de gozar del privilegio de ser la primera persona a
quien se apareció y a quien, metafóricamente hablando por su sentido de mensajero, convirtió también en ese ángel que habría de llevar la buena
nueva a unos discípulos, hombres, abatidos por el miedo y la vergüenza.
Tal
vez, recogiendo en parte el guante de la metáfora que se acaba de presentar, el
artista considerara como ha lugar, por su importancia, la escena inmediatamente
inferior a ésta, que no es otra que la Anunciación, donde Gabriel a la izquierda
y María a la derecha desempeñarían –comparativamente hablando, por supuesto-
ese papel de Dióscuros con el drama desarrollado por encima de ellos. Pero, también en la parte superior, concretamente por encima de donde Cristo carga con la cruz, aparece representada otra Anunciación: ¿por qué?. He ahí otro enigma, pues en ésta pequeña representación, hay un objeto peculiar: una vasija o recipiente de tamaño desproporcionado. Por
debajo, y como colofón a toda la escena, lo que podría ser una referencia a la muerte del padre
espiritual del Císter: Bernardo de Claraval, padrino, además, de su brazo
armado: la Orden del Temple.
jueves, 29 de septiembre de 2016
El Monasterio de Santa María de Huerta
Todo monasterio, aparte de
constituir un completo conjunto que contiene en su diseño lo más granado de la
matemática y la geometría, es, también, ese metafórico envase de óleo, cuyos
aromas, aun al cabo de los siglos, embriagan los sentidos con efluvios de
misterio y perfección. Evidentemente, el monasterio soriano de Santa María de
Huerta, es uno de ellos. Y su historia, cuando menos en lo relativo a su
génesis o principio, liberado el tapón del envase de óleo que la contiene, resulta
marcadamente misteriosa. Tan misteriosa, que habría que remontarse a aquellos
oscuros años de los siglos XI y XII, cuando a la opulenta soberanía de Cluny le
salió –yo no me atrevería a decir que inesperadamente, pues todavía quedaban
muchas ovejas ajenas al redil-, un doloroso y molesto orzuelo llamado Císter.
Hablar del Císter obliga, en cierto modo, a hablar también de la que siempre se
ha considerado su facción armada: la orden del Temple. Y al hacerlo, no se
puede evitar comparar los paralelismos históricos que vinculan a ambas órdenes
no sólo en su desarrollo, sino también en sus inicios, pues en ambas parece
detectarse un fenómeno similar, quizás copiado de aquellos misioneros y navegantes
que eran los monjes irlandeses, pues como ellos, tanto cistercienses como
templarios comenzaron su azarosa vida en pequeños grupos, lo que no deja de
ser, en el fondo, una cuestión tremendamente paradójica, pues cuesta pensar que
de unos inicios tan modestos, pudieran surgir, aun con mayor o menor grado de
conservación, obras tan perfectas e inconmensurables. Así, pues, se puede decir
que este monasterio comenzó, gracias a la labor de un puñado de hombres, que
sometidos por un sin fin de privaciones pero con fe, perseverancia y unos
conocimientos sorprendentes para su época, levantaron algo digno de respeto y
admiración. Si bien, sometido a numerosas remodelaciones que lo fueron
adaptando al gusto predominante de determinadas épocas, todavía conserva una
parte interesante de su primitiva fábrica. A ella pertenecen, sin duda, una
cuidada y enigmática gama de marcas de cantería que, en conjunto, constituyen
todo un apasionante enigma. O lugares no menos enigmáticos y poco conocidos por
el público en general, como la capilla de la Magdalena. O personajes relevantes
de la Historia –el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada o Martín de
Hinojosa-, así como apasionantes enigmas artísticos relacionados con episodios
no menos importantes de esa Reconquista, como la famosa batalla de los Tres Reyes, más conocida como la batalla de las Navas de Tolosa, que constituyen todo un
atractivo y apasionante viaje al misterio digno de descubrir. Y esa es, después
de todo, la vertiente que iremos viendo a lo largo de las próximas entradas.
viernes, 26 de agosto de 2016
Los maravillosos retablos góticos de la catedral de Salamanca
Como colofón, al menos momentáneamente, de esa inconmensurable isla del tesoro, metafóricamente hablando, que es la catedral de Salamanca, nada mejor que hacerlo dejándose llevar por la magia inapreciable de esa valiosa colección de Arte, formada por una soberbia recopilación de mediáticos retablos góticos, que han encontrado un espacio en el claustro, en lo que antiguamente fue la sala capitular. No menos atractivos y ricos en sutilezas simbólicas que el resto de elementos que, con mayor o menor intensidad, hemos ido descubriendo hasta aquí, la magia de la pintura gótica –o argótica, como diría el siempre enigmático Fulcanelli-, nos invita, cual tentadora maga Circe, a un viaje espectacular, donde los arquetipos, cuidadosamente situados en escenarios aparentemente piadosos, como mandaban los cánones de la época, desafían la imaginación, acercándonos, en algunos casos, con sus dobles significados, a corrientes filosóficas no siempre acordes con la rígida ortodoxia oficial. Bajo este punto de vista, un paseo contemplativo por este microverso con olor a azufre –como diría el filósofo francés Paul Elouard: hay otros mundos, pero están en éste-, puede ofrecernos la oportunidad de liberar la imaginación y especular con algo tan paradójico como lo improbable probable. Con algunas excepciones, poco o nula información se nos ofrece, desgraciadamente, en cuanto a los autores, de manera que, en nuestro viaje, partimos del completo anonimato artístico, si bien no sería descabellado sugerir, de acuerdo a su época, estilo y composición, notables influencias flamencas, independientemente de que hayan podido realizarse en cualquiera de las numerosas escuelas hispanas de los siglos XV y XVI, como –se sugiere por cercanía- la castellana y la burgalesa. E incluso no descartar la posibilidad de que algunos de los grandes maestros de los Países Bajos -pongamos por ejemplo, un van der Weyden, o un van Eyck o un Brueghel el Viejo- dejaran su impronta en alguno de sus viajes a la Península o fueran, después de todo, que parece lo más probable, costosas adquisiciones foráneas, como demuestra, por ejemplo, el tríptico de la Adoración de los Magos, de El Bosco, adquirido por Felipe II en 1575 y hoy día expuesto en el Museo del Prado de Madrid. Sea cual sea su caso, la cuestión es que, si nos resistimos por un momento al influjo hipnótico de tan singular belleza, sin contemplaciones y fríamente desplegada en una sala que parece demasiado pequeña, después de todo, para contener tan desmesurado tesoro, y nos centramos en aquellos aspectos o detalles que más nos llaman la atención, sin duda descubriremos cosas asombrosas en nuestro viaje cultural, que, de alguna manera, nos inducirán a plantearnos cuestiones, que no por pertenecer a ese paradigmático mundo de la especulación, han de ser necesariamente absurdas o irrelevantes.
Teniendo esto en cuenta, no ha de extrañarnos en absoluto, sentirnos ligeramente nerviosos ante dos las piezas que aparecen en primer lugar: una estatuílla de piedra arenisca policromada, datada en el siglo XIV, que representa a la Virgen de la Sede, figura que estuvo mucho tiempo presidiendo el Altar Mayor de la antigua catedral y el óleo sobre tabla, anónimo del siglo XVI, intitulado Llanto sobre Cristo muerto. Respecto a la Virgen de la Sede, los expertos, aluden a un posible origen francés, dado el pronunciado quiebro de la imagen a la altura de las caderas -común, todo sea dicho, a numerosas imágenes virginales románicas y góticas que se pueden encontrar en las iglesias de numerosas comunidades, cuyo modelo, posiblemente, sea también de origen franco-, pero nada dicen de lo que en realidad representa ese detalle: una alusión a uno de los símbolos más antiguos de la humanidad: la doble espiral. El óleo, por su parte, muestra la escena posterior al Descendimiento. Una escena, en la que ya comienzan a llamar la atención, ciertos elementos, como, por ejemplo, las cruces del Calvario, que tienen la forma sagrada de la Tau. Cruces, por otra parte, a las que C.G. Jung consideraba como arquetipos relacionados con el anima y el animus, y el desgajamiento inevitable para la consecución del estado nirvánico de la individuación. Pero dejando aparte tan complejo y profundo estadio de la psicología simbólica analítica, el cuadro nos ofrece otros relevantes aspectos, siendo, quizás el principal, la presencia de las Tres Marías -las Tres Madres Celtas, las Tres Brujas de Macbeth, las Tres Parcas o, en definitiva, los tres aspectos de la Diosa-, así como el protagonismo ineludible de una figura que, todavía, al cabo de dos milenios, continúa generando todo tipo de sentimientos y controversias: la Magdalena. Resulta curioso, que en esta escena, donde está a punto de ser amortajado el cuerpo de Cristo, el anónimo pintor, no sólo nos hiciera ver la relevancia de esta figura, la primera en verle resucitado, no lo olvidemos, sino que, además de representarla llevándose la mano izquierda a los labios para besar la herida de los clavos, en una escena griálica digna de las mejores historias medievales, lo hace con el peinado recogido, como mandaban los cánones de la época, para representar a la mujer casada y de vida ordenada.
Juan de Flandes, en su Retablo de San Miguel, de principios del siglo XV, nos ofrece, en primer término, una visión muy particular de la célebre batalla en el monte Gargano, muy popular en las representaciones y leyendas surgidas a partir del siglo IV, en la que la Bestia, es un extraño híbrido entre león y serpiente (Sol y Luna), y donde el autor nos presenta, entre otras particularidades, la figura, no de un caballero solar, como debería corresponder, sino por el contrario, por el color grisáceo oscuro tirando a negro de la armadura del arcángel, quizás su intención fuera insinuarnos la figura contraria; es decir, la figura del caballero lunar, cuya mejor representatividad la encontrarmos en el famoso San Jorge. Flanqueando al eterno paladín, dos figuras familiares: San Francisco, representado bajo la experiencia de una de sus visiones estigmatizadoras y Santiago. Lejos de las tradicionales representaciones, el de Flandes nos presenta una figura entronizada, con el báculo del Maestro en la mano derecha y el Libro de la Vida o de las Profecías, en la izquierda. Por los colores de su hábito -blanco y negro-, tal vez fuera un encargo cisterciense o, en su defecto, dominico.
Muy cerca del Retablo de San Miguel, el gallo de la antigua veleta, nos trae a la memoria el famoso gallo dorado -antiguamente, se pensaba que era de oro puro- de esa auténtica Capilla Sixtina del Románico, que es la Colegiata de San Isidoro de León. Pero sin duda, sublime y maravilloso, el anónimo Retablo de la Virgen de la Leche, cautiva, no sólo por la belleza de una escena cuya supuesta apariencia de ortodoxa maternidad daría mucho de qué hablar, sino por el simbolismo subyacente en la propia representación y los arquetipos que pululan alrededor de la escena. Fue precisamente a partir de este siglo, el XVI, cuando Roma consideró la inconveniencia e irrespetuosidad de este tipo de imágenes, hasta entonces muy populares. De su popularidad, baste recordar las numerosas representaciones de San Bernardo bebiendo de los pechos de la Madre. Escoltadas por dos angelotes griálicos, representativos, probablemente, de la fertilidad y la abundancia, la Madre nos muestra todo un símbolo en su hombro izquierdo: la estrella de ocho puntas. O lo que es lo mismo, la Estrella Mística, la estrella de los alquimistas, aquélla misma que, figurativamente, guió a los Magos a Belén. En la parte inferior, y a ambos extremos, dos santas mistéricas, han de llamarnos también la atención: Santa Águeda, con los pechos -otra forma de referencia al alimento espiritual- en una bandeja y Santa Marina, quien, como la contrapartida femenina del Júpiter cristiano -San Miguel-, mantiene también doblegada a la Bestia y cuyos santuarios -recordemos el orensano de Augas Santas- están tan relacionados con los cultos al elemento base de la Gran Diosa: el Agua. Las numerosas representaciones de San Andrés y San Cristóbal, también llaman poderosamente la atención. Destacan, sobre todo, las representaciones de éste último, donde se puede localizar un rico e interesante simbolismo. En la primera, formando parte del interesantisimo retablo de Fernando Gallego que lleva por título La Virgen de la Rosa, nos encontramos con el Christophoro o Portador de Cristo, en la típica escena, cruzando el río. Lo que llama la atención, es, cuando menos, uno de los personajes que le espera en la orilla opuesta. Lleva hábito y un farol en la mano, igual que esa sugestiva representación, contenida en ese compendio místico-psicológico que es la baraja del Tarot: el Ermitaño.
Pero el retablo, singular, por otra parte, muestra otros detalles ciertamente relevantes, en la figura de la titular: la Virgen de la Rosa. Debería de llamarnos ya la atención, por el nombre y el simbolismo místico que le acompaña. Pero un detalle, cuando menos curioso, lo encontraremos si observamos bien el colgante que la Virgen lleva al cuello: una cruz Tau, decorada con perlas, al modo en el que los antiguos occitanos representaban su famosa Cruz de Doce Puntas o Diamantes. Volvemos a encontrarnos con San Cristóbal, en otro retablo grandioso, situado entre ésta fantástica Virgen de la Rosa y otra Virgen muy popular, como su nombre bien indica: la del Popolo. Como en la representación anterior, el sometido Hércules cruza un río con el Niño a cuestas y en la orilla, de nuevo nos volvemos a encontrar al personaje con hábito y farol en la mano. Claro que, en ésta escena, entre los pies del gigante y dejando aparte la palmera que éste porta en la mano, nos encontramos otro auténtico símbolo, cuando menos característico del Camino de Santiago: la oca. Impresionante, así mismo, el otro retablo de Fernando Gallego, el de Santa Catalina, figura que bien podríamos relacionar, también, con otro sugestivo Arcano Mayor de la baraja de Tarot: la Rueda de la Fortuna. Espectacular, en su representación y simbolismo, en una parte del retablo, el artista nos muestra a la Santa -figurativamente con la espada en la espada en la mano, en acto de administrar justicia y suplantando la figura de la esfinge que nos presenta el famoso Tarot de Marsella- con dos ruedas. Dos ruedas que, unidas, no sólo forman la inequívoca figura de un ocho -número sagrado y elemento clave en muchos estilos arquitectónicos- sino también, la doble espiral entrelazada o símbolo del infinito. Así mismo, y como colofón a la presente entrada, merece la pena fijarse detalladamente en la forma de la base que soportan las ruedas, para volver a encontrarnos con otro símbolo arquetípico que acabamos de mencionar: la Pata de Oca.
Belleza, simbolismo y misterio. Simplemente por degustar estas maravillas, una visita a la catedral de Salamanca merece, sin duda alguna, la pena.
jueves, 18 de agosto de 2016
Catedral vieja de Salamanca: imaginería funeraria medieval
Una
vez contuvieron los restos mortales de personajes relevantes del clero y la más
alta de las noblezas, los pormenores de cuyas vidas, no cabe duda de que
conforman biografías más o menos aderezadas en la esmaltada rigidez de los
libros de Historia, cuya lectura pueda resultar más o menos placentera. Pero lo
interesante aquí, no conlleva, en absoluto, la obligación de hacer un ensayo
pormenorizado de la vida de doña Mafalda, hija del rey Alfonso VIII; ni
hipotetizar sobre la irrelevancia de cómo empleaba su tiempo libre don Juan
Fernández, hijo de Alfonso IX de León; ni tampoco lanzar el guante de la
suspicacia acerca de las andanzas piadosas –cogito,
ergo sum- de los obispos de Castilla, como Gonzalo Vivero o el arcediano
Diego Arias Maldonado, sino de repasar, siquiera sea desde la perspectiva
complaciente de la admiración, la detallada hermosura y calidad artística de
los sarcófagos que los albergan. Tampoco, evidentemente, se trata de colocar al
observador en una disyuntiva morbosa, pues no hay nada que pueda aterrarnos
más, como criaturas prisioneras y temerosas del factor tiempo al que estamos
sometidos, que la idea de finito far
niente, que conlleva tratar un tema tan espinoso como es el de la muerte.
Lejos, pues, de alterar las mórbidas sensaciones anexas a ese agujero negro que
a todos nos espera en algún momento, se sugiere dar un oportuno rodeo, y
soslayar, lejos por el momento del alcance de la guadaña del Ángel Negro, parte del rico costumbrismo
que hizo de las sepulturas medievales un arte digno, cuando menos de estudio y admiración.
Posiblemente derivado de los grandes talleres burgaleses y palentinos, a
quienes los avatares de la Reconquista iba ofreciendo nuevas oportunidades, los
sepulcros que aquí se pueden admirar, contienen, por sí mismos, una parte
importante de la riqueza artística que se conserva en esta catedral de
Salamanca. Incluso algunos de ellos cuentan todavía, en su haber, con una parte
considerable de esa atractiva policromía con la que estaban dotados
originalmente. Delicados, así mismo, en los detalles de sus esculturas, nos
ofrecen no sólo una detallada exposición de las costumbres de la época, sino
además, un rico repertorio ilustrativo, de índole antropológico, cuyos ritos,
si bien se han ido modificando con el paso inexorable del tiempo, han sido pan del pueblo hasta tiempos
relativamente recientes. El caso más específico, y el que quizás llame más la
atención por su repetitividad así como por el, en ocasiones cómico dramatismo
que le acompaña, es el cortejo de magdalenas
o plañideras profesionales, que
describen a la perfección los ritos y costumbres de la época. Humanamente
relacionado, la heráldica no sólo nos refiere el ego sum de un estamento nobiliario que sigue aún vigente, sino que
además, acompañado de pompa y circunstancia, adapta las cualidades del difunto
al manierismo clásico, equiparándole, por derecho de nacimiento, con la imagen
primordial del héroe. Y evidentemente, con tal derecho, la temática incluye
también esa parte espiritual y neotestamentaria, que hace participar al difunto
de los episodios más relevantes, o cuando menos, de los más significativos,
basados en la historia y vida del héroe solar por antonomasia: el propio
Cristo. No es de extrañar, por tanto, que entre los numerosos modelos
recurrentes, se localicen algunos que, por insistencia, inducen a plantearse
bien una especialización determinada, una moda o quizás la inclusión de una
alusión a la inmortalidad o el renacimiento afín a los cánones de pensamiento
de la época. Sin duda, la escena que más se repite en estos magníficos
sepulcros, no es otra que la Adoración de los Magos. Una escena, desde luego,
cargada de simbolismo, y generalmente coronada por un símbolo universal, la estrella, cuyo
rico simbolismo oculta arquetipos, tales como guía, inmortalidad, renacimiento
que a la vez, podrían estar relacionados con el contenido simbólico de las
copas o jarras que los magos entregan al Niño. Otro de los temas recurrentes,
es el amortajamiento del difunto; y por encima de éste, la visión arquetípica
de los dos ángeles recogiendo su alma. Y como se observa, de forma gráfica y
explícita, no importan cuán viejo fuera el cuerpo destinado a la tierra: el
alma, eterna e indestructible, conserva siempre la apariencia y vitalidad de una persona joven. Otras veces, es el Calvario uno de los temas centrales del sepulcro,
donde, entre el grupo de espectadores, posiblemente también figure una
representación del finado, costumbre que tiene mucho que ver con la figura de
los donantes, quienes también aparecían en los cuadros que encargaban. Una de
tales representaciones, como ejemplo, podría ser el tríptico anónimo, que se
conserva y expone en el Museo Arqueológico de Madrid, titulado Tríptico de la
Pasión del caballero de Santiago.
En definitiva, podría decirse, que la
imaginería funeraria medieval es todo un mundo, artístico y arquetípico, digno
de descubrir. Y en ese sentido, una buena escuela, y una buena oportunidad de
introducirnos en él, lo constituyen, sin duda, estos magníficos exponentes que
se localizan en la catedral vieja de Salamanca.
Disponible también en Steemit: https://steemit.com/spanish/@juancar347/catedral-vieja-de-salamanca-imagineria-funeraria-medieval
lunes, 8 de agosto de 2016
Artes plásticas medievales en la catedral vieja de Salamanca
Como
ya se aventuraba en la entrada anterior, dedicaremos otras varias a ojear,
siquiera sea de una manera breve, otra parte amena y realmente fascinante del
sorprendente conjunto artístico que todavía, al cabo de los siglos y milagrosamente
salvado de las diferentes vicisitudes históricas –principalmente, porque estuvo
a punto de desaparecer cuando se pensó en derribarla para levantar la nueva-,
se conserva en el interior de este grandioso conjunto monumental, que es la
catedral antigua de Salamanca: las artes plásticas medievales. Obviando, pues,
las maravillas pictóricas anexas a la Capilla de San Martín (x), bueno es comenzar
situándonos en la nave, mencionando, no obstante, esa magnífica pintura que
muestra precisamente al exmilite de Tours partiendo su capa por la
mitad para ofrecérsela a un pobre, en una de las escenas más corrientes, que
generalmente se dedican a un santo que, como ya se aventuró, fue contemporáneo
del hereje Prisciliano, participando
en el Concilio de Tréveris, en el siglo IV, donde aquél fue sentenciado,
ejecutado y sus restos decapitados trasladados furtivamente a Galicia, donde
recibieron sepultura. En ese mismo lateral y posiblemente de fecha más
contemporánea –siglos XVI o XVII-, algunas representaciones parecen mostrar,
quizás, lo que se considera como los milagros de uno de los Cristos más
milagrosos y venerados de Salamanca: el Cristo
de las Batallas, aunque se conserva otro, románico y con fama de muy
milagrero también –el Cristo de la Zarza-,
en la iglesia románica de San Juan Bautista o San Juan de Barbalos. Pero sin
duda, la pieza más representativa, aquélla que atrae la mirada como un imán por
su grandiosidad y magnificencia, cuando menos en un primer momento, es el
impresionante retablo gótico que recubre por completo toda la cabecera de la
Capilla Mayor, obra gigantesca y meritoria, cuya ejecución se estima en la
primera mitad del siglo XV, siendo los artistas encargados de realizarla los
tres hermanos Delli: Daniel –más conocido como Dello-, Sansón y Nicolás. En
conjunto, esta magnífica composición arquetípica de los hermanos Delli, nos
detalla, en sus múltiples escenas, diferentes episodios de la vida de María y
de Jesús. Pero son, posiblemente, los frescos que ocupan el diámetro superior
de la bóveda, los que atraen irremisiblemente la atención, por dos motivos
fundamentales: por su extraordinario estado de conservación y porque, de alguna
manera, no ya en la temática, desde luego, pero sí en el desarrollo de la obra,
recuerdan la magnificencia renacentista que ya comenzaba a imperar sobre el
gótico, cuyos exponentes ya ponían en práctica, sobre todo, los grandes
maestros italianos, como Rafael, Miguel Ángel o Botichelli. En un símil de la bóveda
celeste, Cristo resucitado y mostrando las heridas de la Crucifixión, parece
ejecutar una extraña danza en el sentido de las agujas del reloj. Una cohorte
de ángeles, por la manera en la que están distribuidos, forman a su alrededor
una imaginaria mandorla o Piscis Vesica.
Todos portan, por decirlo de alguna manera, las reliquias más sagradas: todos y
cada uno de los objetos que tuvieron que ver con el martirio y muerte de
Cristo. Llama la atención, y resulta una curiosidad que me recuerda un extraño
Calvario que hay en el interior de la iglesia segoviana de Languilla, la
presencia, en ambos extremos de la parte superior, de dos figuras muy
determinadas: la Virgen María a la derecha y a la izquierda, aquél que tenía que menguar para que el otro
creciera, San Juan Bautista. No hay rastro del Evangelista, cuyo
Apocalipsis quizá tuviera más relación con la sobrecogedora escena que se
reproduce en la parte inferior: el Juicio Final. Un Juicio sin paliativos, que
nos muestra cómo, después de la resurrección, se vuelve a llamar la atención
sobre los inevitables contrarios: aquellos, inevitablemente necesarios para que
unos y otros puedan existir, que conformarían la parte de justos y pecadores.
Pero incluso aquí, la disposición de unos y otros resulta curiosa: los
pecadores en el infierno –es éste, la boca de un enorme dragón o serpiente, que
nos recuerda la figura del ouroboros,
o dicho de otra manera, el arquetipo que nos indica que no hay principio ni
fin, sino que todo es cíclico- de la derecha y los justos en el paraíso de la
izquierda; precisamente aquélla que, comparativamente hablando y relacionada
con las manos –manos creadoras, después de todo- siempre se ha dicho que Dios
no tiene.
Por
otro lado, y dejando para una próxima entrada las peculiaridades de los
magníficos sepulcros, el crucero de la derecha, aquél por el que se accede al
claustro, nos muestra, así mismo, entre las numerosas escenas plásticas con
mayor o menor fortuna conservadas, no sólo temáticas recurrentes que parece que
fueron modelo de copia y veneración en los diferentes elementos bizantinos de
Salamanca –por ejemplo, la figura imponente del Christóphoro o Portador de Cristo, San Cristóbal, la figura de San
Andrés o la Adoración de los Magos-, sino que, a la vez, ofrecen también
notables curiosidades. Entre ellos, quizás por su rareza, destaquen,
particularmente, dos escenas: la primera, situada algunos metros por debajo de
un rosetón, cuyo centro está formado por un polisquel, una figura gigantesca y femenina,
da qué pensar. Podría tratarse de la Virgen, pero hay un detalle que induce a
pensar, siquiera de manera vehemente, que podría aludir a otra figura: Santa
Catalina. Esto es así, porque por encima de la cabeza de ésta, no sólo se
observa una torre, sino que, entre una y otra, nos encontramos con una
referencia inequívoca a la rueda –la Rueda de la Fortuna- en el rosetón, cuyos
radios, comparativamente hablando, son idénticos a los que conforman a aquél
otro se localiza en el frontis de la iglesia del monasterio soriano de Santa
María de Huerta. De hecho, la presencia de Santa Catalina, se aprecia, junto
con otras dos santas, en un pequeño mural que se encuentra por debajo y a mano
derecha. Junto a estas representaciones, caben destacar otras dos, que
representan sendos Pantocrator, y que en ambos se detectan curiosos añadidos:
en el primero y más grande, situado por debajo y a la izquierda del que
acabamos de describir, fácilmente identificable porque se ha perdido el detalle
de la figura de Cristo y sólo queda la forma vacía mostrando las manos, a los
símbolos determinativos de los cuatro Evangelistas, se les ha añadido otros
cuatro más. En este caso, dos ángeles en la parte superior, portando objetos de
la Pasión y en la parte inferior, a modo de Calvario, tal vez las figuras de
María y Juan el Evangelista. El otro se localiza cerca, en la pared de la
izquierda, por encima de uno de los magníficos sepulcros cuya parte central
reproduce la Adoración de los Magos. Mejor conservado, este Pantocrátor difiere
del otro, en que, además de los símbolos identificativos de los Evangelistas,
son cuatro los ángeles que complementan la escena: los dos de arriba, portando
objetos relativos a la Pasión y los dos de abajo tocando, no las trompetas, más
acordes con los planteamientos evangélicos, sino un instrumento antiguo y
netamente pagano: el cuerno. Elementos, no obstante, no ajenos a lugares
relevantes de los diferentes caminos a Santiago, como sería la portada gótica –también
llamada Puerta del Perdón, como Villafranca del Bierzo- de la iglesia de Santa
María de los Sagrados Corporales, en Daroca, Zaragoza.
miércoles, 27 de julio de 2016
Catedral vieja de Salamanca: Capilla de San Martín
'Todo el mundo parece estar de acuerdo hoy día en que el "Arte" forma parte de las cosas superiores de la vida, y en que es algo de lo que se disfruta en las horas de ocio proporcionadas por otras horas de "Trabajo" inartístico...'
[A.K. Coomaraswamy(1)]
Horas de ocio en Salamanca. O lo que es lo mismo, siguiendo el hilo de los pensamientos de Coomaraswamy, horas de ocio y arte en una ciudad no sólo interesante, sino también patrimonio monumental donde las haya, que no sólo cuenta con una rica y antigua historia, sino que además de tales sublimes credenciales, conserva, en esencia, una espectacular variedad de maravillas artísticas, dignas sólo de un lugar apegado al encanto y la tradición. Sin desmerecer, y simplemente por el detalle de su arcanismo, su belleza y su riqueza artística, la catedral vieja constituye, metafóricamente hablando, esa peligrosa absenta bohemia que obnubila los sentidos y embriaga la mente con emanaciones culturales difíciles de contener. Hablar de esas emanaciones, de esos arquetipos que bombardean -y no exagero- los sentidos del espectador apenas penetrado éste en los claroscuros de su interior, resultaría una tarea harto extensa y complicada; por lo tanto, para una mejor recreación y siguiendo con mayor o menor precisión el itinerario de visita que se recomienda, lo primero que sorprende, apenas situados en la nave de la antigua iglesia, es un magnífico mural bizantino, que representa una de las escenas más conocidas de aquél atribulado converso, que fue antes soldado que santo varón -de hecho, se retiró a hacer vida eremítica, notablemente alterado por el juicio y posterior decapitación de otro peculiar personaje contemporáneo, Prisciliano, cuyos restos terminaron siendo también ocultados en Galicia y todavía, en la actualidad, suscitan interesantes dudas con respecto a los que se veneran en la catedral compostelana-, y que en un acto de generosidad ad Domine, partió su costosa capa para compartirla con un mendigo: San Martín de Tours.
En honor de este santo, popular -y por favor, no confundir con el Dumiense, ese Atila o azote de los que él denominaba veneratore lapidi, es decir, veneradores de piedras o pueblos que mantenían fidelidad a los cultos de las religiones precristianas-, conserva esta parte de la catedral, maravillosa cuando no milagrosamente en un magnífico estado de conservación, una pequeña capilla sixtina, la belleza de cuyas pinturas románicas deja, sencillamente, aturdido al espectador. También llamada del Aceite, no sólo resulta peculiar el referido estado de conservación de las pinturas, sino que además, constituyen toda una rareza por estar consideradas como las únicas en Europa que están firmadas por el autor: Antón Sánchez Segovia y una fecha, 1262. La capilla, si bien sirve como cenotafio para los restos mortales de varios obispos -como Rodrigo Díaz-, muestra, en sus ciclos pictóricos, todo un hermoso desafío a la imaginación, entre cuyas escenas, posiblemente por su gran belleza y realismo, destaque el magnífico Pantocrátor que se localiza en la parte frontal y donde Cristo, invicto sobre la muerte pero mostrando visiblemente las cinco heridas o llagas, permanece incólume en la mandorla -no olvidar que la forma de ésta es una Piscis Vesica, o símbolo femenino de la fecundación, donde también la numerología juega un importante papel, si nos atenemos al número de criaturas angélicas que la rodean: nueve- escoltado por varios coros de ángeles en la parte superior y personajes bíblicos, prelados y apóstoles en la inferior y donde además se observa esa inequívoca alusión a los contrarios, como son el Sol y la Luna. Relacionados, también, con la temática, se pueden observar alusiones pictóricas relativas a las figuras primordiales de San Joaquín y Santa Ana, Padre y Madre respectivos de la Madre y en la parte central del arcosolio del sepulcro, seguramente del mencionado obispo Rodrigo Díaz, un tema recurrente, que aparecerá en numerosos lugares del recorrido por esta parte de la vieja catedral: la Adoración de los Magos. ¿O deberíamos, quizás, hipotetizar con una suplantación patriarcal de la antigua figura de la Triple Diosa, en ocasiones representada como las Tres Madres Celtas o las Tres Marías que acompañan numerosas escenas de la Crucifixión?. Hipótesis y fantasías aparte, lo que es cierto es que ésta Capilla de San Martín constituye todo un pequeño tesoro artístico, digno no sólo de admirar, sino también de estudiar y meditar sobre el numeroso conjunto de arquetipos que lo forman, desde una perspectiva espiritual abierta y crítica, que nos eleve por encima de la fría apariencia ortodoxa y nos conecte con la realidad de los múltiples mitos que representa.
(1) Taurus Ediciones, S.A., Madrid, 1980.
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